lunes, 27 de julio de 2015

CLAUSURA DEL MÁSTER DE ARGUMENTACIÓN JURÍDICA (JUNIO 2015)

      Han transcurrido seis semanas de trabajo intenso y en las que han tenido oportunidad de asistir a muchas clases en las que se han ido desplegando los módulos del curso así como de escuchar a muchos conferenciantes de muy variadas orientaciones, de manera que, me parece, al final pueden llevarse una idea bastante amplia del panorama contemporáneo de la filosofía del Derecho desde la perspectiva argumentativa. Ha habido también ocasión para discutir, para argumentar, en contextos variados y para comprobar que, como decían los clásicos de la retórica (recuerden a Quintiliano), a argumentar se aprende mediante el estudio (de la teoría y de las técnicas argumentativas), mediante el ejercicio frecuente –mediante la práctica- y escuchando también a los buenos (y a los malos) oradores que nos ofrecen modelos de cómo se debe argumentar (y de cómo no se debe) Pero este curso de argumentación, este máster, no tiene sólo el propósito de aprender teoría de la argumentación y aprender a argumentar; tiene también, fundamentalmente, un propósito político o ético-político: contribuir a mejorar nuestras prácticas jurídicas y, por este medio, también a mejorar nuestras sociedades, a procurar que se aproximen a lo que podríamos llamar “sociedades decentes” y que hoy están lejos de serlo, si bien, como es lógico, la distancia no es tampoco la misma en todos los casos.
      A mí no me cabe duda de que quien haya asimilado lo enseñado en el curso (o una parte significativa de ello) está en mejores condiciones que la mayoría de los profesionales que operan en el contexto de las prácticas jurídicas. O sea, aumentar las capacidades argumentativas de un jurista significa también colocarle en una situación ventajosa para lograr éxito profesional. Pero yo quiero ahora subrayar el otro objetivo del curso, cuya consecución me parece más problemática.
     Reflexionando sobre esto en los días pasados, cuando buscaba qué decir en esta ocasión, se me ocurrió acudir a un libro que me gusta releer de cuando en cuando, escrito por un helenista español muy prestigioso, Carlos García Gual, y que se titula Los siete sabios (y tres más).  En lo que puede considerarse como las raíces de nuestras tradiciones racionalistas, la razón es, fundamentalmente, razón práctica. Las máximas de los sabios de Grecia se refieren a cómo vivir la vida, cómo organizar la convivencia, etc. A dos de esos sabios podríamos además considerarlos, con algún anacronismo, como juristas: Solón, el gran legislador que contribuyó decisivamente a convertir a Atenas en una democracia; y Bías de Priene, el juez austero. He seleccionado tres máximas de este último que, me parece, pueden ayudar a clarificar el mensaje que yo querría transmitirles hoy, en el momento final de este curso.
    La primera, que puede parecerles extraña, dice así: “los más son malos”. Quizás lo consideren un mensaje demasiado pesimista cuando lo que pretendo es convencerles de que se puede (se debe) cambiar el mundo para mejor. Pero yo creo que es una pertinente llamada al realismo: no es fácil cambiar las cosas, y quien pretenda hacerlo debe saber que ha de estar dispuesto a afrontar situaciones difíciles y que en no pocas ocasiones es posible que pueda tener en contra a los más. De Bías  dice Diodoro que:
   “fue habilísimo y era el primero por su palabra (logos) entre los de su tiempo. Pero utilizaba la potencia de sus discursos en sentido contrario a la mayoría. No para lograr una buena paga ni por las ganancias del caso, sino que actuaba para socorrer a los que padecían injusticia. Lo que ciertamente uno puede encontrar rarísimo" (p. 91-2).
       La segunda se la ofrezco al profesor Josep Aguiló, al que quizás le guste usarla en su módulo de negociación y mediación. Es una muestra apabullante de sagacidad: 
      “Dijo (Bías) que era más difícil mediar en las disputas de amigos que en las de enemigos. Pues de los amigos el que queda vencido se hace enemigo, y de los enemigos, el vencedor, amigo”. (p.91).
       Y, en fin, la tercera es una conmovedora manifestación de la sobriedad del sabio (nada que ver con la austeridad que, en el régimen neoliberal, los opulentos imponen a los más desfavorecidos), sobriedad que tendría que ser una cualidad que deberíamos cultivar para sacudirnos la ominosa dictadura de la sociedad de consumo: “llevo conmigo todos mis bienes” parece que dijo Bías cuando, huyendo del enemigo que había tomado su patria, le preguntaron que por qué no había tratado de llevar consigo sus pertenencias.
       Pero la última de las citas que voy a hacerles es de otro de los sabios de Grecia, aunque él no era griego, sino escita. Su autor es Anacarsis, un personaje extraordinario, que viajó a Atenas en la época de Solón (de quien fue discípulo y amigo) con un propósito quizás semejante al de alguno de ustedes al venir aquí para pasar estas últimas seis semanas. En una carta a Creso, el fabulosamente rico rey de Lidia, escribe:
     “Yo, oh rey de los lidios, he venido a la tierra de los griegos para aprender sus costumbres y usos. No pretendo conseguir oro; me basta con volver a Escitia como un hombre mejor” (p.233).
     Bueno, cuando Anacarsis volvió a Escitia y trató allí de vivir como un griego, lo que ocurrió fue que lo mataron. Pero eso quizás no sea tampoco tan importante.