lunes, 19 de enero de 2015

Comentario al nuevo libro de Ramón Ortega, El modelo constitucional de derechos humanos. Estudios sobre constitucionalización del Derecho.

1.
Conozco a Ramón Ortega desde hace ya algunos años y, por ello, he podido asistir a la evolución de su pensamiento iusfilosófico, desde un positivismo flexible (en su tesis de doctorado, de 2008, publicada  luego como libro con el título de  Compromiso mutuo y Derecho: Un enfoque convencionalista) al constitucionalismo de tipo postpositivista (próximo al de autores como Zagrebelsky, Alexy, Dworkin o Nino) que defiende ahora en su nuevo y sugerente libro: El modelo constitucional de derechos humanos. Estudios sobre constitucionalización del Derecho. 
     En realidad, y para ser más exacto, esta visión del constitucionalismo jurídico (como teoría) parece ser más bien el punto de llegada que el de partida de su obra; pues mientras que en el primer capítulo Ortega se limita a identificar diversas posturas “de constitucionalismo o neoconstitucionalismo” (el postpositivista, el garantista o iuspositivista, el iusnaturalista y un cuarto al que denomina “neoconstitucionalismo puro”), es sólo al final del libro (en su último capítulo) cuando afirma, con mucha cautela, que la teoría o filosofía del Derecho que, en su opinión, “debería prevalecer” para dar cuenta del “constitucionalismo mexicano emergente” está “más próxima” a esa forma de constitucionalismo (el postpositivismo) que a cualquiera de las otras tres. Una evolución, por lo demás, que es posible advertir también en algunos otros aspectos de cierta importancia: la concepción de la interpretación manifiestamente influida por la escuela genovesa ( sobre todo, por Guastini)  que Ortega defiende en las primeras páginas del libro o, poco después, su rechazo a las llamadas “sentencias manipulativas”,  son tesis que podrían plantear algún problema de armonización con las conclusiones a las que llega en las últimas páginas de la obra, y a las que en seguida me referiré.
       Pues bien, esta impresión de encontrarse con un autor, por así decirlo,  en transición, encaja a la perfección con el tema que aquí aborda: la transformación del Derecho mexicano y de la cultura jurídica de ese país en los últimos tiempos en una dirección, por cierto, muy parecida a la que han seguido (o están siguiendo) otros ordenamientos jurídicos y otras culturas de la región latinoamericana. La tesis central de Ortega es que el Derecho mexicano ha ido evolucionando en los últimos años hacia un modelo de constitucionalismo caracterizado esencialmente por el papel central que ahora juegan los derechos humanos, entendiendo por tales no sólo los reconocidos en la Constitución mexicana, sino también los contenidos en los tratados internacionales ratificados por México. Ese “bloque normativo”, integrado, pues, por normas constitucionales (internas) y convencionales (internacionales) constituye la “ley suprema”, el criterio último de legitimación de las normas del ordenamiento jurídico mexicano, en particular desde la reforma de junio de 2011, y supone un cambio cualitativo de gran trascendencia que, en el último capítulo, Ortega cifra, entre otras cosas, en el reconocimiento de la obligatoriedad de los derechos humanos, en la instauración del principio “pro persona” en la interpretación de los derechos humanos, en la ampliación y refuerzo de los controles de constitucionalidad -incluido el control difuso reconocido ahora a todos los jueces del país-, o en la apertura a nuevas fuentes jurídicas (de carácter obligatorio), como la jurisprudencia de la corte interamericana. Pero, además, a esa tesis relativa al cambio sobrevenido en el Derecho, Ortega añade otra, en el nivel de la teoría: para dar cuenta de esa nueva realidad se necesita una concepción del Derecho que no puede ser ya la del legalismo formalista tradicional sino, precisamente, ese constitucionalismo postpositivista  al que antes me refería y que, en opinión de Ortega, se caracteriza por asumir un concepto axiológico (no meramente descriptivo) de la Constitución, por subrayar el papel de los principios o de la ponderación  (como procedimiento argumentativo característico cuando se maneja ese tipo de normas), por reconocer el pluralismo jurídico (no todo el Derecho emana del Estado), por negar que el Derecho sea sólo producto de actos de la autoridad (los derechos humanos son “reconocidos”, no “otorgados”), por adoptar un criterio amplio de validez con la incorporación de la noción de legitimidad o validez material de las normas, por subrayar el carácter indeterminado del Derecho, la centralidad de los casos difíciles, la apertura del razonamiento jurídico hacia la moral o, en fin, por destacar –y justificar- el protagonismo creciente de los jueces en la vida de nuestros Derechos.
     Sin embargo, ese doble proceso (en el plano de la teoría y en el de la práctica) se ve, según Ortega, obstaculizado, por un lado, por la permanencia en la cultura jurídica mexicana de “una teoría estatalista y legalista del derecho” , un hecho que está ligado a que los jueces “no están acostumbrados a razonar y argumentar acerca de valores, principios y derechos” y “se consideran a sí mismos aplicadores pasivos de la ley”; y, por otro lado, por actuaciones judiciales que suponen todo un “retroceso”  en esa dinámica como, en su opinión, ocurrió con la  Contradicción de Tesis 293/2011 de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en su sentencia de 3 de septiembre de 2013.  Dado que esta última decisión constituye una especie de hilo conductor de toda la obra, un objeto de estudio ejemplar, merece la pena detenerse un momento a comentarla: tanto la decisión como la interpretación que Ortega hace de ella.

2.
      El origen es la mencionada reforma de junio de 2011 del art. 1 de la Constitución mexicana que ahora está redactado así (en sus dos primeros apartados):
       “En los Estados Unidos Mexicanos todas las personas gozarán de los derechos humanos reconocidos en esta Constitución y en los tratados internacionales de los que el Estado mexicano sea parte, así como de las garantías para su protección, cuyo ejercicio no podrá restringirse ni suspenderse, salvo en los casos y bajo las condiciones que esta Constitución establece.
      Las normas relativas a los derechos humanos se interpretarán de conformidad con esta Constitución y con los tratados internacionales de la materia favoreciendo en todo tiempo a las personas la protección más amplia.”
    
     Pues bien, esa redacción un tanto imprecisa dio lugar a que surgieran dos interpretaciones doctrinales asumidas también en vía jurisdiccional, lo que provocó la contradicción de tesis (de tesis jurisprudenciales: entre dos tribunales federales) que la SCJN hubo de resolver. Según una de esas interpretaciones, los tratados internacionales gozarían de la misma jerarquía que la Constitución, mientras que la otra mantenía la doctrina anterior –anterior a la reforma-, de acuerdo con la cual la única norma suprema sería la Constitución, de manera que los tratados se encontraban por debajo de ella. Y lo que hizo la SCJN en su decisión de septiembre de 2013 fue dictar una “jurisprudencia obligatoria” que esencialmente establece que los derechos humanos contenidos en la Constitución y en los tratados internacionales “constituyen el parámetro de control de regularidad constitucional, pero cuando en la Constitución haya una restricción expresa al ejercicio de aquéllos, se debe estar a lo que establece el texto constitucional”. 
     La sentencia, con la doctrina señalada, fue aprobada, después de diversas vicisitudes, por 10 de los 11 ministros de la Corte y constituye, como decía, el centro principal de la crítica de Ortega. Y aunque esa crítica aparece en diversos momentos del libro y quizás con algunas diferencias de acento, yo creo que los argumentos principales, en sintonía –por cierto- con las razones aducidas por el ministro disidente, Cossío Díaz, vienen a ser estos tres: 1) la decisión es auto-contradictoria; 2) viola la propia Constitución; y 3)  establece un sistema restrictivo “que obliga al juez a volver al legalismo más puro y duro y lo fuerza a aplicar deductivamente la norma constitucional que prevé la restricción” (p. 111). La contradicción la ve Ortega en que la sentencia en cuestión “sostiene, primero, que la Constitución y las normas de derechos humanos contenidas en los tratados internacionales de los que México es parte tienen el mismo valor normativo, señalando incluso que entre los derechos humanos de fuente constitucional y los de fuente internacional no existen relaciones jerárquicas, lo cual significa que se encuentran en un plano de igualdad. Pero agrega, después, que las normas constitucionales deben prevalecer en caso de conflicto, lo que implica que dicha igualdad es meramente inexistente” (p. 86). En cuanto a la violación de la propia Constitución, Ortega considera que esto es así por cuanto la decisión “atenta contra el mandato contenido en el artículo primero que dice que las normas sobre derechos humanos se interpretarán favoreciendo en todo tiempo a la persona la protección más amplia” (p. 87). Y el sistema restrictivo sería consecuencia de que la Corte se habría decantado por “un modelo deductivo o subsuntivo, y no ponderativo” (p. 111), que es lo que Ortega quiere defender en su libro. Según él, los posibles conflictos que pudieran surgir entre una norma constitucional y una internacional en materia de derechos humanos tendría que solucionarlos el juez mediante un ejercicio de ponderación, pues esa sería la única manera de hacer valer la tesis que podríamos llamar de la “armonización” o del “bloque normativo”: el juez debería “ponderar las razones subyacentes [a cada una de las normas en conflicto] a la luz del principio pro persona” (p. 111), y, como resultado de ello, “es posible que la Constitución tenga que ceder ante un tratado internacional si éste otorga mayor protección a los derechos humanos de la persona” (p. 70).
      Pero además, a esos tres argumentos principales se suman otros dos que, en realidad, vienen a ser contraargumentos frente a posibles objeciones a la tesis que Ortega defiende. Así, este último sostiene, 4) que su interpretación no se opone en realidad a seguir considerando que la Constitución mexicana es suprema: seguiría siéndolo (suprema) en “un sentido estrictamente formal”; y 5)  que no cabe tampoco, para  justificar la preferencia otorgada al texto constitucional, apelar al argumento de la “deferencia al constituyente”, pues esa preferencia “debería no ser absoluta so pena de anular o debilitar el papel del tribunal constitucional como guardián de los derechos humanos contenidos en la Constitución” (p. 91). Lo que Ortega entiende por supremacía o jerarquía formal o estructural es aquella “que se presenta cuando una norma regula la producción de otra, estableciendo quién o quiénes son competentes para ello. La primera [la jerárquicamente superior] es una norma de competencia y se dice que ella es jerárquicamente superior a la que se dicta en ejercicio de esa competencia” (p. 44). Y el argumento de la deferencia al constituyente aparece en su libro a propósito de un voto concurrente, el del ministro Gutiérrez Ortiz Mena, en el que este último  sostenía que las normas de la Constitución que establecen restricciones deben ser consideradas como principios susceptibles de ponderación y no como reglas que haya que aplicar mecánicamente. O sea, las restricciones constitucionales deberían someterse a un balance en el que se considerase los distintos bienes constitucionales, pero la deferencia al constituyente haría que las normas constitucionales que restringen un  derecho deberían prevalecer “a menos que ésta [la restricción del derecho] sea abiertamente incompatible, bajo cualquier luz, con el sistema general de derechos humanos” (p. 91). Pero eso le parece a Ortega “un argumento retórico y artificioso” puesto que sólo prevalecería  (la norma de derechos humanos más favorable a la persona) en caso de “extrema injusticia” (p. 91).
     Bueno, los argumentos son claros y el propósito de Ortega es sin duda encomiable: la defensa de un nuevo paradigma para el Derecho mexicano basado en una concepción exigente de los derechos humanos. Pero esos argumentos no son tampoco indiscutibles. Si uno tratara de encontrarles “la vuelta” en una especie de ejercicio de dialéctica jurídica, creo que podría decir algo parecido a lo siguiente.
     Ad 1) Lo que establece la sentencia de la SCJN no es para nada contradictorio, sino una manera  razonable de interpretar un texto que, efectivamente, es impreciso. Y la forma de resolver esa imprecisión (de evitar la “apariencia de contradicción” que contiene) consiste en fijar que las normas de la Constitución y las de los tratados internacionales suscritos por México tienen el mismo valor normativo, salvo en los supuestos en los que la Constitución haya establecido una “restricción expresa” al ejercicio de uno de ellos. O sea, lo que se establece, en uno y otro caso, tiene ámbitos de aplicación distintos y, por eso, no cabe hablar de contradicción lógica. De manera semejante, si una norma dijera que los automóviles no pueden circular por las autopistas a más de 120 kilómetros por hora, pero que esa velocidad se reduce hasta 80 kilómetros por hora cuando se trata de vehículos de gran tonelaje, nadie pensaría que se está incurriendo en una contradicción. Por lo demás, a favor de la interpretación de la Corte puede aducirse también que ese (el significado que ella fija) es el más acorde con el texto (y aquí cabría recordar que el propio Ortega escribe en su obra –p. 38- que el intérprete no “está autorizado a transgredir las convenciones establecidas del lenguaje”); y que la reforma de 2011 no modificó (cuando –obviamente- podría haberlo hecho) el art. 133 que sigue estableciendo que  la Constitución, las leyes y “todos los Tratados que estén de acuerdo con la misma” constituyen “la Ley Suprema de toda la Unión”.
     Ad 2) La decisión no viola la Constitución si el art. 1 se interpreta de la manera que la sentencia de la Corte ha fijado. O sea, las normas sobre derechos humanos deberán interpretarse “favoreciendo en todo tiempo a la persona la protección más amplia”, pero entendiendo que si se produce el tipo de conflicto previsto en el primer párrafo, la norma que habrá que interpretar así será la aplicable al caso, o sea, la de la Constitución mexicana que establece la “restricción expresa” al ejercicio de un derecho. Si se quiere decirlo de otra manera: el argumento de Ortega incurriría aquí en una petición de principio, en cuanto está dando por sentado (pero eso es lo que se trata de probar) que la manera adecuada de interpretar el art. 1 no es la establecida por la Corte.
     Ad 3) No hay por qué pensar que la decisión de la Corte supone una vuelta “al legalismo más puro y duro” y una opción por la deducción en lugar de por la ponderación como método argumentativo.  O, mejor dicho, la contraposición entre legalismo y principialismo o entre subsunción (deducción) y ponderación podría considerarse como un ejemplo de la falacia (el paralogismo) de la falsa oposición. El Derecho (y, en particular, el Derecho del Estado constitucional) necesita combinar ambas cosas. Consiste tanto en leyes (en reglas) que suministran esencialmente razones de tipo autoritativo, formales, como en principios a los que subyacen (también en lo esencial) razones sustantivas. Sin que pueda decirse que las razones sustantivas derrotan siempre a las de carácter autoritativo (o institucional: estas últimas tienen también un fuerte carácter formal), simplemente porque, si fuera así, el Derecho dejaría de ser una práctica autoritativa, lo que es otra manera de decir que perdería sus señas de identidad. Y, por la misma razón, no puede decirse tampoco que la argumentación jurídica (ni siquiera la de carácter constitucional: la que lleva a cabo un tribunal constitucional) sea exclusivamente –o preponderantemente- de carácter ponderativo, y menos aun pensar que la argumentación –la justificación- que efectúan los tribunales es tanto mejor cuanto más uso  hagan de la ponderación. O sea, una cosa es defender que en la argumentación jurídica –judicial- es inevitable el recurso a la ponderación y que ésta no supone –o no tiene por qué suponer- un procedimiento irracional, y otra alentar el ejercicio de la ponderación más allá de cuando está justificado recurrir a ella. La decisión de la SCJN señala un límite para la ponderación, pero ello no supone proscribirla en todos los casos (en todos los casos atinentes a los derechos humanos). No hay por qué ver en la sentencia, en definitiva, una vuelta al legalismo, sino más bien un recordatorio (lo que podría venirle bien al jurista “neoconstitucionalista” que tiende a reducir el ordenamiento jurídico a principios) de que el Derecho es una práctica autoritativa. Y, precisamente, la propia Corte, al hacer la interpretación que hizo del art. 1, estaría también reconociendo ese carácter autoritativo y asumiendo las razones de la autoridad (del constituyente) aunque eventualmente los ministros de la Corte (o algunos de ellos) pudieran discrepar de las mismas.
     Ad 4) El modelo constitucional de derechos humanos defendido por Ortega no es realmente compatible con seguir reconociendo a la Constitución el carácter de supremacía jerárquica. O si se quiere, se trataría de un reconocimiento vacío de significado, por no decir que engañoso. Es como si se le dijera a determinado general de un ejército, A, que él es el jefe supremo porque  es el que puede designar a los miembros del ejército que también pueden dictar órdenes, pero con la curiosa salvedad de que las dictadas por otro general, B, aun cuando se opusieran a las suyas, podrían prevalecer. ¿Cuál de los dos generales ostentaría la jefatura del ejército: A ó B? ¿O quizás habría que decir que ninguno de los dos, sino algún otro general o cuerpo del ejército, C, que tuviera la capacidad de determinar cuándo las órdenes dictadas por B prevalecen sobre las de A, o viceversa? Por lo demás, en este punto Ortega parece haber oscilado un tanto. En el primer capítulo (p. 47) afirma que “la Constitución ha sido y sigue siendo la norma jerárquicamente suprema del ordenamiento jurídico mexicano, si bien en un sentido estrictamente formal y lógico, así como en un sentido material invariablemente”. Para luego, como se ha visto, precisar que la jerarquía sería únicamente en sentido formal y lógico pero no en sentido material. Y, en fin, su argumento de que el recurso a la ponderación (que tendrían que llevar a cabo los jueces: el equivalente al comando del ejército que acabo de denominar C) no va contra la supremacía de la Constitución (de A) “pues en realidad es la propia Constitución la que ordena interpretar las normas del modo más favorable posible en cada caso concreto” (p. 111) sería también pasible de ser considerado como una petición de principio: presupone una interpretación de la Constitución que no es la establecida por la SCJN (por C). O sea, el argumento de Ortega sólo valdría si no fueran aceptables las razones indicadas en ad 1).
     Ad 5) La equiparación entre la “deferencia al legislador” y la “deferencia al constituyente” que efectúa Ortega para, por analogía, trasladar los criterios que podrían estar justificados en relación con la interpretación de las leyes al caso de la interpretación de la Constitución parece cuestionable. Simplemente porque en un caso la Constitución es el parámetro que el juez tiene que manejar para enjuiciar la adecuación o no al mismo de las leyes; mientras que en el otro caso se trataría ya de enjuiciar el propio parámetro. O sea, si el juez constitucional puede  no ser deferente en algún caso con el constituyente, ¿qué quedaría entonces del principio democrático? Si, como en el caso de que aquí se trata, los miembros de la Corte Suprema pudiesen poner su modelo constitucional de los derechos humanos por encima del querido (dos años antes) por el llamado “Poder Constituyente Permanente” integrado por dos terceras partes de los miembros presentes del Congreso con la aprobación de la mayoría de los Estados, ¿en dónde residiría entonces la soberanía mexicana?
   
 3. 
Quisiera, para terminar este comentario sobre un libro sin duda valioso y que bien merece ser discutido, mostrar mi discrepancia con Ortega en un  punto que quizás no refleje una verdadera diferencia en cuanto al fondo del asunto. Me refiero a lo siguiente. En varios momentos de su libro, me ha parecido detectar en su autor una actitud que, en mi opinión, es excesivamente pesimista sobre la evolución de la cultura jurídica en México y demasiado crítica en relación con la sentencia de la SCJN a la que me he referido repetidamente. En realidad, los problemas que están en la base de toda esta discusión son ciertas “singularidades” de la Constitución mexicana como el llamado “arraigo” (la detención preventiva) del art. 16 que plantea límites a la libertad personal que, efectivamente, parecen contradecir nociones básicas de los derechos humanos, o la regulación de la libertad religiosa que, por ejemplo, hace imposible (sería inconstitucional) que en México pudieran existir partidos políticos del tipo de las democracias cristianas que han gobernado (gobiernan) en diversos países europeos. Pero esas singularidades (incompatibles con los valores del constitucionalismo), por un lado, no son privativas del Derecho mexicano; podríamos decir que casi cada Constitución tiene las suyas: pensemos en la pena de muerte en relación con los Estados Unidos, en los privilegios de la Iglesia católica en el caso de España, etc. Y, por otro lado, existen diversos instrumentos jurídicos y/o políticos para luchar contra esos obstáculos para el logro de un modelo constitucional de derechos humanos plenamente efectivo, que conviene tener muy en cuenta. Uno de esos instrumentos es el cambio del texto constitucional por parte del constituyente; lo cual, en relación con México, se traduciría  en propugnar una reforma (por parte del poder político, no de los jueces) de la Constitución que acabe con las instituciones del Derecho interno que no tienen un parangón en el Derecho internacional de los derechos humanos. Y otro podría consistir en interpretar la propia Constitución en un sentido progresivo, pero que no ponga en cuestión la dimensión autoritativa del Derecho. Me parece que a algo así es a lo que apunta el voto disidente de la sentencia que Ortega descalifica quizás con cierta precipitación pues, en realidad, él mismo podría estar defendiendo una tesis parecida cuando, en el epílogo de su obra, advierte sobre los peligros del “activismo desbocado de los jueces”, aboga por fortalecer el papel de la jurisprudencia de la SCJN y, en definitiva, viene a reconocer que el principio “pro persona” sigue vigente en el Derecho mexicano (después de la sentencia de 2013) y debería jugar un papel relevante en la interpretación  de esas singularidades constitucionales.
         He empezado este comentario haciendo referencia al carácter de pensamiento en transición que me ha parecido percibir en el autor de este libro y que, creo, puede ser una de las claves para entender bien una obra escrita con claridad y con pasión sobre un tema que plantea cuestiones de gran calado tanto desde el punto de vista práctico como desde el teórico. Por lo que yo le conozco, Ramón Ortega no es sólo un joven investigador con una gran capacidad intelectual y una notable formación teórica, sino también alguien que sabe combinar la prudencia con el compromiso intelectual y,  por ello, dispuesto a transitar hacia posiciones nuevas y tentativas, si encuentra buenos argumentos para ello. Los que acabo de presentar en lo que he llamado un ejercicio de dialéctica jurídica no tienen otra pretensión que plantear dudas, ofrecer un material para la reflexión y la discusión. Al fin y al cabo, no es cosa fácil (por más que se trate de una tarea ineludible) construir un modelo constitucional de los derechos humanos que permita dar solución a los desafíos que plantea al jurista de todo tipo el fenómeno de la constitucionalización de nuestros Derechos. 
       

martes, 6 de enero de 2015

Para qué la filosofía del Derecho

Lon Fuller, un jurista y filósofo del Derecho estadounidense muy influyente en las décadas centrales del siglo XX, escribió en uno de sus libros que la definición de abogado que más le gustaba era la que había oído en una ocasión a la niña de un amigo: “una persona que  ayuda a la gente”. Y una de las que a mí más me gustan de lo que es un filósofo la leí hace poco en un correo electrónico que recibí de un amigo notario: “lo que caracteriza al filósofo es que, cuando le preguntas, te sorprende siempre, precisamente, por no darte la respuesta esperada”. ¿Podríamos hacer una especie de síntesis de ambas y ver en el filósofo del Derecho a alguien capaz de ayudar a otra gente (juristas o no) porque les sorprende, en el sentido de que les abre perspectivas que permiten entender y tratar mejor algún aspecto del mundo jurídico?
     Yo diría que sí, que esa imagen compuesta a partir de juicios externos a la profesión y sin ninguna pretensión teórica puede ofrecernos una manera adecuada de aproximarnos a lo que es la filosofía del Derecho y a la función que ese tipo de estudios puede cumplir, por ejemplo, en el contexto de una Facultad de Derecho.
     Empecemos por el segundo rasgo: la apertura de perspectivas. Al menos en los países del mundo latino –de Europa y de América- el estudio del Derecho se circunscribe, en muy amplia medida, al de la dogmática jurídica y ello ha contribuido, sin duda, a generar una cultura muy formalista, en el sentido de que tiende a aislar el Derecho del resto de los fenómenos y de los saberes sociales. A veces se piensa que eso es una consecuencia de la tecnificación y complejidad de nuestros sistemas jurídicos, y una necesidad si lo que se quiere es formar a profesionales que puedan llegar a ser juristas competentes. Pero esa podría muy bien ser una estrategia equivocada, incluso por razones puramente pragmáticas, utilitaristas. La habitual estrechez de miras que exhiben los juristas profesionales tiene que ver con la sorpresa (en un sentido positivo de la expresión) que le produjo al notario al que antes me refería el darse cuenta de que había otra forma, en la que él no había reparado, de encarar un determinado problema jurídico. ¿Y no parece razonable pensar que el desarrollo de lo que puede llamarse “imaginación jurídica” (un ingrediente esencial para poder resolver problemas complejos) resulta por lo menos fomentado si se tiene una visión suficientemente amplia del Derecho? En este sentido, no puede dejar de reconocerse que han sido precisamente los filósofos del Derecho quienes más han contribuido (al menos en nuestro marco cultural) a introducir nuevos enfoques  que surgen de la apertura del Derecho hacia las ciencias sociales y las humanidades: el análisis del lenguaje, la sociología, el análisis económico, la filosofía moral y política, la lógica y la argumentación, la literatura…Los trabajos que se publican en este número de la revista son, me parece, una prueba fehaciente de esa variedad de perspectivas que contribuye a abrir las mentes y a fomentar la imaginación jurídica, una cualidad esta última que, por cierto, sólo puede resultar fructífera  si va acompañada del rigor intelectual que es otra de las notas definitorias de la filosofía. Una de las funciones básicas que la iusfilosofía tendría que desempeñar en los estudios jurídicos es la de enseñar a los futuros juristas a pensar con claridad acerca de los problemas….y, por tanto, a dudar también de las soluciones que se han dado –que se dan- a los mismos. En eso radica, en mi opinión, el gran valor formativo que tiene leer a los autores clásicos (desde Sócrates, Platón y Aristóteles a, digamos,  von Ihering, Holmes o Dworkin). Al leerlos comprendemos la continuidad de fondo que existe en relación con los grandes problemas del Derecho (¿acaso la equidad de Aristóteles es algo distinto a lo que los lógicos denominan ahora “derrotabilidad” o a las excepciones que, en otras terminologías, deben introducirse cuando las normas jurídicas sufren de suprainclusividad o infrainclusividad en relación con las razones que subyacen a las mismas?), comprendemos también cómo el pensamiento jurídico tiende siempre a oscilar en torno a diversos polos (por ejemplo, entre el formalismo y el sustancialismo) y, en fin, nos damos cuenta de que esas grandes cuestiones iusfilosóficas siguen estando en el trasfondo de todos los problemas jurídicos que hoy tenemos planteados y de las cuestiones que los juristas prácticos –cada uno de ellos- tiene que resolver en el ejercicio cotidiano de su profesión. El que esto último sea así se debe a otro de los rasgos característicos de la filosofía del Derecho: el ocuparse de ideas generales (justicia, igualdad, razón, ideología, argumentación, respuesta correcta, interpretación, principios…) que atraviesan todos los campos de la experiencia jurídica.
     De manera que el análisis de una de las notas de la definición, la apertura de perspectivas, nos conduce a la otra, la ayuda que el filósofo del Derecho está en condiciones de ofrecer. Pero eso no quiere decir que con lo anterior se haya dicho ya todo sobre el carácter práctico de la filosofía del Derecho. Hay todavía algunos aspectos de esa practicidad que conviene, yo creo, poner de relieve. Uno de ellos tiene que ver con el irrenunciable carácter crítico de la filosofía, que puede llevar a que la ayuda que ofrezca pueda incluso generar cierta incomodidad a los destinatarios de la misma y consecuencias aun peores a quienes la administran. Estoy pensando en cómo veía Sócrates (en la Apología, en su defensa ante el tribunal que le condenó a muerte) la función del filósofo: semejante a la de un tábano dedicado a aguijonear a sus conciudadanos, obligándolos a poner en cuestión sus creencias, a reflexionar sobre cómo deberían vivir, etc.; Sócrates creía que esa actitud suya era la causa del odio que, a su vez, había llevado a algunos a acusarle ante el tribunal de la Heliea. Además, los recipiendarios de la ayuda que procura la filosofía del Derecho no tienen por qué ser únicamente los juristas profesionales (o quienes se preparan para serlo), pues el Derecho es algo que afecta a todos: ¿puede haber ciudadanos verdaderamente educados sin una comprensión general –filosófica- de lo que significa el Derecho? Y quienes pueden contribuir a ese tipo de educación –a entender mejor el Derecho y a actuar con sentido en sociedades tan juridificadas como las nuestras- no tienen por qué ser necesariamente juristas aunque, de todas formas, parece difícil que alguien (un científico social, un filósofo) que no tenga al menos cierta familiaridad con el Derecho, pueda decirnos algo muy interesante al respecto. Ocurre aquí, creo, algo semejante a lo que pasa con la filosofía de la ciencia: que no cabe pensar que un filósofo pueda hacer alguna aportación importante a ese campo si carece de una sólida formación científica. Por eso, Bobbio tenía, en mi opinión, bastante razón cuando, en un famoso artículo de comienzos de la década de los sesenta, al contraponer la filosofía del Derecho de los filósofos a la de los juristas, mostraba su preferencia por esta última, esto es, por un análisis de los problemas filosóficos que plantea el Derecho efectuada desde abajo, por quienes tienen un conocimiento de lo que significa la práctica –o las prácticas- jurídicas. Y, en fin, el carácter radicalmente práctico de la filosofía del Derecho no es, en mi opinión, más que una consecuencia de que el Derecho es precisamente una práctica social: no un objeto, un fenómeno, respecto del cual pueda tenerse un interés puramente especulativo, como ocurre en relación con los objetos estudiados por las ciencias (al menos, por las ciencias formales y naturales), sino una actividad en la que todos participamos y respecto de la cual no podemos dejar de proyectar nuestros intereses prácticos y nuestros valores. No significa esto, naturalmente, que una investigación iusfilosófica deba apuntar siempre a algún objetivo práctico más o menos inmediato. Los  fines pueden ser muy abstractos, plantearse a muy largo plazo y contar con muchísimas mediaciones, pero yo no concibo una filosofía del Derecho (que merezca la pena) que no aspire de alguna forma a la transformación social, a la construcción de un tipo de organización colectiva en la que los individuos puedan desarrollar una vida buena.
     Todo lo anterior no debe, desde luego, llevarnos a pensar que la filosofía del Derecho es una disciplina  homogénea en el sentido, digamos, en el que lo es una ciencia, incluyendo aquí a la dogmática jurídica (a cada una de las ramas de la dogmática): los cultivadores de cada campo científico parecen plantearse aproximadamente los mismos problemas y ofrecer soluciones que tampoco son demasiado discrepantes entre sí, al menos en los periodos de lo que Kuhn llamaba ciencia normal. En la filosofía, simplemente, las cosas no son así: lo que se les ofrece, por ejemplo, a los lectores de este número de Derecho y Humanidades es un panorama de la filosofía del Derecho contemporánea extraordinariamente heterogéneo, cualquiera que sea la perspectiva que se adopte: temática, metodológica, etc. Y esto, este pluralismo radical, es también una nota definitoria del trabajo iusfilosófico. No estamos aquí pisando un terreno que sea propicio para las coincidencias o los acuerdos, y de ahí que se haya podido afirmar que la (ius)filosofía consiste más en destruir que en construir; en cierto modo, más en un esfuerzo por evitar el error que por alcanzar la verdad. Y digo “en cierto modo” porque con lo anterior no pretendo defender ningún tipo de relativismo: la idea de error presupone, naturalmente, la de verdad, la de corrección; pero parece más fácil lograr certezas en relación con lo primero que con lo segundo.
     Ahora bien, esta pluralidad de perspectivas, consustancial a la filosofía del Derecho, no impide tampoco que se pueda buscar –y encontrar- una cierta unidad en la misma que, naturalmente, tendrá que construirse en un plano muy abstracto. Parece así que una filosofía del Derecho supone un intento por contestar a una serie de preguntas básicas acerca del Derecho que podrían sintetizarse en estas tres: qué es el Derecho, cómo se puede conocer, cómo debería ser. Son extraordinariamente abiertas e indeterminadas, pero nos permiten configurar algo así como tres grandes sectores iusfilosóficos: la teoría u ontología del Derecho,  la teoría del conocimiento jurídico y la teoría de la justicia. Hay, como vengo diciendo, muchas maneras de contestar a las mismas, pero todas o la mayoría de ellas suelen agruparse, al menos en el contexto del mundo latino, en torno a tres concepciones: la analítica (por lo general, positivista), la iusnaturalista (que hoy se presenta muchas veces como hermenéutica) y la crítica (en donde cabe situar a los herederos del marxismo). No son, o no en todas sus dimensiones, concepciones incompatibles entre sí, de manera que hay también lugar para iusfilosofías que combinen, en grados diversos, ingredientes provenientes de cada una de esas tres tradiciones.
     No es, desde luego, esta la ocasión para exponer mi concepción de la filosofía del Derecho, pero sí me gustaría hacer, para terminar, algunas breves consideraciones a las que, espero, el lector pueda encontrar sentido a pesar de su carácter extremadamente sumario. En mi opinión, una filosofía del Derecho inscrita en el constitucionalismo contemporáneo y adecuada para el mundo latino tendría que tener, desde luego, una firme base analítica, puesto que el examen cuidadoso del lenguaje jurídico es un requisito indispensable para poder pensar con claridad; pero no tendría que ser positivista, pues ello supone reducir el Derecho a un fenómeno autoritativo y no considerar que, además de eso, es también una práctica dirigida a la realización de fines y valores. Tendría que sustentar un objetivismo moral mínimo, lo que la aproximaría a ciertas tradiciones iusnaturalistas, pero no a las (católicas) defensoras del absolutismo moral basado en dogmas religiosos; y, en todo caso, no la convertiría en un iusmoralismo: el Derecho no es lo mismo que la moral, aunque no puedan tampoco separarse del todo, puesto que son conceptos o realidades conjugadas. Y que reivindicar el compromiso social de la tradición marxista, sin caer por ello en el escepticismo jurídico de muchos juristas “críticos” contemporáneos que reducen el Derecho a un fenómeno de poder. Sobre esas bases muy generales, la aproximación argumentativa del Derecho (de lo que puede encontrarse algún ejemplo en este número de Derecho y Humanidades) parece estar en mejores condiciones que otros enfoques para que puedan desarrollarse al máximo lo que antes hemos considerado como  dos importantes virtudes iusfilosóficas: la apertura de perspectivas y el carácter práctico. La primera, porque el planteamiento argumentativo permite volver operativas muchas construcciones doctrinales elaboradas en el marco de la teoría del Derecho (teoría de las fuentes, de la validez jurídica, de la prueba, de la interpretación) y conecta al Derecho con la filosofía general (teoría general de la argumentación, filosofía moral y política) y con los saberes sociales (psicología cognitiva, teoría de la decisión, sociología jurídica…). Y la segunda, porque la argumentación es algo así como   el lugar “natural” de encuentro entre los teóricos y los prácticos del Derecho y un lugar desde el que la cultura jurídica podría tener cierto efecto de irradiación –pedagógico-  hacia otras instituciones sociales; quiero decir con ello que las diversas prácticas jurídicas ofrecen amplias posibilidades para el ejercicio de la argumentación, y que la capacidad argumentativa de los ciudadanos es una condición necesaria, entre otras cosas, para el progreso de la democracia.