viernes, 16 de diciembre de 2016

jueves, 1 de diciembre de 2016

Es la clase... social


Publicado en el diario INFORMACIÓN el día 27 de noviembre de 2016. Pincha sobre la imagen para ampliar.


martes, 22 de noviembre de 2016

miércoles, 16 de noviembre de 2016

No es tan fácil como parece

Publicado en el diario INFORMACIÓN el día 13 de diciembre de 2016. Pinchar sobre la imagen para ampliar.


jueves, 3 de noviembre de 2016

Una clase práctica de sensibilidad moral

Publicado en el diario INFORMACIÓN el día 30 de octubre de 2016. Pinchar sobre la imagen para ampliar.


10 CONSEJOS PARA MIS ESTUDIANTES DE TEORÍA DEL DERECHO

1. Vete a clase descansado y no te sientes al lado de alguien al que le guste mucho hablar. No es momento para eso.

2. Ten una actitud activa en clase. No esperes a que te pregunten. Pregunta tú.

3. Vete a clase habiendo leído los materiales y con un esquema de lo leído

4. Si no entiendes algo tras una primera lectura, léelo dos veces, tres veces…Si sigues sin entenderlo, pregúntalo en clase. 

5. Búscate a alguien con quien poder discutir sobre los puntos más difíciles. La razón es dialógica.

6. Trata de encontrar un buen ejemplo para ilustrar los conceptos o las clasificaciones más difíciles.

7. No estudies “por apuntes”. Puede parecerte la mejor opción, porque supone un menor esfuerzo que enfrentarse a un libro. Pero es engañoso. Casi siempre, es la forma de no aprender nada…aunque pueda permitirte aprobar.

8. Algunos psicólogos hablan ahora de que tenemos dos sistemas de pensamiento: el pensamiento rápido (intuitivo) y el pensamiento lento (reflexivo). La teoría del Derecho (como muchas otras cosas) exige, sobre todo, el segundo tipo de pensamiento. Y para pensar reflexivamente conviene escribir: cuanto más, mejor.

9. Los comienzos suelen ser difíciles. Pero precisamente por eso es cuando más hay que esforzarse. Las cosas que merecen la pena exigen, por lo general, esfuerzo.

10. Se puede aprender mucho Derecho leyendo la prensa. Y se puede aprender mucha teoría del Derecho reflexionando sobre lo que uno lee en la prensa.

lunes, 24 de octubre de 2016

jueves, 20 de octubre de 2016

lunes, 17 de octubre de 2016

¿UNA VISIÓN POSTPOSITIVISTA DE LOS DERECHOS? COMENTARIO A PROPÓSITO DE UN LIBRO DE BRUNO CELANO

Incluyo un trabajo que aparecerá en un libro de varios autores dedicado a discutir con Bruno Celano:

¿UNA VISIÓN POSTPOSITIVISTA DE LOS DERECHOS? COMENTARIO A PROPÓSITO DE UN LIBRO DE BRUNO CELANO


Un comentario a la obra de Boaventura Santos

Incluyo aquí una reflexión sobre la obra de Santos, centrada en el rol del Derecho en la emancipación social y en la noción de derechos humanos:

Un comentario a la obra de Boaventura Santos

Los niños están más seguros cuando sus padres no se sienten Guillermo Tell

Publicado en el diario INFORMACIÓN el día 9 de octubre de 2016. Pincha sobre la imagen para ampliar.


Conviene vigilar el tamaño de los detritus

Publicado en el diario INFORMACIÓN el día 2 de octubre de 2016. Pincha sobre la imagen para ampliar.



lunes, 3 de octubre de 2016

lunes, 26 de septiembre de 2016

lunes, 27 de junio de 2016

Hay problemas que tienen varias soluciones fáciles de hallar...

Publicado en el diario INFORMACIÓN el día 26 de junio de 2016. Pincha sobre la imagen para ampliar.


Discurso de Clausura

CLAUSURA DEL  MÁSTER DE ARGUMENTACIÓN JURÍDICA (Alicante, 22 de junio de 2016)

Cuando me puse a preparar mi intervención en este acto de clausura del curso pensé que, por razones más o menos obvias, la misma debería ser breve, imaginativa y, por supuesto, la mejor posible.  Después de cavilar durante algunos minutos, se me ocurrió que la forma de alcanzar conjuntamente esos tres objetivos podía consistir en un procedimiento en tres etapas.

La primera: Trate, cada uno de ustedes, de imaginar cómo tendría que ser el mejor discurso de clausura posible. ¿Cuál tendría que ser su idea central? ¿Cómo debería presentarse? ¿Qué actitud debería yo adoptar al respecto? ¿Qué le gustaría, en definitiva, a cada uno de ustedes escuchar en este momento? Tómense su tiempo; los detalles  son importantes… ¿Ya lo tienen?

Pasemos entonces a la segunda etapa: Imagínense ahora, simplemente, que he pronunciado ese discurso que han imaginado y que, en realidad, son muchos discursos. Pero no hay por qué preocuparse, porque aquí no se aplica lo de la única respuesta posible: no hay un solo tipo de discurso de clausura que sea el mejor, el arquetipo de discurso de clausura.

Y ya hemos llegado al final, a la última etapa: Mi discurso ha sido breve, ha apelado a la imaginación (a la de ustedes) y, sin duda, tendrán que convenir conmigo, cada uno de ustedes, en que es el mejor discurso de clausura posible.

Muchas gracias.

martes, 14 de junio de 2016

lunes, 13 de junio de 2016

JURISTAS Y ZORIZOS

Texto del discurso pronunciado el 10 de junio de 2016 en la Facultad de Derecho de la Universidad de Vigo.

JURISTAS  Y  ZORIZOS
Manuel  Atienza

En un artículo conocidísimo de mitad del siglo pasado, el filósofo de la política Isaiah Berlin construyó una contraposición –que en seguida se hizo famosa- entre dos tipos de escritores, pensadores o, en general, de seres humanos. La trazó a partir de uno de los fragmentos conservados de un poeta griego, Arquíloco, que dice lo siguiente: “Muchas cosas sabe la zorra, pero el erizo sabe una sola y grande”. El verso es un tanto oscuro, pero  Berlin pensó que podía utilizarse para ilustrar el gran abismo que existe   “entre, por un lado, quienes lo relacionan todo con una única visión central, con un sistema más o menos congruente o integrado, en función del cual comprenden, piensan y sienten –un principio único universal y organizador que por sí solo da significado a cuanto son y dicen-, y, por otro, quienes persiguen muchos fines distintos, a menudo inconexos y hasta contradictorios… Estos últimos llevan vidas, realizan acciones y sostienen ideas centrífugas más que centrípetas; su pensamiento está desperdigado, es difuso, ocupa muchos planos a la vez, aprehende el meollo de una vasta variedad de experiencias y objetos según sus particularidades, sin pretender integrarlos, consciente o inconscientemente, en una única visión interna, inmutable y localizadora” (p. 39-40).

Los primeros serían los intelectuales-erizo, y Berlin incluye en esa categoría a Dante, a Platón, a Hegel o a Nietzsche. Y en la segunda, la de los intelectuales-zorras (en la traducción que manejo se dice así, en femenino, pero no veo una razón clara para preferir “zorras” a “zorros”, como no sea la de evitar que los dos animales tengan el mismo sexo, pues hablar de “erizas” parece ciertamente extraño) sitúa a otros grandes escritores y filósofos como Shakespeare, Aristóteles, Montaigne, Erasmo o Goethe.

La distinción se ha usado, podríamos decir, ad nauseam y me parece que no es difícil entender por qué: De manera prácticamente intuitiva percibimos que la clasificación capta un aspecto importante de la personalidad humana y, en particular, del trabajo intelectual: al situar a un determinado autor en una de esas dos categorías –zorro o erizo- , parece que estamos contribuyendo a entender mejor su obra o algún aspecto de la misma. Pero eso no quiere decir, claro, que se trate de una distinción fácil de establecer y, de hecho, Berlin nos advierte de que “si se la lleva al extremo, la dicotomía se vuelve artificial, dogmática y, en última instancia, absurda” (p. 40). Es más, el ensayo en el que Berlin la introduce está dedicado a estudiar la filosofía de la historia de Tolstoi, y la tesis que el filósofo de Oxford sostiene al respecto es que “Tolstoi era una zorra por naturaleza, pero creía ser erizo” (p. 42).

Si se me permite la broma, creo que podría decirse que alguien como MarioVargas Llosa habría padecido también de un “trastorno de la personalidad” parecido al que Berlin le atribuye a Tolstoi. Y esto lo digo porque el famoso premio Nobel, en un estupendo prólogo que escribió al ensayo de Berlin hace algunos años, se caracteriza a sí mismo como un intelectual-zorro, pero eso no le impide reconocer que “todas las zorras vivimos envidiando perpetuamente a los erizos” (p. 28), o sea, que, de alguna manera, él se siente un zorro al que le habría gustado ser erizo. Bueno… Ese prólogo de Vargas Llosa es, por lo demás, interesante para lo que quiero sostener aquí porque él se plantea la cuestión de cómo se distribuyen los zorros y los erizos no sólo dentro de un solo campo –el de la literatura, la filosofía…- sino también en relación con los diversos ámbitos de la cultura. Llega a esta conclusión:

“Hay campos en los que, de manera natural, han prevalecido los erizos. La política, por ejemplo, donde las explicaciones totalizadoras, claras y coherentes de los problemas son siempre más populares y, al menos en apariencia, más eficaces a la hora de gobernar. En las artes y la literatura, en cambio, las zorras son más numerosas; no así en las ciencias, donde éstas son minoría.” (p. 27).

Y la pregunta que yo me hago es: ¿Y qué pasa con el Derecho? Pues pasa que la dicotomía en cuestión también ha encontrado su aplicación entre los juristas. La utiliza, por ejemplo, Ronald  Dworkin en su último libro (el último publicado antes de su muerte), “Justice for Hedgehogs” [Justicia para erizos], para autocalificarse como un erizo (la idea “grande” a la que Dworkin apela es la de la unidad del valor: ético y moral), lo cual, en su opinión, iría a contracorriente de la línea principal de la filosofía práctica en el mundo académico anglo-americano en las últimas décadas que, más bien –según él-, habría abrazado la tesis del pluralismo moral y de los conflictos entre los principios y los ideales morales. Y también se ha utilizado la distinción, en el ámbito de la filosofía del Derecho, para presentar a Norberto Bobbio como un típico ejemplo de un intelectual-zorro, a diferencia de quien, en muchos aspectos, habría sido su maestro, Hans Kelsen, que encarnaría con claridad la figura del erizo. Toda la obra de Kelsen, como es bien sabido, gira en torno a una misma, gran, idea: el Derecho es un conjunto de normas coactivas; y la ciencia del Derecho, una ciencia normativa, en el sentido de que su cometido es estudiar el contenido, la materia (en  el caso de las dogmáticas), y las formas (los conceptos) normativos (en el caso de la teoría del Derecho) dejando completamente de lado las consideraciones morales y sociológicas. Mientras que Bobbio –como ha escrito recientemente Alfonso Ruiz Miguel- “ pertenece sin duda al género de las zorras, como en efecto él mismo [o sea, Bobbio] se consideró a sí mismo”. Juicio que parece bien respaldado por la asombrosa variedad de los intereses del piamontés; por su tendencia a examinar un mismo tema desde muy diversas perspectivas, lo que le llevó, inevitablemente, a sostener también, a lo largo de su vida, posturas no sólo diferentes, sino también (en ocasiones) opuestas sobre un mismo tema; o por el rechazo que siempre manifestó hacia una concepción “sistemática” de la filosofía, de la filosofía del Derecho: de hecho, casi todos los libros de Bobbio son recopilaciones de artículos. Y creo incluso que algo de su vocación de zorro se transparenta en la contraposición que él propuso entre una filosofía del Derecho de los filósofos, esto es, construida desde arriba, a partir de alguna visión general (filosófica) del mundo que se aplica al campo del Derecho; y la filosofía del Derecho de los juristas, elaborada desde abajo, a partir de los problemas que los juristas encuentran en su trabajo profesional y para cuya resolución pueden encontrar un auxilio en la filosofía, en algún concepto, perspectiva, etc. filosófica. La preferencia que Bobbio muestra por esta segunda aproximación frente a la primera la justifica, en buena medida, porque a él le parece que, si hay que optar, es mejor inclinarse por el análisis que por la síntesis, lo que viene a ser otra manera de decir que, al menos en la filosofía del Derecho, es mejor ser zorro que erizo.

Bueno, ¿pero qué pasa con los juristas en general? O sea, no sólo con los iusfilósofos, sino con los abogados, los jueces, los notarios y el resto de los profesionales del Derecho. ¿Deberían éstos –ustedes: quienes reciben ahora,  en este acto, su grado en Derecho o su postgrado en Abogacía- en su desempeño profesional comportarse más bien como zorros o como erizos? Pues bien, supongo que muchos de los asistentes (los que hayan sido capaces de mantener la atención hasta aquí) ya habrán adivinado que lo que yo quiero sostener  es que deberían ser algo así como mitad zorros y mitad erizos, y de ahí el título que les enunciaba al comienzo: Juristas y “zorizos” , siendo esta última palabra, simplemente, una contracción, de “zorros” y “erizos”, y que nada tiene que ver, en cuanto a su significado, con alguna otra que pudiera sonar muy parecida.

Cuando les invito a que sean ambas cosas al mismo tiempo, zorros y erizos, zorizos, no estoy sugiriéndoles que hagan como Tólstoi o como Vargas Llosa, que se comporten como zorros y que pretendan hacerse pasar por -o que envidien- a los erizos; o bien, al revés. No; les estoy proponiendo que se comporten como buenos zorizos, porque no creo que en el caso del Derecho haya lugar para otra cosa; si acaso, para mostrar alguna mayor inclinación hacia una u otra de estas dos especies animales, pero nada más. La profesión jurídica –yo creo que cualquiera de ellas: incluida la de académico, la de profesor de Derecho, de cualquier disciplina- requiere poseer tanto las habilidades que atribuimos a los zorros (astucia para encontrar una solución adecuada para cada problema, cada situación) como las de los erizos (ser capaz de articular esa solución con razones que la vuelvan -como pasa con las púas del erizo- invulnerable). El Derecho, yo creo, es algo así como filosofía práctica aplicada a la resolución de cierto tipo de problemas sociales, y eso requiere una combinación de casuismo y de espíritu sistemático; habilidad para ser capaz de ver una misma cuestión, un mismo problema, desde muy diversos ángulos y perspectivas, pero sin perder nunca de vista las ideas generales, la unidad, del Derecho; encontrar, como decía, soluciones adecuadas para los problemas prácticos, pero sabiendo bien que esas soluciones tienen que encajar en un cuerpo teórico coherente. La manera de solucionar los problemas jurídicos, el método jurídico que uno puede encontrar –y aprender- en la obra de todos los grandes juristas, tiene inevitablemente un carácter dialéctico: consiste en arrancar de un examen, un análisis, adecuado de la realidad, del problema a resolver, para elevarse desde ahí a alguna teoría que puede tener un nivel de abstracción no muy elevado (pero la teoría en cuestión depende en último término de la idea o concepción más general que se tenga sobre el Derecho) y regresar de nuevo a la realidad, al problema. Los zorros, en nuestra profesión, no podrían lograr nada sin el auxilio de los erizos; ni, naturalmente, los erizos sin los zorros.

Ahora bien, que hay diversas maneras de comportarse en cuanto zorros es algo que puede considerarse como una verdad analítica, definicional; o sea, lo que se entiende por zorro es precisamente eso: alguien que actúa de manera distinta según las circunstancias; no hay –no puede haber- una única pauta de comportamiento zorruno: se dejaría de ser zorro. ¿Y qué pasa con los erizos? Ellos tienen –como nos decía Berlin- “una única noción central”. ¿Pero es siempre, en todos los erizos, la misma? Naturalmente, la respuesta es que no, y este “no” vale también para cada una de las actividades intelectuales en las que se aplica la distinción y, por ello, también para el campo del Derecho. Hay, en consecuencia, varias propuestas, varias alternativas, sobre cuál ha de ser esa “gran idea” –la del erizo- que se requiere en el Derecho, en el ejercicio de las profesiones jurídicas. Y de ahí la pregunta crucial que es insoslayable hacerse: ¿cuál de ellas es preferible? ¿Y por qué? 

Bueno, disponemos de una cierta variedad de esas ideas-de-erizo, pero yo creo que hay dos que tienen un especial significado para la cultura jurídica –en especial, para la nuestra- y que, de alguna manera, están representadas –cada una de ellas- por dos grandes juristas antes mencionados: Kelsen y Dworkin. Si bien hay también algunas variedades a la hora de entender cada una de esas dos grandes ideas: el Derecho como norma y el Derecho como práctica social, aquí prescindiré –como es lógico-  de esos detalles. La primera idea, como ya se ha dicho, consiste en ver el Derecho exclusivamente como un fenómeno autoritativo: el Derecho no sería otra cosa que un conjunto de normas establecidas según ciertos procedimientos, y a esa realidad última, el conjunto de las normas puestas, positivas, debe reconducirse cualquier problema jurídico; encontrar una solución a un problema jurídico significa encontrarla en esa realidad preexistente. Los que piensan así son los juristas normativistas. La segunda idea –el Derecho como práctica social- les parece a algunos confusa, pero yo no creo que lo sea en absoluto. Consiste en ver el Derecho como una  actividad, como una empresa, guiada por fines y por valores. Se trata de una práctica autoritativa, de manera que el sistema normativo, las normas establecidas, forman parte, por supuesto, de esa idea del Derecho. Pero el Derecho no se agota ahí: no es sólo las normas, sino también los fines, los valores, que caracterizan esa práctica: la del Derecho. Encontrar una solución a un problema jurídico no es algo que pueda hacerse prescindiendo de las normas establecidas ni, por supuesto, transgrediendo los límites que el sistema normativo impone; pero en muchas ocasiones requiere una labor de construcción, de desarrollo de la práctica, sin salirse –insisto- de ella. Recurro a algunos símiles que se han usado en ocasiones para dar cuenta –de una manera, por así decirlo, impresionista- de lo que supone asumir esta segunda idea del Derecho en lugar de la otra. El Derecho no equivale a un gran navío, sino más bien al arte de la navegación. No es tanto un gran libro (ya escrito, donde están contenidas las normas jurídicas), sino que se asemeja más a la empresa de escribirlo, de escribir lo que se ha llamado una “novela en cadena” y en la que cada autor, cada participante en la práctica, tiene que hacerlo partiendo de los capítulos ya escritos y esforzándose por dotar de coherencia al conjunto. No es un gran edificio ya terminado –una gran catedral- sino la empresa de seguir construyendo procurando que las innovaciones, las mejoras, que se van introduciendo se acomoden en la medida de lo posible a lo previamente construido. No es un objeto inerme, un pedazo de realidad natural, sino un artefacto, algo que se construye para lograr ciertos propósitos.

Como no estoy seguro de haberme expresado con suficiente claridad, voy a añadir un ejemplo que me parece ilustrativo de lo que quiero decir. El juez que ha condenado a una persona –oía la noticia esta mañana en la radio- a una pena de bastantes años de prisión por haberse apropiado de una pequeña cantidad de dinero –creo que no llegaba a 80 euros- habrá pensado seguramente que su decisión se justifica porque él –o ella- habrá encontrado alguna norma (algún conjunto de normas) que, “leída sin prejuicios y sin sesgo ideológico de ningún tipo” dice precisamente eso: que a ese tipo de acto le corresponde esa pena. ¿Pero acaso no forma parte también del Derecho penal español cosas tales como la función socializadora de la pena, el principio de necesidad de la pena, de proporcionalidad…que es lo que da sentido a la práctica y a las normas que la regulan? ¿Alguien puede creer que el Derecho penal español –por imperfecto que sea- impedía la adopción de una decisión que no chocara de forma tan grotesca, tan escandalosa, con el sentido común? En De inventione, Cicerón escribía –anticipándose en cierto modo a lo de “la bouche de la loi” de Montesquieu- que  el legislador “ha previsto que los jueces pertenezcan a un determinado orden y tengan una determinada edad con la idea de que no se limiten a leer en voz alta lo que él ha escrito, cosa que cualquier niño podría hacer” (p. 284). Y otro tanto podría decirse del resto de las profesiones jurídicas.

Si creen que puede servirles de algo mi experiencia de más de 40 años trabajando con el Derecho, yo les diría –a los nuevos juristas, a los nuevos abogados que ahora se reciben- que la principal conclusión a la que me parece haber llegado después de todos estos años puede resumirse así: un jurista –un buen jurista- tiene que ser un verdadero zorizo (a veces, una sola letra –ya no una palabra- marca una diferencia importante), pero un zorizo de un tipo especial que, me temo, no es siempre el que forma nuestras Facultades de Derecho. Pero para hablar de esto último no es esta la ocasión.

Mis últimas palabras: ¡Zorizeen en el Derecho lo mejor que puedan…y que les vaya muy bien, en lo personal y en lo profesional!



miércoles, 1 de junio de 2016

miércoles, 4 de mayo de 2016

miércoles, 20 de abril de 2016

¿Qué habrá sido de la fraternidad?

Publicado en el diario INFORMACIÓN el día 17 de abril de 2016. Pinchar sobre la imagen para ampliar.


La búsqueda del equilibrio

Publicado en el diario INFORMACIÓN el día 10 de abril de 2016. Pinchar sobre la imagen para ampliar.


Soy tullido por la gracia de Dios

Publicado en el diario INFORMACIÓN el día 3 de abril de 2016. Pinchar sobre la imagen para ampliar.


(«Judío, turco o ateo puede entrar aquí, pero no un papista») No es grave: no parece ser la entrada al cielo

Publicado en el diario INFORMACIÓN el día 27 de marzo de 2016. Pinchar sobre la imagen para ampliar.


El principal culpable no está en la imagen

Publicado en el diario INFORMACIÓN el día 20 de marzo de 2016. Pinchar sobre la imagen para ampliar.


lunes, 11 de abril de 2016

DIÁLOGO ENTRE MANUEL ATIENZA Y JUAN ANTIONIO GARCÍA AMADO

Se trata de un diálogo con Juan Antonio García Amado aparecido en el número 1 de la revista "Diálogos jurídicos. Anuario de la Facultad de Derecho de la Universidad de Oviedo".

DIÁLOGO ENTRE MANUEL ATIENZA Y JUAN ANTIONIO GARCÍA AMADO


DIGNIDAD HUMANA Y DERECHOS DE LAS PERSONAS CON DISCAPACIDAD

Incluyo aquí mi intervención en la mesa redonda "Discapacidad y Derecho" que tuvo lugar el 7 de abril en el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales:

DIGNIDAD  HUMANA  Y  DERECHOS  DE  LAS  PERSONAS  CON  DISCAPACIDAD
Manuel  Atienza

No creo que haya muchos juristas que nieguen la importancia que tiene en nuestros Derechos el concepto de dignidad; en particular, a la hora de interpretar los enunciados -sobre todo de carácter constitucional o internacional- relativos a derechos humanos. Pero me parece que son muchos menos los juristas que han hecho un esfuerzo por entender con cierta precisión el significado de ese concepto. En el discurso de los juristas, como en el discurso ordinario, es bastante frecuente que la palabra “dignidad” se utilice como un término puramente emotivo, sin significado descriptivo alguno: afirmar que una determinada institución o que cierta regulación es conforme (o que no lo es) con la dignidad humana suele ser   simplemente una manera de expresar, enfáticamente, que la institución o la regulación en cuestión nos parece bien (o mal), que está justificada (o injustificada).

Pero esos juicios, que no suelen basarse en otra cosa que en la intuición de quien los emite, pueden estar equivocados. Por ejemplo, hace algunos años, más de un jurista (influido seguramente por la opinión de la Conferencia Episcopal Española) sostuvo que atentaba contra la dignidad  humana la selección de embriones para obtener un bebé cuyos tejidos fueran compatibles con los de personas (familiares) enfermas, de manera que se hiciera posible un futuro trasplante (sin riesgo para el bebé) que salvara la vida o curara una enfermedad grave (por ejemplo, de un hermano ya nacido). Más recientemente, una sentencia del TS (sentencia  06/02/2014, de la sala de lo civil) negó la inscripción en el registro civil de un niño que había nacido mediante gestación por sustitución, basándose fundamentalmente en que esa institución atentaba contra el orden público español puesto que era contraria a la dignidad humana. Y, en fin, al menos algunos fiscales españoles parecen entender, apoyándose en el art. 12 de la Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad (que es Derecho vigente en España desde hace unos 8 años) nada más y nada menos que “la [cualquier] declaración de incapacidad vulnera la dignidad de la persona incapaz y su derecho a la igualdad en cuanto la priva de la capacidad de obrar y la discrimina respecto de las personas capaces”.

Pues bien, los tres juicios están, en mi opinión, claramente equivocados, aunque por razones distintas. Los dos primeros, los referidos al llamado “bebé-medicamento” y a la maternidad por sustitución, porque interpretan, erróneamente, que el principio de dignidad prohíbe, sin más, que se trate a un ser humano como un instrumento, como un medio; cuando lo que realmente prohíbe el principio (si no se quiere caer en el absurdo) es tratar a un ser humano sólo como un medio: ese adverbio, “sólo”, tiene su importancia (aunque no sé si es una razón para seguir manteniendo la tilde y distinguirlo así del adjetivo). Y el tercero, el referido a la Convención de los derechos de las personas con discapacidad, porque identifica, también erróneamente, la dignidad con la autonomía, entendida esta última en un sentido puramente liberal o, por decir mejor, neo-liberal. Me explico.

Creo que casi nadie negará que la referencia fundamental para elucidar el concepto de dignidad se encuentra en la filosofía de Kant. La segunda formulación del imperativo categórico reza (en una de sus versiones) así: “Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio”. Y, como se sabe, el imperativo categórico tiene otras dos fórmulas: la primera es la de la universalidad (o igualdad), y la tercera, la de la autonomía, la libertad. ¿Pero cómo debemos entender exactamente ese imperativo de los fines o de la dignidad y cómo se relaciona con los otros dos? Yo creo, y sigo aquí la sugerencia que plantea, en un artículo reciente, un filósofo español, Manuel Jiménez Redondo, que la forma más esclarecedora de entenderlo es dándose cuenta del origen jurídico (sí: jurídico) de la noción de persona de Kant. Al parecer, Kant se inspiró, para construir su noción de persona, en uno de los tipos de “cosas” que figura en la clasificación utilizada en las Instituciones de Gayo del Corpus Iuris Civilis: las cosas que no pueden ser objeto de apropiación porque, por esencia, son cosas de nadie: las cosas sagradas, religiosas o santas, como las murallas y las puertas de la ciudad (que marcan el recinto dentro del cual es posible una vida civilizada). Y así, la idea de que la persona es un fin en sí mismo –que tiene dignidad- significa que no puede pertenecer a nadie; ni siquiera, digamos, a su portador, lo que tampoco tiene nada de extraño, puesto que todos parecemos entender frases en las que se afirma que alguien se trató a sí mismo (no a otro)  de manera indigna. O sea, que la noción kantiana de dignidad (y a mí me parece que ese es –o debiera ser- el sustrato filosófico de la apelación a la dignidad que aparece en los textos constitucionales o en las declaraciones internacionales de derechos humanos) se opone tanto a la noción, digamos, totalitaria (la persona, el ser humano, pertenece a la comunidad, al Estado), como a la religiosa (pertenece a Dios, es una criatura suya) o a la que antes llamaba liberal o neo-liberal (cada uno es dueño de su propia persona y puede hacer de su vida, de su propio cuerpo, lo que se le antoje; con el límite de que eso ha de valer también para todos los otros: debe poderse universalizar). Aunque no sea este el momento de explicarlo, mi formulación del principio de dignidad sería así:  cada individuo tiene el derecho y la obligación de desarrollarse a sí mismo como persona (un desarrollo que admite obviamente una pluralidad de formas, de maneras de vivir; pero de ahí no se sigue que cualquier forma de vida sea aceptable) y, al mismo tiempo, la obligación  en relación con los demás, con cada uno de los individuos humanos, de contribuir a su libre (e igual) desarrollo.

Pues bien, esa noción de dignidad no es coincidente con la de autonomía, si por autonomía se entiende la libertad de que debe gozar cada individuo (con el límite antes señalado) para tomar decisiones sobre su vida y sobre sus bienes; uno podría tomar, digamos, la decisión de vivir una vida indigna. Y menos aún lo es si en ese respeto a las preferencias individuales de cada cual (el correlato del principio de autonomía) incluimos también la de los individuos que no tienen (por las razones que sean) la capacidad de entender y de querer, o que tienen esas capacidades mermadas. Por eso, la afirmación del fiscal de que privar a alguien de la capacidad de obrar (poner un límite a su autonomía así entendida) significa siempre atentar contra su dignidad es equivocada, si bien -¡qué se le va a hacer!- no hay más remedio que reconocer que su interpretación del art. 12 de la Convención  de la ONU cuenta con cierto fundamento. La tendencia a legislar mal (técnicamente mal, pero no sólo) no es algo exclusivo de los parlamentos estatales.

Promover, proteger y asegurar los derechos humanos de las personas con discapacidad es, por supuesto, un objetivo de gran valor;  para lograrlo se necesita, entre otras cosas, innovar el Derecho de manera profunda y acabar con prácticas claramente injustificadas, como  la utilización abusiva de medidas presuntamente protectoras como la incapacitación y la tutela. Pero cuando se lee el texto de  la Convención de Nueva York de diciembre de 2006 o la Observación General sobre el at. 12 de esa Convención del Comité sobre los derechos de las personas con discapacidad (de marzo-abril de 2014), uno tiene la impresión de que el propósito de los redactores de corregir esos abusos y de asegurar los derechos de los discapacitados les ha llevado en algún caso a cierto extravío. Es como si el afán de unos montañeros por alcanzar una cumbre les hubiera convencido de la necesidad de avanzar siempre hacia arriba y en línea recta, sin darse cuenta de que en su trayectoria pueden encontrarse con precipicios que conviene evitar.  Me refiero al principio de autonomía, entendido en el sentido de que deben respetarse siempre, incluso en situaciones de crisis y cualquiera que sea la discapacidad que afecte a una persona, “la autonomía individual y la capacidad de las personas con discapacidad de adoptar decisiones” (Observación general, apartado 16), principio que pretende basarse en la idea de dignidad humana (la expresión “dignidad” aparece numerosas veces en la Convención: Preámbulo, letras a), h), y); art. 1, 3, etcétera) pero que, entendido en sentido literal, carece por completo de justificación; sería más bien un oxímoron, pues lo que vendría a decir es que cierta categoría de personas, al mismo tiempo no tienen y tienen capacidad (son discapaces y capaces). Y lo que se sigue de ahí  (quizás haciendo uso del principio lógico  ex falso quodlibet: de lo falso se sigue cualquier cosa), como hacía nuestro fiscal anónimo, es que instituciones como la incapacitación o la tutela son, por esencia (y no sólo - de nuevo, la importancia del adverbio- cuando se usan en determinadas circunstancias), ilegítimas, contrarias a la dignidad.

Hay, sin duda, circunstancias que explican la comisión de esos excesos. Una podría serlo el no haber tenido suficientemente en cuenta el carácter tan heterogéneo de la categoría “personas con discapacidad” y que incluye tanto las “deficiencias” (es terminología del art. 1) físicas como las de carácter mental, intelectual o sensorial. Por ejemplo, parece que en la redacción de esos documentos han jugado un papel relevante personas con discapacidad física o sensorial que, quizás, no hayan querido “discriminar” a los otros grupos; y parece también claro que la incapacitación o la tutela son medidas que, en efecto, nunca estaría justificado utilizar en relación con algunas subclases de la categoría “discapacitados”. Y otra circunstancia –esta de carácter filosófico- es el llamado “constructivismo social” aplicado al concepto de personas con discapacidad. Se trata, en opinión del mayor filósofo vivo del mundo latino -Mario Bunge-, de una moda intelectual que forma parte del “movimiento que está arrasando las facultades de Humanidades en países industrializados” y que a él le parece una “visión tan falsa como peligrosa”. Aplicada al concepto de enfermedad, lo que vendría a decir es que “las enfermedades son invenciones de la profesión médica” (1); y aplicada a las discapacidades, que éstas contienen siempre un componente social, son  siempre socialmente construidas (de ahí la confusa definición del art. 1, apdo. 2), lo que parece, en efecto, falso y peligroso: la demencia senil (que afecta a muchas de las personas que son incapacitadas jurídicamente) es un trastorno neurocognitivo (de variada etiología) cuya frecuencia aumenta con la edad y que impide a quien lo padece “una participación plena y efectiva en la sociedad, en igualdad de condiciones con las demás [personas]” con completa independencia de la existencia o no de barreras sociales, desmintiendo con ello la definición del art. 1, apdo.2 (2).

Ahora bien, que el exceso se pueda explicar no equivale a suponer que esté también justificado.  Pero de esa importante distinción (entre la explicación y la justificación de una acción) no parecen  haber sido conscientes muchos Estados (o los representantes de los Estados: entre otros, de España) que ratificaron la Convención sin al parecer haber hecho un mínimo análisis crítico de algunos elementos de su contenido (que se centran en el art. 12. -“Igual reconocimiento como persona ante la ley”-). Ni tampoco (o no del todo) muchos profesionales (psiquiatras, juristas, asistentes sociales, etc.) conocedores de la situación de los discapacitados en España que, por un lado, dan a entender que ”decidir por el otro a veces es necesario” (3)  pero que, por otro lado, parecen incapaces de dirigir a la Convención una crítica clara y contundente en aquellos aspectos en los que uno diría (leyendo más bien entre líneas) discrepan radicalmente de ese nuevo modelo. Como puede constatarse una vez más, lo políticamente correcto y el pensamiento crítico no hacen buenas migas.

De todas formas, creo que se puede proponer una solución relativamente simple para el problema  que vengo constatando, a favor de la cual se pueden aducir además argumentos de gran peso. La solución consiste en proponer que los principios que enuncia la Convención (básicamente, el de la igualdad del art. 12, en sus diversas manifestaciones) no se interpreten en un sentido literal, sino como conteniendo una cláusula de “en la mayor medida posible”. Así, por ejemplo, el art. 12, 2. habría que leerlo: “Los Estados Partes reconocen que las personas con discapacidad tienen, en la mayor medida posible, capacidad jurídica en igualdad de condiciones con las demás en todos los aspectos de la vida.” Y así sucesivamente. A favor de esa interpretación (abierta) se me ocurren, al menos, estos tres argumentos. El primero es que esa forma de entender los principios (o un tipo de principio jurídico: las directrices) tiene hoy un respaldo en amplios sectores de la teoría del Derecho; baste con recordar la caracterización que Alexy propone de los principios como mandatos de optimización. El segundo argumento es que una interpretación literal de la Convención (en los extremos, o en el extremo, a los que me estoy refiriendo: negar que pueda haber algún caso de paternalismo –tomar una decisión por otro- justificado) resulta verdaderamente incompatible con cualquier teoría de la justificación de los derechos humanos que pueda considerarse plausible. Y el tercero lo constituye una apelación al precedente. Exactamente, a una sentencia del Tribunal Supremo español de abril de 2009 y de la que fue ponente Encarnación Roca. Tal y como yo veo las cosas, esa sentencia viene a suponer algo así como una restauración del sentido común, del buen sentido común jurídico que la lectura puramente literal de la Convención pondría en riesgo y una confirmación de que lo irrazonable no es –no puede ser- de Derecho. La sentencia muestra que la incapacitación y la tutela (en ciertos casos) no sólo es compatible, sino que es una exigencia de la dignidad humana. Y su mensaje central  puede sintetizarse en esta importante máxima de sabiduría práctica (y jurídica) que, sin más, hago también mía: “Proteger no significa excluir”.

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1) Mario Bunge, ¿Qué es filosofar científicamente?, Universidad Inca Gracilazo de la Vega, Lima, 2009, p.161.

2) Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad, art. 1, apdo. 2: “Las personas con discapacidad incluyen a aquellas que tengan deficiencias físicas, mentales, intelectuales o sensoriales a largo plazo que, al interactuar con diversas barreras, puedan impedir su participación plena y efectiva en la sociedad, en igualdad de condiciones con las demás”.

3) Tomo la expresión de un trabajo de Joan Canimas que forma parte del reciente libro editado por la Fundacion Víctor Grifols i Lucas, La incapacitación, reflexiones sobre la posición de Naciones Unidas, Barcelona, 2016. Otro ejemplo: En su contribución a ese libro, Luis Fernando Barrios se opone a considerar que el internamiento involuntario deba considerarse contrario a la Convención (como, al parecer, había sostenido, en un Informe Provisional de 2008, el Relator Especial de Naciones Unidas sobre la cuestión de la tortura).

lunes, 14 de marzo de 2016

miércoles, 2 de marzo de 2016

martes, 16 de febrero de 2016

lunes, 8 de febrero de 2016

El ideal neoliberal

Publicado en el diario INFORMACIÓN el día 7 de febrero de 2016. Pinchar sobre la imagen para ampliar.


martes, 26 de enero de 2016

lunes, 18 de enero de 2016

La conversación los dejó exhaustos

Publicado en el diario INFORMACIÓN el día 27 de diciembre de 2015. Pinchar la imagen para ampliar.


(Escena de la Inquisición) ¡Debemos conservar el crucifijo en las escuelas!

Publicado en el diario INFORMACIÓN el día 17 de enero de 2016. Pinchar la imagen para ampliar:


("Es lo que les espera a todos los delatores") ASÍ SURGEN LAS NORMAS

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¿Se puede hacer lo mismo con voluntad popular?

Publicado en el diario INFORMACIÓN el día 3 de enero de 2016. Para ampliar pinchar sobre la imagen:


La filosofía del derecho de Javier Muguerza

Incluyo un texto que aparecerá en un próximo número de la revista Isegoría.

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