lunes, 23 de noviembre de 2015

SOBRE LA TRANSICIÓN

Reproduzco el texto de mi intervención en la mesa redonda sobre La transición, ayer y hoy que se celebró en la Universidad Carlos III de Madrid el 20 de noviembre de 2015:


Al parecer, yo estoy aquí, formando parte de esta mesa redonda, como representante de quienes, habiendo vivido aquellos tiempos de la transición, tenemos una opinión positiva de la misma: de lo que solemos llamar así, “transición”, y que no ha sido un fenómeno exclusivamente político, sino también cultural y social; toda una  época histórica, en definitiva, que podríamos centralmente fijar entre la muerte de Franco en 1975 y la victoria del PSOE en las elecciones de 1982, aunque algunos historiadores amplían algo las fechas hacia atrás (1973) y hacia delante (1986).
     No objeto la etiqueta. Creo, en efecto, que la transición fue un acontecimiento  –mejor: un proceso- básicamente positivo. Pero esa actitud mía globalmente favorable tiene que ser matizada en diversos sentidos lo que, en cierto modo, viene a ser una manera de romper con lo que, en otro caso, sería un esquema dicotómico excesivamente simple - a favor o en contra- para un fenómeno tan complejo.
     La primera matización tiene que ver con mis circunstancias personales. Como es obvio, el juicio que nos merece una determinada realidad histórica que hayamos vivido está muy condicionada por el tipo de participación que hayamos tenido en la misma. Y, en ese sentido, yo diría que la mía fue la típica de un espectador comprometido, pero no la de alguien que se moviera, por así decirlo, en el terreno de juego o, al menos, que estuviera muy cerca de los jugadores. De manera que mi posición fue un tanto distinta a la de otros de los miembros de la mesa, como José Ignacio Lacasta o Alfonso Ruiz Miguel. El primero fue un dirigente de un grupo político (el MCE) muy activo durante muchos de esos años aunque, me parece, poco decisivo en cuanto a lo que ocurría en el terreno de juego (y en cuanto al resultado del mismo). Y el segundo, un miembro de un partido político (o, al menos, alguien muy próximo al mismo), el PSOE, que sí fue uno de los grandes protagonistas de ese proceso: Alfonso jugó un papel de cierta importancia como asesor de uno de los ponentes constitucionales, Gregorio Peces-Barba, y creo que algunos de los artículos de la Constitución, o fragmentos de los mismos, salieron de su pluma.
     Mi participación, como digo, no fue de ese tipo. Me abstuve de votar en el referéndum sobre la ley para la reforma política (como probablemente hicimos todos los que aquí estamos). Voté a favor en el referéndum constitucional y también  apoyé al PSOE en las elecciones decisivas de 1982. Y, en el conjunto de los muchos procesos electorales que hubo desde 1977 hasta 1986 (el año de la segunda victoria del PSOE en las elecciones generales), fui más bien un votante de ese partido, del PSOE, y, en alguna ocasión, del PCE.
     Bueno, esa relativa distancia con la política activa explica seguramente que, a pesar de sentirme más próximo al partido socialista que al resto de los partidos de izquierda, ello no me impidiera ser crítico con bastantes de las medidas más importantes que se tomaron en la transición. Como he dicho, voté a favor de la Constitución, pero no porque el texto me pareciera inobjetable, ni mucho menos. Recuerdo haber escrito dos artículos en una revista de entonces, “Argumentos” (que estaba básicamente en la órbita del PCE), uno antes y otro después de la aprobación de la Constitución, en los que criticaba distintos aspectos del título primero: De los derechos y  deberes fundamentales. Me parecía que la declaración de derechos, en su conjunto, debía tomarse con cierto escepticismo por su limitado carácter emancipador (creo recordar que citaba lo de Marx de la Cuestión Judía: que una Declaración de Derechos estaba muy lejos de suponer la “emancipación social”); señalaba también que los derechos sociales habían quedado excesivamente relegados; y, sobre todo, me centraba en el artículo 16 y en la desigualdad de trato que establecía entre los católicos, los religiosos de otros credos y los no creyentes. Recuerdo haber discutido sobre eso con Gregorio Peces-Barba (que, naturalmente, apoyaba el texto), pero no sé muy bien si antes o después de que, como en más de una ocasión le oí decir, perdiera la fe como consecuencia del trato asiduo que entonces tuvo con algunos de los miembros de la jerarquía católica. Escribí también en contra del ingreso de España en la OTAN y voté en el referéndum organizado por el PSOE en ese mismo sentido: en contra. Y, en fin, para poner otro ejemplo de una medida significativa, fui desde el comienzo muy crítico con la LRU del ministro Maravall, del año 1984, y, en general, con toda la política del PSOE en materia educativa: mi actitud pesimista en relación con la universidad española se ha ido incrementando mucho con el tiempo, pero viene de entonces, de cuando todavía era posible concebir esperanzas.
     Quizás, para completar estas matizaciones que tienen que ver con mis circunstancias personales, merezca la pena que añada que, durante los años de la transición, yo viví en cinco ciudades españolas bastante distintas entre sí y fui profesor de seis universidades: Oviedo, Valencia, Autónoma de Madrid, Alcalá de Henares, Palma de Mallorca y Alicante. Y que la muerte de Franco sucedió cuando estaba en Buenos Aires, adónde había ido para completar la documentación de mi tesis de doctorado y, en realidad, incumpliendo una orden de presentarme en el juzgado el día 1 y 15 de cada mes por el proceso que entonces seguía contra mí el Tribunal de Orden Público por un delito de propagandas ilegales: lo que había hecho era  burlarme de las leyes fundamentales franquistas al ponerlas en relación con diversas Declaraciones de Derechos. Me apresuro a decir que se trataba de una transgresión que no habría tenido tampoco muchas consecuencias si Franco no hubiese tenido la ocurrencia de morirse y dar lugar con ello a una amnistía que cerraba mi caso (en el que el abogado defensor, por cierto, era Peces-Barba). Eran entonces, como lo siguen siendo en buena medida ahora, tiempos más bien anómicos, de manera que, por ejemplo, contra mí pesaba la prohibición de entrar en los recintos universitarios, pero eso no me impidió seguir cobrando mi sueldo de profesor ayudante  y recibir incluso una beca, que económicamente no estaba nada mal, para poder viajar a la Argentina y permanecer allí por un tiempo. Pero, en todo caso, me parece que esa movilidad geográfica (y eso sí que es, académicamente hablando, cosa de otros tiempos) explica algo de lo que antes había llamado mi actitud de espectador comprometido, pero nada más. Yo fui un espectador que apoyó siempre, podría decir, al mismo equipo, aunque en estadios distintos y sin mucho entusiasmo. Y me gustaría pensar que ese deambular por diversos estadios (aunque el juego que presenciar variara muy poco de uno a otro) me facilitó también una cierta amplitud de miras sobre lo que estaba ocurriendo.
      La segunda matización se refiere al momento temporal desde el que se efectúa el juicio sobre la transición. O sea, no es lo mismo el juicio ex ante o en el momento en el que se estaban produciendo los acontecimientos, que el juicio ex post. Las opiniones más adversas que hoy suelen oírse sobre la transición suelen hacerlas personas (en ocasiones en nombre de algún partido político) que no vivieron aquella situación y que suelen incurrir en errores de diverso tipo, aunque con ello no pretendo dar a entender, obviamente, que no haya críticas justificadas que hacer. Pero creo que hay cierta tendencia a incurrir en  sesgos que contribuyen a dar una visión bastante deformada de lo que fue la transición.
      Uno de esos sesgos consiste en interpretar la historia para hacer que la misma se ajuste a cierto esquema preconcebido lo que puede llevar, simplemente, a falsear lo ocurrido. Un ejemplo de ello es lo que muchos de los críticos de la transición parecen pensar a propósito de la ley de Amnistía, cuando olvidan que esa fue una de las más tradicionales reivindicaciones de la oposición al franquismo (para más señas, del PCE desde los años 50) y no una ley promovida por los jerifaltes franquistas, a la manera de lo ocurrido en relación con diversas dictaduras latinoamericanas. Personalmente pienso que la Ley de Amnistía española fue una medida adecuada, justificada, y que no significaba para nada el olvido de lo que había ocurrido durante la guerra o en la represión posterior, ni tampoco la denegación de justicia a las víctimas del franquismo o a los familiares de las víctimas. El famoso auto del juez Garzón (por el que no fue condenado) supone, me parece, un buen ejemplo de esa confusión a la que me estoy refiriendo. Para decirlo de manera rápida: la vía de reparación (en la medida en que eso sea posible) tiene que ser (y tendría que haber sido) de carácter administrativo, civil y, si se quiere, moral: tendría que haber consistido en permitir la exhumación de los cadáveres, en reconocer a las víctimas, en otorgar algún tipo de indemnización…pero no en abrir un proceso penal contra personas que se sabía con certeza (en el año 2008) que habían muerto, y un proceso por conductas delictivas (la desaparición de personas) que, según el auto, seguían cometiéndose en ese momento.
     Otro sesgo radica en pensar que mucho de lo que hoy está pasando tiene su causa en decisiones tomadas en una época anterior (en la transición) (“de aquellos polvos estos lodos”, etc.), simplemente porque se cree poder encontrar algún tipo de relación entre unos acontecimientos y otros, pero sin reparar en que esas relaciones son siempre muy problemáticas de establecer. O sea, X, desde cierto punto de vista, puede verse como la causa de Y pero, por ejemplo, no lo sería si, además de X, se hubiese producido también, pongamos por caso, el  acontecimiento Z (y esto último podría a su vez ser el resultado de una acción intencional o no). O, dicho de otra manera, cuando se enjuicia la transición desde nuestros días es fácil incurrir en alguna modalidad de la falacia post hoc ergo propter hoc; por ejemplo, la corrupción sobrevino después de la reorganización política, cultural y social que significó la transición, por lo tanto, la transición (o determinadas medidas tomadas en ese momento histórico) es la causa de la corrupción.
      Y un tercer sesgo se produce al juzgar el pasado de manera abstracta, bien porque se prescinde de datos necesarios para caracterizar adecuadamente la situación, o bien porque no se asume que quienes en aquel momento tomaron determinadas decisiones simplemente no tenían –no podían tener- la información de la que hoy disponemos. Así, se critica muchas veces el que los partidos de izquierdas de entonces (el PSOE y el PCE) no fueran suficientemente radicales y transigieran en relación con cosas con las que no se podía transigir. Se dice, por ejemplo, que apoyaron o contribuyeron a que se aprobase una Constitución en la que el poder de los militares, el poder económico o el poder religioso condicionaron de hecho la voluntad popular, o sea, fijaron ciertos límites –ilegítimos- a lo que sería el terreno de lo democráticamente decidible. Yo creo que efectivamente fue así, que esos límites existieron y que efectivamente suponían coartar de alguna manera la voluntad popular, pero a la hora de enjuiciar esa posición (la aceptación de esos límites) hay que considerar también si entonces era posible resistir a esas presiones (mejor: pensar que se podía resistir a esas presiones) sin poner en grave riesgo la consecución de objetivos de mayor importancia. Es, por supuesto, posible que en más de un caso haya sido así. La Constitución podría haber sido distinta de lo que fue (o es) y no haber contenido extremos que hoy vemos claramente como erróneos o haber incluido elementos cuya ausencia constituyeron también errores evitables. Pero, en general, creo que puede decirse que el texto constitucional (y el conjunto de las medidas tomadas en la transición) fueron, dadas las circunstancias existentes, bastante razonables. Lo fue por cierto, en mi opinión, la aceptación de la monarquía como forma de Estado y por más que yo piense (supongo que todo el mundo lo piensa) que, considerada en abstracto, la monarquía es una institución irracional. Pero dada la situación que entonces se vivía en España (que incluía la existencia de una población que mayoritariamente, cabría decir, adoptaba posturas políticas de “centro” y con gran aversión al riesgo: al riesgo de un cambio político violento) la temprana postura de Santiago Carrillo, al sentar que la opción importante no se planteaba entre  república y  monarquía, sino entre democracia y  dictadura, me parece que fue un ejemplo de sensatez y de inteligencia políticas. Recuerdo ahora (ya que estamos en la Universidad Carlos III, se me permitirá que haga tantas referencias a él) que Gregorio Peces-Barba llamaba a veces, haciendo gala de un buen sentido del humor, al partido comunista de entonces, el “Real Partido Comunista de España”.
    Y la tercera y última matización, con la que terminaré mi exposición, consiste en aclarar que, aunque mi juicio sobre la transición sea básicamente positivo, yo no soy nada optimista sobre la situación actual en nuestro país o sobre el futuro más o menos inmediato, ni tengo  tampoco un juicio positivo sobre nuestro pasado reciente. Y lo que quiero decir con ello, para recurrir a la manida expresión de Vargas Llosa, es que el país, España, se jodió más bien en algún momento posterior a la transición. Pero esto tengo todavía que explicarlo.
    Si mi juicio sobre la transición, como he dicho ya varias veces, es básicamente positivo, eso se debe a que, en mi opinión, en ese momento, tras esos años, se logró el objetivo básico de quienes fueron protagonistas de la transición y que era además un objetivo valioso: homologarnos con los países europeos. Y yo creo que ese es un hecho que nadie puede seriamente discutir. La primera vez que yo salí al extranjero, a Francia, fue en el año 1965, cuando tenía 14 años; y las diferencias entre España y Francia entonces eran sencillamente abismales. Hoy, más o menos desde los años 80, es obvio que ya no es así, y que no hay mayores diferencias (en cuanto a su formación, forma de vida, acceso a los bienes materiales y culturales, etc.) entre un estudiante universitario, un profesor, un empresario, incluso un trabajador español  y el correspondiente francés, alemán, inglés, italiano…Mejor dicho: sigue habiendo algunas diferencias, pues ellos, en general, son algo más ricos y hay también algunas peculiaridades culturales que pueden resultarnos más o menos llamativas. Pero nada de eso es realmente muy importante, en el sentido de que sus vidas son bastante parecidas a las nuestras: sinceramente, yo no me cambiaría por un profesor universitario francés, inglés, etc., y tampoco, claro, se me ocurre pensar que ellos  prefirieran estar (o haber estado durante los últimos años) en mi lugar.
     Pero hay, sin embargo, dos rasgos que afectan a la cultura y a la política españolas que, en mi opinión, nos sitúan por detrás de los otros países europeos, o de los que uno veía –veía en la transición- como modelos a alcanzar. Uno es el del nacionalismo, los nacionalismos periféricos, que producen una terrible distorsión en la vida política, sobre todo debido a la deriva nacionalista sufrida por los partidos de izquierda, y por tantísimos intelectuales de izquierda, y que en todos estos años no ha hecho más que agravarse. No entro, por supuesto, en detalles, pero creo que ese fenómeno supone una terrible pérdida de energías, un desplazamiento de los problemas de la agenda política, de tal manera que en lugar de preocuparnos por, y ocuparnos de, los temas verdaderamente importantes, el nacionalismo nos lleva a consumir una enorme cantidad de recursos que en otros países europeos pueden simplemente ahorrarse y destinar a cosas más productivas. Tengo que aclarar, sin embargo, que mi crítica al nacionalismo no va unida a la defensa de un Estado unitario para España. Me parece obvio que la mejor alternativa de organización política del Estado que tenemos es el Estado federal. Pero, al mismo tiempo, me temo que alcanzar ese objetivo va a ser entre muy difícil e imposible, y que los nacionalismos periféricos no van a contribuir tampoco a facilitar las cosas.
      Y la segunda de nuestras lacras es lo que yo llamaría la cultura de la falta de objetividad que uno puede encontrar en todas nuestras instituciones y que, por cierto, las debilita extraordinariamente. Pongo algunos ejemplos. Es falta de objetividad lo que uno puede ver en el funcionamiento interno de los partidos políticos, en el clientelismo…y sin duda la falta de objetividad ha sido una de las causas de la corrupción política y no política (porque no sólo afecta a los políticos). Pero tampoco hay objetividad en los periódicos y en los medios de comunicación; todos sabemos que si, por ejemplo, queremos que en un periódico se publique una reseña sobre alguno de nuestros libros, lo que hay que hacer es recurrir a un amigo que conozca a alguien de los de dentro. (Recuerdo la impresión de asombro que me causó  enterarme del procedimiento –verdaderamente objetivo- que se seguía en el New York Review of Books para seleccionar y comentar los libros.)Y hay –es inevitable decirlo- una escandalosa falta de objetividad en el funcionamiento de nuestras universidades. Hasta tal punto es así que, como todos sabemos, comportarse de manera simplemente decente en la universidad española significa muchas veces ser considerado como un extravagante, cuando no como una persona anómica. A ese sectarismo académico, y siento tener que decirlo pero creo que debo hacerlo para no incurrir en contradicción performativa, no fue tampoco ajeno el primer rector de esta universidad.
    Ahora bien, la transición no consiguió ciertamente resolver ninguno de esos dos problemas ni tampoco ponerles mucho freno, pero es verdad que no los había creado. Venían de lejos y me temo que tardarán, ambos, mucho tiempo en abandonarnos.