martes, 22 de diciembre de 2015

Definitivamente, hay controversias mal planteadas

Publicado el domingo 4 de octubre de 2015 en el diario INFORMACIÓN. Para ampliar pincha sobre la imagen:



("Marcando a una negra") ¿No existen normas morales de carácter objetivo?

Publicado el 15 de noviembre de 2015 en el diario INFORMACIÓN. Para ampliar pincha sobre la imagen:



Lo que sucede con la idolatría: que los ídolos son falsos

Publicado el 6 de diciembre de 2015 en el diario INFORMACIÓN. Para ampliar pincha sobre la imagen:



Un mensaje de Unamuno a la nueva pedagogía y a los promotores del Plan Bolonia

Publicado el 29 de noviembre de 2015 en el diario INFORMACIÓN. Para ampliar pincha sobre la imagen:



(En la batalla de Potidea, Sócrates -el inventor del método dialógico- salva la vida de Alcibíades). ¡A veces se necesita algo más que diálogo racional!

Publicado el 22 de noviembre de 2015 en el diario INFORMACIÓN. Para ampliar pincha sobre la imagen:



(«¡Es mi hermano!») Y si no lo fuera... ¿Qué cambiaría?

Publicado el 13 de diciembre de 2015 en el diario INFORMACIÓN. Para ampliar pincha sobre la imagen:



Con un poco de (teoría) ética se vería más claro

Publicado el 20 de diciembre de 2015 en el diario INFORMACIÓN. Para ampliar pincha sobre la imagen:



Hablando se entiende la gente y, a veces, se llega incluso a acuerdos

Publicado el 8 de noviembre de 2015 en el diario INFORMACIÓN. Para ampliar pincha sobre la imagen:



No siempre es fácil ponerse en el lugar de otro

Publicado el 1 de noviembre de 2015 en el diario INFORMACIÓN. Para ampliar pincha sobre la imagen:



¿Huelga de transporte en Europa? ¿Falta de carburante? ¿Algún desastre natural?

Publicado el 25 de octubre de 2015 en el diario INFORMACIÓN. Pincha sobre la imagen para ampliar:


Minaretes y torres de iglesia reflejan el poder de la religión y sirven de referencia a la artillería.

Publicado el 18 de octubre de 2015 en el diario INFORMACIÓN. Para ampliar pincha sobre la imagen:



Exageran quienes denuncian la insensibilidad moral de nuestra sociedad: hay literalmente millones de personas que, en las condiciones apropiadas, sienten el dolor ajeno -incluso cuando no es muy intenso- como propio.

Publicado el 11 de octubre de 2015 en el diario INFORMACIÓN. Para ampliar pincha sobre la imagen:





lunes, 23 de noviembre de 2015

SOBRE LA TRANSICIÓN

Reproduzco el texto de mi intervención en la mesa redonda sobre La transición, ayer y hoy que se celebró en la Universidad Carlos III de Madrid el 20 de noviembre de 2015:


Al parecer, yo estoy aquí, formando parte de esta mesa redonda, como representante de quienes, habiendo vivido aquellos tiempos de la transición, tenemos una opinión positiva de la misma: de lo que solemos llamar así, “transición”, y que no ha sido un fenómeno exclusivamente político, sino también cultural y social; toda una  época histórica, en definitiva, que podríamos centralmente fijar entre la muerte de Franco en 1975 y la victoria del PSOE en las elecciones de 1982, aunque algunos historiadores amplían algo las fechas hacia atrás (1973) y hacia delante (1986).
     No objeto la etiqueta. Creo, en efecto, que la transición fue un acontecimiento  –mejor: un proceso- básicamente positivo. Pero esa actitud mía globalmente favorable tiene que ser matizada en diversos sentidos lo que, en cierto modo, viene a ser una manera de romper con lo que, en otro caso, sería un esquema dicotómico excesivamente simple - a favor o en contra- para un fenómeno tan complejo.
     La primera matización tiene que ver con mis circunstancias personales. Como es obvio, el juicio que nos merece una determinada realidad histórica que hayamos vivido está muy condicionada por el tipo de participación que hayamos tenido en la misma. Y, en ese sentido, yo diría que la mía fue la típica de un espectador comprometido, pero no la de alguien que se moviera, por así decirlo, en el terreno de juego o, al menos, que estuviera muy cerca de los jugadores. De manera que mi posición fue un tanto distinta a la de otros de los miembros de la mesa, como José Ignacio Lacasta o Alfonso Ruiz Miguel. El primero fue un dirigente de un grupo político (el MCE) muy activo durante muchos de esos años aunque, me parece, poco decisivo en cuanto a lo que ocurría en el terreno de juego (y en cuanto al resultado del mismo). Y el segundo, un miembro de un partido político (o, al menos, alguien muy próximo al mismo), el PSOE, que sí fue uno de los grandes protagonistas de ese proceso: Alfonso jugó un papel de cierta importancia como asesor de uno de los ponentes constitucionales, Gregorio Peces-Barba, y creo que algunos de los artículos de la Constitución, o fragmentos de los mismos, salieron de su pluma.
     Mi participación, como digo, no fue de ese tipo. Me abstuve de votar en el referéndum sobre la ley para la reforma política (como probablemente hicimos todos los que aquí estamos). Voté a favor en el referéndum constitucional y también  apoyé al PSOE en las elecciones decisivas de 1982. Y, en el conjunto de los muchos procesos electorales que hubo desde 1977 hasta 1986 (el año de la segunda victoria del PSOE en las elecciones generales), fui más bien un votante de ese partido, del PSOE, y, en alguna ocasión, del PCE.
     Bueno, esa relativa distancia con la política activa explica seguramente que, a pesar de sentirme más próximo al partido socialista que al resto de los partidos de izquierda, ello no me impidiera ser crítico con bastantes de las medidas más importantes que se tomaron en la transición. Como he dicho, voté a favor de la Constitución, pero no porque el texto me pareciera inobjetable, ni mucho menos. Recuerdo haber escrito dos artículos en una revista de entonces, “Argumentos” (que estaba básicamente en la órbita del PCE), uno antes y otro después de la aprobación de la Constitución, en los que criticaba distintos aspectos del título primero: De los derechos y  deberes fundamentales. Me parecía que la declaración de derechos, en su conjunto, debía tomarse con cierto escepticismo por su limitado carácter emancipador (creo recordar que citaba lo de Marx de la Cuestión Judía: que una Declaración de Derechos estaba muy lejos de suponer la “emancipación social”); señalaba también que los derechos sociales habían quedado excesivamente relegados; y, sobre todo, me centraba en el artículo 16 y en la desigualdad de trato que establecía entre los católicos, los religiosos de otros credos y los no creyentes. Recuerdo haber discutido sobre eso con Gregorio Peces-Barba (que, naturalmente, apoyaba el texto), pero no sé muy bien si antes o después de que, como en más de una ocasión le oí decir, perdiera la fe como consecuencia del trato asiduo que entonces tuvo con algunos de los miembros de la jerarquía católica. Escribí también en contra del ingreso de España en la OTAN y voté en el referéndum organizado por el PSOE en ese mismo sentido: en contra. Y, en fin, para poner otro ejemplo de una medida significativa, fui desde el comienzo muy crítico con la LRU del ministro Maravall, del año 1984, y, en general, con toda la política del PSOE en materia educativa: mi actitud pesimista en relación con la universidad española se ha ido incrementando mucho con el tiempo, pero viene de entonces, de cuando todavía era posible concebir esperanzas.
     Quizás, para completar estas matizaciones que tienen que ver con mis circunstancias personales, merezca la pena que añada que, durante los años de la transición, yo viví en cinco ciudades españolas bastante distintas entre sí y fui profesor de seis universidades: Oviedo, Valencia, Autónoma de Madrid, Alcalá de Henares, Palma de Mallorca y Alicante. Y que la muerte de Franco sucedió cuando estaba en Buenos Aires, adónde había ido para completar la documentación de mi tesis de doctorado y, en realidad, incumpliendo una orden de presentarme en el juzgado el día 1 y 15 de cada mes por el proceso que entonces seguía contra mí el Tribunal de Orden Público por un delito de propagandas ilegales: lo que había hecho era  burlarme de las leyes fundamentales franquistas al ponerlas en relación con diversas Declaraciones de Derechos. Me apresuro a decir que se trataba de una transgresión que no habría tenido tampoco muchas consecuencias si Franco no hubiese tenido la ocurrencia de morirse y dar lugar con ello a una amnistía que cerraba mi caso (en el que el abogado defensor, por cierto, era Peces-Barba). Eran entonces, como lo siguen siendo en buena medida ahora, tiempos más bien anómicos, de manera que, por ejemplo, contra mí pesaba la prohibición de entrar en los recintos universitarios, pero eso no me impidió seguir cobrando mi sueldo de profesor ayudante  y recibir incluso una beca, que económicamente no estaba nada mal, para poder viajar a la Argentina y permanecer allí por un tiempo. Pero, en todo caso, me parece que esa movilidad geográfica (y eso sí que es, académicamente hablando, cosa de otros tiempos) explica algo de lo que antes había llamado mi actitud de espectador comprometido, pero nada más. Yo fui un espectador que apoyó siempre, podría decir, al mismo equipo, aunque en estadios distintos y sin mucho entusiasmo. Y me gustaría pensar que ese deambular por diversos estadios (aunque el juego que presenciar variara muy poco de uno a otro) me facilitó también una cierta amplitud de miras sobre lo que estaba ocurriendo.
      La segunda matización se refiere al momento temporal desde el que se efectúa el juicio sobre la transición. O sea, no es lo mismo el juicio ex ante o en el momento en el que se estaban produciendo los acontecimientos, que el juicio ex post. Las opiniones más adversas que hoy suelen oírse sobre la transición suelen hacerlas personas (en ocasiones en nombre de algún partido político) que no vivieron aquella situación y que suelen incurrir en errores de diverso tipo, aunque con ello no pretendo dar a entender, obviamente, que no haya críticas justificadas que hacer. Pero creo que hay cierta tendencia a incurrir en  sesgos que contribuyen a dar una visión bastante deformada de lo que fue la transición.
      Uno de esos sesgos consiste en interpretar la historia para hacer que la misma se ajuste a cierto esquema preconcebido lo que puede llevar, simplemente, a falsear lo ocurrido. Un ejemplo de ello es lo que muchos de los críticos de la transición parecen pensar a propósito de la ley de Amnistía, cuando olvidan que esa fue una de las más tradicionales reivindicaciones de la oposición al franquismo (para más señas, del PCE desde los años 50) y no una ley promovida por los jerifaltes franquistas, a la manera de lo ocurrido en relación con diversas dictaduras latinoamericanas. Personalmente pienso que la Ley de Amnistía española fue una medida adecuada, justificada, y que no significaba para nada el olvido de lo que había ocurrido durante la guerra o en la represión posterior, ni tampoco la denegación de justicia a las víctimas del franquismo o a los familiares de las víctimas. El famoso auto del juez Garzón (por el que no fue condenado) supone, me parece, un buen ejemplo de esa confusión a la que me estoy refiriendo. Para decirlo de manera rápida: la vía de reparación (en la medida en que eso sea posible) tiene que ser (y tendría que haber sido) de carácter administrativo, civil y, si se quiere, moral: tendría que haber consistido en permitir la exhumación de los cadáveres, en reconocer a las víctimas, en otorgar algún tipo de indemnización…pero no en abrir un proceso penal contra personas que se sabía con certeza (en el año 2008) que habían muerto, y un proceso por conductas delictivas (la desaparición de personas) que, según el auto, seguían cometiéndose en ese momento.
     Otro sesgo radica en pensar que mucho de lo que hoy está pasando tiene su causa en decisiones tomadas en una época anterior (en la transición) (“de aquellos polvos estos lodos”, etc.), simplemente porque se cree poder encontrar algún tipo de relación entre unos acontecimientos y otros, pero sin reparar en que esas relaciones son siempre muy problemáticas de establecer. O sea, X, desde cierto punto de vista, puede verse como la causa de Y pero, por ejemplo, no lo sería si, además de X, se hubiese producido también, pongamos por caso, el  acontecimiento Z (y esto último podría a su vez ser el resultado de una acción intencional o no). O, dicho de otra manera, cuando se enjuicia la transición desde nuestros días es fácil incurrir en alguna modalidad de la falacia post hoc ergo propter hoc; por ejemplo, la corrupción sobrevino después de la reorganización política, cultural y social que significó la transición, por lo tanto, la transición (o determinadas medidas tomadas en ese momento histórico) es la causa de la corrupción.
      Y un tercer sesgo se produce al juzgar el pasado de manera abstracta, bien porque se prescinde de datos necesarios para caracterizar adecuadamente la situación, o bien porque no se asume que quienes en aquel momento tomaron determinadas decisiones simplemente no tenían –no podían tener- la información de la que hoy disponemos. Así, se critica muchas veces el que los partidos de izquierdas de entonces (el PSOE y el PCE) no fueran suficientemente radicales y transigieran en relación con cosas con las que no se podía transigir. Se dice, por ejemplo, que apoyaron o contribuyeron a que se aprobase una Constitución en la que el poder de los militares, el poder económico o el poder religioso condicionaron de hecho la voluntad popular, o sea, fijaron ciertos límites –ilegítimos- a lo que sería el terreno de lo democráticamente decidible. Yo creo que efectivamente fue así, que esos límites existieron y que efectivamente suponían coartar de alguna manera la voluntad popular, pero a la hora de enjuiciar esa posición (la aceptación de esos límites) hay que considerar también si entonces era posible resistir a esas presiones (mejor: pensar que se podía resistir a esas presiones) sin poner en grave riesgo la consecución de objetivos de mayor importancia. Es, por supuesto, posible que en más de un caso haya sido así. La Constitución podría haber sido distinta de lo que fue (o es) y no haber contenido extremos que hoy vemos claramente como erróneos o haber incluido elementos cuya ausencia constituyeron también errores evitables. Pero, en general, creo que puede decirse que el texto constitucional (y el conjunto de las medidas tomadas en la transición) fueron, dadas las circunstancias existentes, bastante razonables. Lo fue por cierto, en mi opinión, la aceptación de la monarquía como forma de Estado y por más que yo piense (supongo que todo el mundo lo piensa) que, considerada en abstracto, la monarquía es una institución irracional. Pero dada la situación que entonces se vivía en España (que incluía la existencia de una población que mayoritariamente, cabría decir, adoptaba posturas políticas de “centro” y con gran aversión al riesgo: al riesgo de un cambio político violento) la temprana postura de Santiago Carrillo, al sentar que la opción importante no se planteaba entre  república y  monarquía, sino entre democracia y  dictadura, me parece que fue un ejemplo de sensatez y de inteligencia políticas. Recuerdo ahora (ya que estamos en la Universidad Carlos III, se me permitirá que haga tantas referencias a él) que Gregorio Peces-Barba llamaba a veces, haciendo gala de un buen sentido del humor, al partido comunista de entonces, el “Real Partido Comunista de España”.
    Y la tercera y última matización, con la que terminaré mi exposición, consiste en aclarar que, aunque mi juicio sobre la transición sea básicamente positivo, yo no soy nada optimista sobre la situación actual en nuestro país o sobre el futuro más o menos inmediato, ni tengo  tampoco un juicio positivo sobre nuestro pasado reciente. Y lo que quiero decir con ello, para recurrir a la manida expresión de Vargas Llosa, es que el país, España, se jodió más bien en algún momento posterior a la transición. Pero esto tengo todavía que explicarlo.
    Si mi juicio sobre la transición, como he dicho ya varias veces, es básicamente positivo, eso se debe a que, en mi opinión, en ese momento, tras esos años, se logró el objetivo básico de quienes fueron protagonistas de la transición y que era además un objetivo valioso: homologarnos con los países europeos. Y yo creo que ese es un hecho que nadie puede seriamente discutir. La primera vez que yo salí al extranjero, a Francia, fue en el año 1965, cuando tenía 14 años; y las diferencias entre España y Francia entonces eran sencillamente abismales. Hoy, más o menos desde los años 80, es obvio que ya no es así, y que no hay mayores diferencias (en cuanto a su formación, forma de vida, acceso a los bienes materiales y culturales, etc.) entre un estudiante universitario, un profesor, un empresario, incluso un trabajador español  y el correspondiente francés, alemán, inglés, italiano…Mejor dicho: sigue habiendo algunas diferencias, pues ellos, en general, son algo más ricos y hay también algunas peculiaridades culturales que pueden resultarnos más o menos llamativas. Pero nada de eso es realmente muy importante, en el sentido de que sus vidas son bastante parecidas a las nuestras: sinceramente, yo no me cambiaría por un profesor universitario francés, inglés, etc., y tampoco, claro, se me ocurre pensar que ellos  prefirieran estar (o haber estado durante los últimos años) en mi lugar.
     Pero hay, sin embargo, dos rasgos que afectan a la cultura y a la política españolas que, en mi opinión, nos sitúan por detrás de los otros países europeos, o de los que uno veía –veía en la transición- como modelos a alcanzar. Uno es el del nacionalismo, los nacionalismos periféricos, que producen una terrible distorsión en la vida política, sobre todo debido a la deriva nacionalista sufrida por los partidos de izquierda, y por tantísimos intelectuales de izquierda, y que en todos estos años no ha hecho más que agravarse. No entro, por supuesto, en detalles, pero creo que ese fenómeno supone una terrible pérdida de energías, un desplazamiento de los problemas de la agenda política, de tal manera que en lugar de preocuparnos por, y ocuparnos de, los temas verdaderamente importantes, el nacionalismo nos lleva a consumir una enorme cantidad de recursos que en otros países europeos pueden simplemente ahorrarse y destinar a cosas más productivas. Tengo que aclarar, sin embargo, que mi crítica al nacionalismo no va unida a la defensa de un Estado unitario para España. Me parece obvio que la mejor alternativa de organización política del Estado que tenemos es el Estado federal. Pero, al mismo tiempo, me temo que alcanzar ese objetivo va a ser entre muy difícil e imposible, y que los nacionalismos periféricos no van a contribuir tampoco a facilitar las cosas.
      Y la segunda de nuestras lacras es lo que yo llamaría la cultura de la falta de objetividad que uno puede encontrar en todas nuestras instituciones y que, por cierto, las debilita extraordinariamente. Pongo algunos ejemplos. Es falta de objetividad lo que uno puede ver en el funcionamiento interno de los partidos políticos, en el clientelismo…y sin duda la falta de objetividad ha sido una de las causas de la corrupción política y no política (porque no sólo afecta a los políticos). Pero tampoco hay objetividad en los periódicos y en los medios de comunicación; todos sabemos que si, por ejemplo, queremos que en un periódico se publique una reseña sobre alguno de nuestros libros, lo que hay que hacer es recurrir a un amigo que conozca a alguien de los de dentro. (Recuerdo la impresión de asombro que me causó  enterarme del procedimiento –verdaderamente objetivo- que se seguía en el New York Review of Books para seleccionar y comentar los libros.)Y hay –es inevitable decirlo- una escandalosa falta de objetividad en el funcionamiento de nuestras universidades. Hasta tal punto es así que, como todos sabemos, comportarse de manera simplemente decente en la universidad española significa muchas veces ser considerado como un extravagante, cuando no como una persona anómica. A ese sectarismo académico, y siento tener que decirlo pero creo que debo hacerlo para no incurrir en contradicción performativa, no fue tampoco ajeno el primer rector de esta universidad.
    Ahora bien, la transición no consiguió ciertamente resolver ninguno de esos dos problemas ni tampoco ponerles mucho freno, pero es verdad que no los había creado. Venían de lejos y me temo que tardarán, ambos, mucho tiempo en abandonarnos.

martes, 20 de octubre de 2015

Un debate sobre hermenéutica jurídica

Incluyo aquí un comentario de los profesores Streck y Oliveira a la entrevista que André Rufino do Val me hizo en CONJUR, una contestación por mi parte y una nueva réplica de Streck y Oliveira:

1) É ontologicamente impossível querer mais analítica e menos hermenêutica. Por Rafael Tomaz de Oliveira e Lenio Luiz Streck.


3) Querendo ou não, para argumentar, necessito antes de hermenêutica. Por Rafael Tomaz de Oliveira e Lenio Luiz Streck.

miércoles, 30 de septiembre de 2015

¿En dónde pueden desembarcar hoy los inconformistas?

El mayor filósofo de la moral en España, Javier Muguerza, suele decir, con bastante sorna, que la ética no es de este mundo; o sea, no pertenece al mundo del ser, sino al del deber ser: no pretende describir cómo son las cosas, sino proponer, a partir de como son, cómo deberían ser. La ética exige, por ello, un esfuerzo de imaginación que podría estar originado precisamente en imágenes que muestran algún aspecto (presente o pasado) de nuestro mundo y que suscitan en quien las contempla un comentario que a menudo no puede ser de complacencia. Muguerza (a quien dedicamos esta sección) suele repetir también en sus escritos que un poco de metafísica al año no hace daño. Y nosotros pensamos que un poco (en realidad muy poco: un minuto o algo así) de imaginación ética a la semana tampoco tiene por qué venirle mal al lector de INFORMACIÓN. 

Artículo publicado el domingo 27 de septiembre de 2015 en el diario INFORMACIÓN



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lunes, 28 de septiembre de 2015

La democracia a través de los Derechos

El texto es un comentario al último libro de Ferrajoli y ha aparecido en el nº 82 de "Jueces para la democracia":

LA DEMOCRACIA A TRAVÉS DE LOS DERECHOS
                                                                                       
Luigi Ferrajoli es, en mi opinión, uno de los grandes juristas (y teóricos del Derecho) de las últimas décadas y probablemente (y merecidamente) el más influyente en los países latinos: de Europa y de América. Acaba de publicar un libro, La democracia a través de los derechos (traducción de Perfecto Andrés Ibáñez, Ed. Trotta, Madrid, 2014), con un subtítulo que sintetiza a la perfección su contenido y –creo yo- su entera concepción del Derecho: El constitucionalismo garantista como modelo teórico y como proyecto político.
     Por “constitucionalismo garantista” Luigi Ferrajoli entiende una forma de concebir el Derecho –desarrollada por él en muchos escritos de las últimas décadas y que culmina en su monumental Principia iuris- que, situándose dentro de la órbita del positivismo jurídico, vendría a constituir, sin embargo, un “nuevo paradigma” en relación con el positivismo jurídico clásico que, para Ferrajoli, estaría representado, de manera eminente, por las figuras de Hans Kelsen y de Norberto Bobbio. Con ellos comparte, como digo, la idea positivista de que el Derecho es un conjunto de normas separado, desde un punto de vista metodológico, de la moral. Pero se aparta de los dos anteriores autores porque estos no habrían tenido en cuenta el fenómeno de la constitucionalización de nuestros Derechos, ocurrido después de la segunda guerra mundial, y que para él significa, esencialmente, la existencia de constituciones rígidas, lo que  tiene  consecuencias de gran calado. Así, el constitucionalismo supone para Ferrajoli la subordinación de la ley a la constitución lo que, a su vez, implica la existencia de dos niveles de normatividad y de validez jurídica: la validez simplemente formal o vigencia (conformidad de las normas con criterios formales y procedimentales), y la validez plena (conformidad, además, con los criterios sustantivos establecidos en la constitución, en los principios y en los derechos fundamentales). Un cambio que lleva, en su opinión, a profundas modificaciones no sólo en relación con el concepto y la estructura del Derecho, sino también en cuanto a la manera de concebir la jurisdicción y la ciencia del Derecho. Ferrajoli es, por ello, crítico con los autores que, hoy en día, siguen defendiendo el modelo iuspositivista del pasado (del Estado legislativo de Derecho) y no ven en las constituciones rígidas un cambio cualitativo, sino simplemente una continuidad en relación con la legislación ordinaria. Pero también con autores propiamente constitucionalistas que, al igual que él, consideran que la constitucionalización de nuestros Derechos requiere un nuevo paradigma teórico pero que no podría ser ya de tipo positivista; según Ferrajoli, esos autores (Dworkin, Alexy, Nino o Zagrebelski, entre otros) conciben la constitución fundamentalmente como un conjunto de principios morales, lo que les lleva a debilitar el papel de los derechos fundamentales que, en lugar de ser aplicados (como ocurre con las reglas), tendrían que ser ponderados (la ponderación sería el tipo de razonamiento peculiar de los principios). Ferrajoli presenta por ello su constitucionalismo garantista como una vía media entre el paleo-positivismo y el neo-iusnaturalismo, como la única teoría capaz de satisfacer las exigencias del constitucionalismo contemporáneo.
    Ese constitucionalismo garantista constituye, para Ferrajoli, un modelo teórico y normativo, nunca realizado plenamente, y que puede sintetizarse en cuatro postulados: el principio de legalidad, o sea, el sometimiento de todos los poderes a normas jurídicas lo que implica también el sometimiento de la ley a la constitución; el principio de plenitud deóntica, que supone que los principios constitucionales y los derechos por ellos establecidos requieren de un desarrollo legislativo para que no se produzcan lagunas (la infracción del anterior principio daría lugar a contradicciones); el principio de jurisdiccionalidad, según el cual deben existir, para el caso de vulneración de las anteriores normas, órganos jurisdiccionales sometidos a la ley y sólo a la ley; y el principio de accionabilidad que exige que la jurisdicción pueda ser activada por los titulares de los derechos e intereses lesionados y, con carácter complementario y subsidiario, por un órgano público.
    Ahora bien, esos cuatro principios (que, como se ha dicho, no han tenido una consagración plena en ningún sistema jurídico) están hoy seriamente amenazados como consecuencia de la progresiva pérdida de poder de lo político en beneficio del mercado, y del consiguiente proceso de deconstitucionalización de nuestras democracias. El proyecto político de Ferrajoli consiste entonces en señalar las medidas que habría que tomar para revertir esa tendencia y hacer que prevalezcan esos principios, y se sintetiza en la idea de una doble ampliación del paradigma constitucional: en sentido extensional, lo que supone llevar el paradigma a todos los poderes (con la constitucionalización tanto del Derecho internacional como del Derecho privado y comercial); y en sentido intensional, reforzando la garantía de todos los derechos. Se trata de un proyecto político  que supone cambios verdaderamente radicales y, en mi opinión, completamente justificados. La exposición de Ferrajoli al respecto es clara y profunda, sumamente informada y, con frecuencia, brillante. De particular interés me ha resultado su llamada de atención para ver los poderes económicos privados no como libertades sino, precisamente, como poderes, lo que supone capacidad para afectar los intereses y la conducta de los sometidos a ese poder; la necesidad de superar el esquema clásico de la separación de poderes, de manera de incluir también la separación entre los poderes públicos y no públicos (los poderes económicos de naturaleza privada) y entre los poderes públicos y los poderes sociales; o su defensa de la renta básica como garantía esencial de los derechos sociales.
      En relación con los fines, con el proyecto político, yo no tengo ninguna discrepancia con Ferrajoli. Pero sí me parecen cuestionables algunos elementos del modelo teórico, de la construcción conceptual que ofrece para alcanzar esos objetivos últimos. Por un lado, yo no creo que Ferrajoli caracterice bien la teoría constitucionalista que rivaliza con la suya; diría más bien que, en ciertos aspectos, lo que ofrece es una caricatura y, por ello, las críticas que le dirige están, en ocasiones, desenfocadas. Por otro lado, su modelo teórico resulta, en mi opinión, excesivamente pobre para dar cuenta de la complejidad de nuestros Derechos, al estar lastrado el modelo por dos importantes déficits: el positivismo jurídico, que reduce el Derecho a un fenómeno de autoridad; y el no objetivismo en materia moral, que deja su modelo teórico, por así decirlo, en el aire, al no poder ofrecer una fundamentación de los derechos fundamentales, que constituyen el objetivo último de toda su construcción: “los valores morales y políticos últimos no se demuestran(…)simplemente se eligen, se postulan y se defienden” (p. 104).
     Sobre todo esto he discutido con Ferrajoli en diversas ocasiones, y no me parece que sea este el lugar para proseguir con esa disputa doctrinal (1). Pero me gustaría señalar, para terminar, dos aspectos de su construcción teórica que, de alguna manera, le acercan a la concepción que él rechaza (la otra versión del constitucionalismo como teoría a la que, yo creo, sería mejor denominar “postpositivismo”). El primero se refiere al doble plano de análisis que él introduce, al que antes hacía referencia. Es lo que hace posible hablar de “Derecho ilegítimo” (Derecho válido según criterios formales, pero contrario a la Constitución)  y lo que le lleva a Ferrajoli a defender una jurisdicción comprometida con los valores constitucionales y a configurar la ciencia del Derecho en términos críticos y normativos: consecuencias, todas ellas, que a mí me parecen perfectamente aceptables. Pero a esa división de planos habría que añadir, en mi opinión, otra, aún más fundamental: la que permite distinguir en el Derecho no sólo una dimensión autoritativa, sino también otra de carácter valorativo; o sea, el Derecho (en cuanto fenómeno social e histórico, como obra humana y no fenómeno natural; no hay aquí ninguna apelación a un Derecho natural) no es sólo un sistema de normas, sino –fundamentalmente- una empresa dirigida al logro de ciertos fines y valores, dentro de los límites marcados autoritativamente. La diferencia entonces radica en que los dos niveles jurídicos de Ferrajoli se sitúan dentro de la dimensión autoritativa del Derecho, porque él piensa que el discurso moral (valorativo) es siempre externo al Derecho: “la moral y la justicia(…)son siempre puntos de vista externos al derecho: los puntos de vista morales y políticos, no objetivos sino subjetivos, de cada uno de nosotros, ya sea de adhesión o de rechazo, total o parcial, de los principios y valores constitucionalmente establecidos”(p. 101). De manera que lo que Ferrajoli rechaza, por ejemplo, es que el discurso jurídico justificativo (por ejemplo, la motivación de una sentencia) contenga también un fragmento de razonamiento moral. Una tesis, esta última, en mi opinión insostenible desde un punto d evista teórico pero que, además, contribuye a justificar una de las mayores deficiencias en la formación profesional de nuestros jueces: su ignorancia (con las excepciones de rigor) de la filosofía moral contemporánea.
     Y el segundo aspecto atañe a cierta innovación que aparece en su último libro, cuando Ferrajoli señala que hay una dimensión nueva que añadir a la de los derechos fundamentales: la de los bienes fundamentales (pp. 211 y ss.). Bueno, lo que el postpositivismo (o cierto tipo de postpositivismo) defiende al respecto (y que Ferrajoli critica) es que la noción de derechos fundamentales no puede entenderse adecuadamente si uno se mueve exclusivamente en el nivel normativo; se hace necesario también aquí incorporar el plano de los valores. Por supuesto, es posible dar una definición puramente formal del concepto de derecho fundamental (como hace Ferrajoli), pero la misma resulta insuficiente, porque los valores, la existencia de conductas o de estados de cosas particularmente valiosos, es lo que justifica que se articule una red normativa para su protección; si se prescinde del elemento de valor, entonces se deja fuera un elemento esencial de ese concepto. O sea que, de nuevo, no hay ninguna objeción que poner a la noción de bienes fundamentales, pero sí a la reducción del Derecho a su dimensión autoritativa. Y, también aquí, el plano valorativo es (en parte) interno a nuestras prácticas jurídicas, como se ve en el papel determinante que los valores pueden tener a la hora de resolver un problema de interpretación en relación con un derecho fundamental (o de ponderación, en caso de conflicto entre derechos).
     Como se habrá visto, quien escribe este comentario no es exactamente un ferrajoliano en materia de teoría del Derecho. Sino más bien alguien que piensa que el paso dado por Ferrajoli al superar el positivismo clásico de Kelsen o de Bobbio debe proseguirse más allá para dejar también atrás al positivismo jurídico. Lo que no implica, naturalmente, pensar que el positivismo jurídico carece de cualquier valor y que, por lo tanto, no hay nada en lo construido por los autores pertenecientes a esa concepción del Derecho que merezca conservarse. Por el contrario, sigue habiendo, en mi opinión, muchos elementos útiles en lo construido por esa tradición de pensamiento, incluyendo en la misma, de manera muy destacada, las aportaciones de Ferrajoli. Sinceramente, no creo que el jurista (positivista, postpositivista o lo que quiera que sea) tenga hoy a su disposición muchos libros en los que pueda aprender tanto como en el que acaba de publicar Luigi Ferrajoli: La democracia a través de los derechos.


(1) Al lector interesado le remito al nº 34 de la revista Doxa, que se publicó también como libro en Marcial Pons con el título de Un debate sobre el constitucionalismo (Madrid, 2012). Ahí se recoge la presentación de Ferrajoli de dos tipos de constitucionalismo a los que llama respectivamente “garantista” y “principialista” y los comentarios al respecto de diversos filósofos del Derecho; el mío se titula, “Dos versiones del constitucionalismo”.

lunes, 7 de septiembre de 2015

ENTREVISTA CONJUR

Por André Rufino do Vale

Os filósofos do Direito do “mundo latino” precisam estar mais em contato uns com os outros. O distanciamento tem feito com que a produção desse grupo de pensadores seja “dispersa”. O resultado, no entendimento do professor Manuel Atienza Rodríguez, da Universidad de Alicante, na Espanha, é uma tendência de que os juristas latinos passem a “importar” conceitos, problemas e construções do mundo anglo-saxão.

“Não nos damos conta, mas o que estamos importando das universidades do mundo anglo-saxão são problemas, métodos de análise e objetivos que podem não ser exatamente os que seriam de maior interesse para nós”, diz, em entrevista à revista Consultor Jurídico. A solução, para ele, é criar “uma filosofia do Direito para o mundo latino, tanto na América quanto na Europa”.

É uma espécie de programa, ou projeto, para reunir pensadores responsáveis por desenvolver um Direito latino e colocá-los em contato. “Seria algo como uma filosofia do Direito 'regional', que ocuparia um lugar intermediário entre o que agora se faz em cada um de nossos países e a filosofia do Direito no âmbito mundial — que, na realidade, é a filosofia que se elabora em algumas universidades do mundo anglo-saxão e se exporta a outras partes do mundo”, explica o professor.

Manuel Atienza é catedrático de Filosofia do Direito da Universidade de Alicante, na Espanha, e diretor da pós-graduação em Argumentação Jurídica do curso de Direito da instituição. Foi diretor da revista Doxa-Cuadernos de Filosofía del Derecho e já foi membro da Academia Europeia de Teoria do Direito e professor visitante da Universidade Autônoma de Madri.

Atienza falou à ConJur com exclusividade, em visita ao Brasil para palestras e cursos. Em sua passagem por Brasília, o professor espanhol proferiu o curso de argumentação jurídica na Universidade de Brasília (UnB), e palestra no Instituto Brasiliense de Direito Público (IDP).

Para esta entrevista, ele conversou com um de seus alunos, o procurador federal André Rufino do Vale, também colunista da ConJur. Rufino hoje está na Consultoria-Geral da União e é professor do Instituto Brasiliense de Direito Público (IDP).

Leia a entrevista:

ConJur — Depois de um mês de cursos e palestras em diversas cidades brasileiras (Florianópolis, Rio de Janeiro, Recife, Belém, Brasília), qual a a impressão do senhor sobre o atual desenvolvimento da teoria do direito no Brasil?
Manuel Atienza Rodríguez — Minha impressão é que há muito interesse na matéria, e não só por parte dos “filósofos profissionais” do Direito. Surpreendeu-me, por exemplo, e de modo muito positivo, ver que os constitucionalistas brasileiros estão muito antenados em relação aos temas jusfilosóficos mais candentes dos últimos tempos: o debate sobre o positivismo, os princípios, a ponderação... No entanto, ao mesmo tempo, parece-me que existe também uma considerável dispersão e que falta poder articular toda uma série de pesquisas que estão sendo desenvolvidas um tanto isoladamente.

ConJur — Como assim?
Manuel Atienza — Posso estar equivocado, mas creio que esses pesquisadores (que compartilham as mesmas preocupações) muitas vezes não se conhecem entre si, ou se conhecem muito pouco. Os trabalhos que escrevem parecem estar, com frequência, orientados mais a um auditório de alemães ou de norte-americanos do que a juristas brasileiros. Há uma tendência a assumir posições excessivamente abstratas que não me parecem adequadas adequadas para dar resposta aos problemas que realmente importam.

ConJur — O senhor pode dar um exemplo?
Manuel Atienza — Parece muito estranho que se possa pensar que Heidegger nos dará a chave para a compreensão ou a crítica das súmulas vinculantes. Enfim, correndo o risco de parecer provocador, eu diria que a filosofia do Direito brasileira necessita de menos hermenêutica e mais filosofia analítica. E que conste que, em muitos aspectos, eu sou muito crítico em relação ao que, em países como Argentina e Espanha, fazem os filósofos analíticos.

ConJur — O senhor tem defendido "uma filosofia do Direito para o mundo latino", a qual teria a função primordial de resgatar os principais nomes da filosofia do direito dos países da Europa ibérica e da América Latina. Pode explicar esse projeto?
Manuel Atienza — Efetivamente escrevi vários trabalhos tratando de promover uma filosofia do Direito para o mundo latino, tanto da América quanto da Europa. Creio que essa foi minha vocação desde que comecei a me ocupar da filosofia do Direito, já há mais de 40 anos. Seria algo como uma filosofia do Direito “regional”, que ocuparia um lugar intermediário entre o que agora se faz em cada um de nossos países e a filosofia do Direito no âmbito mundial – que, na realidade, é a filosofia que se elabora em algumas universidades do mundo anglo-saxão e se exporta a outras partes do mundo.

ConJur — O projeto seria, então, criar um pensamento latino, como há hoje um pensamento anglo-saxão.
Manuel Atienza — Muitas vezes não nos damos conta, mas o que estamos importando das universidades do mundo anglo-saxão são problemas, métodos de análise e objetivos que podem não ser exatamente os que seriam de maior interesse para nós. Creio que se lográssemos articular uma comunidade jusfilosófica no conjunto de países do mundo latino (aproveitando a proximidade existente desde o ponto de vista cultural, linguístico etc.), poderíamos contribuir também para uma filosofia do Direito mais equilibrada no plano global.

ConJur — Esse projeto já está em prática?
Manuel Atienza — Convocamos um primeiro congresso em Alicante, na Espanha, para os dias 26 a 28 de maio de 2016, com o objetivo de dar um primeiro passo nessa direção. Mas para que fique claro: não se trata de ir contra os anglo-saxões, mas de potencializar o que se faz (e o que se poderia fazer) em nossos países. Tem a ver com algo a que antes me referia, e que não afeta unicamente aos jusfilósofos, aos juristas brasileiros: com frequência, se tem a impressão de que em nossos países, no mundo latino, renunciamos a ter um pensamento próprio (na filosofia do Direito e em muitos outros campos) e de que a única coisa de que somos capazes é de comentar ou difundir o que outros pensam. E eu creio que podemos, e devemos, aspirar a mais.

ConJur — Tem sido tema frequente das palestras do senhor o chamado neoconstitucionalismo. O assunto é bastante polêmico, especialmente na América Latina. Como o senhor se posiciona em relação a ele?
Manuel Atienza — A discussão em torno do chamado “neoconstitucionalismo” é um acúmulo de confusões. Para começar, o próprio termo é confuso (equívoco e equivocado): não tem sentido chamar assim uma teoria do Direito que nunca foi precedida por uma teoria “constitucionalista”. É também equivocado sustentar que as teses que comumente se apreendem dos autores “neoconstitucionalistas” estão respaldadas pelas obras de autores como Dworkin, Alexy, Nino ou Ferrajoli, que, certamente, nunca se autodenominaram “neoconstitucionalistas”. Enfim, se por “neoconstitucionalismo” se compreende uma teoria que nega que o raciocínio jurídico seja distinto do raciocínio moral, que identifica o Direito com os princípios e se desentende das regras, que promove a ponderação frente à subsunção e que apoia o ativismo judicial, então essa é, sem mais, uma concepção equivocada, insustentável, do Direito. Pode-se entender, não justificar, como uma reação frente ao formalismo jurídico, que provavelmente continue sendo o traço mais característico da cultura jurídica nos países latinos.

ConJur — O senhor, então, se opõe ao neoconstitucionalismo?
Manuel Atienza — A reação frente a esses excessos formalistas não pode incorrer no excesso contrário. Sou partidário de uma concepção pós-positivista (constitucionalista), próxima a de autores como Dworkin, Alexy, Nino ou MacCormick, que se opõem tanto ao positivismo jurídico (a qualquer tipo de positivismo) quanto ao "neoconstitucionalismo”. A ideia central é que o Direito não pode ser concebido simplesmente como um sistema de normas, mas, fundamentalmente, como uma atividade, uma prática social que trata, dentro dos limites estabelecidos pelo sistema, de satisfazer a uma série de fins e valores que caracterizam essa prática. Por isso dou tanta importância à argumentação: por entender que é o instrumento adequado para obter esses objetivos, que são, afinal, garantir os direitos fundamentais das pessoas.

ConJur — O senhor tem sido considerado um dos principais pensadores atuais no contexto do denominado constitucionalismo teórico, ao lado de outros grandes nomes, como o do jurista italiano Luigi Ferrajoli. Quais são seus principais pontos de divergência em relação ao constitucionalismo de Ferrajoli?
Manuel Atienza — Sinto uma grande admiração, pessoal e profissional, por Ferrajoli e por isso lamento não estar de acordo com ele em alguns pontos teóricos que me parecem importantes – embora minha concordância com ele no plano político seja completa. Essas diferenças teóricas são basicamente duas. A primeira se refere à sua concepção positivista do Direito, da qual não compartilho porque me parece excessivamente pobre. Resumo minha posição em três aspectos: não creio que se possa separar o Direito da Moral da maneira estanque que Ferrajoli propõe (o que não significa que eu pense que o Direito é uma parte da Moral, nem nada desse estilo); tampouco compartilho sua tendência a ver o Direito quase exclusivamente como um conjunto de regras, e nem com a sua desqualificação radical da ponderação.

ConJur — E qual o segundo ponto de discordância?
Manuel Atienza — A segunda é que me oponho ao não-cognoscitivismo, ou ceticismo ético (no plano da teoria ética) que ele propugna. Pelo contrário, eu defendo o objetivismo moral (se assim se quer, mínimo; mas objetivismo), porque me parece que isso é um pressuposto necessário para poder dar conta do Direito do Estado constitucional e para poder atuar com sentido no interior das práticas jurídicas. Em particular, da judicial.

Entrevista

lunes, 27 de julio de 2015

CLAUSURA DEL MÁSTER DE ARGUMENTACIÓN JURÍDICA (JUNIO 2015)

      Han transcurrido seis semanas de trabajo intenso y en las que han tenido oportunidad de asistir a muchas clases en las que se han ido desplegando los módulos del curso así como de escuchar a muchos conferenciantes de muy variadas orientaciones, de manera que, me parece, al final pueden llevarse una idea bastante amplia del panorama contemporáneo de la filosofía del Derecho desde la perspectiva argumentativa. Ha habido también ocasión para discutir, para argumentar, en contextos variados y para comprobar que, como decían los clásicos de la retórica (recuerden a Quintiliano), a argumentar se aprende mediante el estudio (de la teoría y de las técnicas argumentativas), mediante el ejercicio frecuente –mediante la práctica- y escuchando también a los buenos (y a los malos) oradores que nos ofrecen modelos de cómo se debe argumentar (y de cómo no se debe) Pero este curso de argumentación, este máster, no tiene sólo el propósito de aprender teoría de la argumentación y aprender a argumentar; tiene también, fundamentalmente, un propósito político o ético-político: contribuir a mejorar nuestras prácticas jurídicas y, por este medio, también a mejorar nuestras sociedades, a procurar que se aproximen a lo que podríamos llamar “sociedades decentes” y que hoy están lejos de serlo, si bien, como es lógico, la distancia no es tampoco la misma en todos los casos.
      A mí no me cabe duda de que quien haya asimilado lo enseñado en el curso (o una parte significativa de ello) está en mejores condiciones que la mayoría de los profesionales que operan en el contexto de las prácticas jurídicas. O sea, aumentar las capacidades argumentativas de un jurista significa también colocarle en una situación ventajosa para lograr éxito profesional. Pero yo quiero ahora subrayar el otro objetivo del curso, cuya consecución me parece más problemática.
     Reflexionando sobre esto en los días pasados, cuando buscaba qué decir en esta ocasión, se me ocurrió acudir a un libro que me gusta releer de cuando en cuando, escrito por un helenista español muy prestigioso, Carlos García Gual, y que se titula Los siete sabios (y tres más).  En lo que puede considerarse como las raíces de nuestras tradiciones racionalistas, la razón es, fundamentalmente, razón práctica. Las máximas de los sabios de Grecia se refieren a cómo vivir la vida, cómo organizar la convivencia, etc. A dos de esos sabios podríamos además considerarlos, con algún anacronismo, como juristas: Solón, el gran legislador que contribuyó decisivamente a convertir a Atenas en una democracia; y Bías de Priene, el juez austero. He seleccionado tres máximas de este último que, me parece, pueden ayudar a clarificar el mensaje que yo querría transmitirles hoy, en el momento final de este curso.
    La primera, que puede parecerles extraña, dice así: “los más son malos”. Quizás lo consideren un mensaje demasiado pesimista cuando lo que pretendo es convencerles de que se puede (se debe) cambiar el mundo para mejor. Pero yo creo que es una pertinente llamada al realismo: no es fácil cambiar las cosas, y quien pretenda hacerlo debe saber que ha de estar dispuesto a afrontar situaciones difíciles y que en no pocas ocasiones es posible que pueda tener en contra a los más. De Bías  dice Diodoro que:
   “fue habilísimo y era el primero por su palabra (logos) entre los de su tiempo. Pero utilizaba la potencia de sus discursos en sentido contrario a la mayoría. No para lograr una buena paga ni por las ganancias del caso, sino que actuaba para socorrer a los que padecían injusticia. Lo que ciertamente uno puede encontrar rarísimo" (p. 91-2).
       La segunda se la ofrezco al profesor Josep Aguiló, al que quizás le guste usarla en su módulo de negociación y mediación. Es una muestra apabullante de sagacidad: 
      “Dijo (Bías) que era más difícil mediar en las disputas de amigos que en las de enemigos. Pues de los amigos el que queda vencido se hace enemigo, y de los enemigos, el vencedor, amigo”. (p.91).
       Y, en fin, la tercera es una conmovedora manifestación de la sobriedad del sabio (nada que ver con la austeridad que, en el régimen neoliberal, los opulentos imponen a los más desfavorecidos), sobriedad que tendría que ser una cualidad que deberíamos cultivar para sacudirnos la ominosa dictadura de la sociedad de consumo: “llevo conmigo todos mis bienes” parece que dijo Bías cuando, huyendo del enemigo que había tomado su patria, le preguntaron que por qué no había tratado de llevar consigo sus pertenencias.
       Pero la última de las citas que voy a hacerles es de otro de los sabios de Grecia, aunque él no era griego, sino escita. Su autor es Anacarsis, un personaje extraordinario, que viajó a Atenas en la época de Solón (de quien fue discípulo y amigo) con un propósito quizás semejante al de alguno de ustedes al venir aquí para pasar estas últimas seis semanas. En una carta a Creso, el fabulosamente rico rey de Lidia, escribe:
     “Yo, oh rey de los lidios, he venido a la tierra de los griegos para aprender sus costumbres y usos. No pretendo conseguir oro; me basta con volver a Escitia como un hombre mejor” (p.233).
     Bueno, cuando Anacarsis volvió a Escitia y trató allí de vivir como un griego, lo que ocurrió fue que lo mataron. Pero eso quizás no sea tampoco tan importante.

miércoles, 1 de abril de 2015

La Filosofía del Derecho como filosofía “regional”

Incluyo aquí el artículo LA FILOSOFÍA DEL DERECHO COMO FILOSOFÍA “REGIONAL”.


Argumentación racional y unión civil homosexual

      Durante la semana pasada tuve ocasión de leer un buen número de artículos dedicados al fracasado proyecto de introducir en el Perú una ley que reconociera la unión civil entre personas del mismo sexo. Recuerdo en particular un par de ellos en los que sus autores se lamentaban del tono descalificatorio empleado por muchos de los intervinientes en la polémica y  esgrimían la necesidad de asumir una actitud de respeto y de tolerancia. Se trata, sin duda, de recomendaciones que deben ser atendidas, aunque conviene hacer al respecto una precisión que no me parece baladí: lo que merece, en sentido estricto, respeto, son las personas, pero no necesariamente sus opiniones. Quiero decir que uno no tiene por qué (más aun, no debe) ser respetuoso ni tolerante en relación con discursos, pongamos por caso, racistas, machistas u homófobos. Si no fuera así, si  en un diálogo no se pudiera criticar con dureza (y dureza no quiere decir mala educación, recurso al insulto personal, etc.) lo manifestado por un contrincante, la crítica racional sería sencillamente imposible. Por eso, me pareció muy equivocado lo que sostenía uno de los articulistas a los que me acabo de referir: que en una democracia no puede haber opiniones que pretendan estar por encima de otras, sino que sólo hay opiniones diferentes. Pero las cosas no son (no pueden ser) así:  al que defiende los valores democráticos, la no discriminación, la libertad, etc. no se le puede pedir que piense que sus opiniones no son mejores que(superiores a) las de los que sostienen los valores contrarios. El pluralismo y la tolerancia, dicho de otra manera, no pueden confundirse con la indiferencia.

       Y si he empezado de esta manera mi comentario al artículo de Francisco Tudela, “La Unión Civil como Ficción Jurídica”, es para que se entienda bien el juicio que ese artículo me merece y que condenso en esta frase: no es posible encontrar en su crítica a la unión civil entre personas homosexuales un solo argumento al que pueda otorgarse algún crédito, ni cabe tampoco interpretar el artículo en cuestión de otra manera que como una manifestación de homofobia. Me explico.

     Al exponer el primero de sus argumentos sobre la ley (el  del límite de las ficciones jurídicas), Francisco Tudela sostiene, al comienzo, que se debe legislar “a partir de la realidad sensible externa”, pero dos párrafos después critica al liberalismo por reducir la libertad a lo puramente individual “y empírico”. O sea que, según él, apoyarse en datos empíricos, en la realidad que podemos conocer a través de los sentidos, es al mismo tiempo bueno y malo lo que, manifiestamente, supone incurrir en  contradicción. Y por si eso fuera poco, a renglón seguido atribuye a Marx y Engels la tesis de que la moral burguesa y la familia habrían originado el capitalismo, lo cual viene a ser, aproximadamente, la antítesis de lo que esos autores sostuvieron: que el Derecho y la moral están determinados por la economía, y no al revés. Siete líneas después no tiene tampoco empacho en recalcar que “los partidarios de la acción afirmativa legislativa [establecer medidas para favorecer a una categoría de personas que padecen una situación de discriminación: por razones de raza, sexo, etc.]” son “fervientes defensores del positivismo”, me imagino que ignorando que prácticamente para todos los estudiosos de ese tema la referencia fundamental es la obra del iusfilósofo Ronald Dworkin, el más connotado crítico del positivismo jurídico en los últimos tiempos. Al igual que tampoco le duelen prendas al autor del artículo al afirmar categóricamente que, según los positivistas, “todo es cuestión de obligar a la gente a obedecer la ley”; algo completamente falso (el positivismo jurídico se define por la separación que sus partidarios establecen entre el Derecho –lo que es jurídico- y la moral –lo que debe moralmente obedecerse-) y que, por cierto, no se ve qué tenga que ver con el presunto argumento que Francisco Tudela pretende defender. Aclaro, por lo demás, que yo no soy ni positivista jurídico ni relativista moral.

     El segundo de sus argumentos contiene disparates de un porte semejante. Según él, la unión civil homosexual no puede presentarse como un derecho de las minorías, porque el respeto a quien forma parte de una minoría no puede significar otra cosa que el derecho a ser tratado “como todo el mundo”, sin excepciones ni privilegios. Pero, ¡ay!, en el párrafo siguiente, Francisco Tudela parece justificar (a contrario sensu)  la existencia de “regímenes especiales para minorías desprotegidas o que tengan derechos históricos consuetudinarios”, o sea, lo contrario de lo que acababa de afirmar. Y, por lo demás, ¿cómo negar que hay grupos minoritarios (los niños, los ancianos, los discapacitados…) a los que no puede tratarse como al resto de los ciudadanos, sino mejor, dada su situación –transitoria o permanente- de desventaja? ¿Hay alguna forma razonable de averiguar  qué entiende el articulista por “minoría” o por “minoría digna de protección”? Yo no lo veo.

     Y, en fin, yendo ya al último de los presuntos argumentos. ¿Por qué va a ir la unión civil homosexual en contra de la igualdad ante la ley? ¿Cuáles son los “privilegios” de los que gozarían quienes decidiesen optar por esa unión? Y, por cierto, si nos tomáramos en serio el principio de igualdad ante la ley, ¿no tendríamos que defender para el Perú lo mismo que ya existe en España y en otros países: un matrimonio entre personas del mismo sexo con los mismos derechos y obligaciones que el resto de los matrimonios?

     Pues bien, si para defender una postura contraria a la unión civil homosexual, quien lo hace incurre en contradicciones flagrantes, comete errores de bulto y no aporta ni un solo argumento al que pueda asignársele un mínimo peso, ¿no es razonable suponer que lo que le ha llevado a ello no es otra cosa que el prejuicio, un prejuicio homófobo   revestido, como suele ocurrir, de apelaciones vacuas a los “fundamentos de la civilización”, el “orden natural” y otras lindezas por el estilo? ¿Algún lector es capaz de avizorar alguna otra explicación?

     Termino mi comentario por donde lo había comenzado. Al escribir todo lo que el lector acaba de leer no he pretendido en absoluto descalificar a una persona a la que ni siquiera conozco y de la que sé muy poco. Pretendo, sí, descalificar radicalmente  una manera (presunta) de argumentar que se convertiría en un obstáculo formidable al discurso racional y crítico si le diéramos el mismo crédito que ha de darse a una argumentación seria, y con total independencia de si la misma favorece o no nuestros puntos de vista sobre el particular. En definitiva, debemos estar abiertos a los argumentos, pero debemos también cerrar el paso a lo que pretende pasar por una argumentación, sin serlo. Eso sí que es uno de los fundamentos de nuestra civilización.

lunes, 19 de enero de 2015

Comentario al nuevo libro de Ramón Ortega, El modelo constitucional de derechos humanos. Estudios sobre constitucionalización del Derecho.

1.
Conozco a Ramón Ortega desde hace ya algunos años y, por ello, he podido asistir a la evolución de su pensamiento iusfilosófico, desde un positivismo flexible (en su tesis de doctorado, de 2008, publicada  luego como libro con el título de  Compromiso mutuo y Derecho: Un enfoque convencionalista) al constitucionalismo de tipo postpositivista (próximo al de autores como Zagrebelsky, Alexy, Dworkin o Nino) que defiende ahora en su nuevo y sugerente libro: El modelo constitucional de derechos humanos. Estudios sobre constitucionalización del Derecho. 
     En realidad, y para ser más exacto, esta visión del constitucionalismo jurídico (como teoría) parece ser más bien el punto de llegada que el de partida de su obra; pues mientras que en el primer capítulo Ortega se limita a identificar diversas posturas “de constitucionalismo o neoconstitucionalismo” (el postpositivista, el garantista o iuspositivista, el iusnaturalista y un cuarto al que denomina “neoconstitucionalismo puro”), es sólo al final del libro (en su último capítulo) cuando afirma, con mucha cautela, que la teoría o filosofía del Derecho que, en su opinión, “debería prevalecer” para dar cuenta del “constitucionalismo mexicano emergente” está “más próxima” a esa forma de constitucionalismo (el postpositivismo) que a cualquiera de las otras tres. Una evolución, por lo demás, que es posible advertir también en algunos otros aspectos de cierta importancia: la concepción de la interpretación manifiestamente influida por la escuela genovesa ( sobre todo, por Guastini)  que Ortega defiende en las primeras páginas del libro o, poco después, su rechazo a las llamadas “sentencias manipulativas”,  son tesis que podrían plantear algún problema de armonización con las conclusiones a las que llega en las últimas páginas de la obra, y a las que en seguida me referiré.
       Pues bien, esta impresión de encontrarse con un autor, por así decirlo,  en transición, encaja a la perfección con el tema que aquí aborda: la transformación del Derecho mexicano y de la cultura jurídica de ese país en los últimos tiempos en una dirección, por cierto, muy parecida a la que han seguido (o están siguiendo) otros ordenamientos jurídicos y otras culturas de la región latinoamericana. La tesis central de Ortega es que el Derecho mexicano ha ido evolucionando en los últimos años hacia un modelo de constitucionalismo caracterizado esencialmente por el papel central que ahora juegan los derechos humanos, entendiendo por tales no sólo los reconocidos en la Constitución mexicana, sino también los contenidos en los tratados internacionales ratificados por México. Ese “bloque normativo”, integrado, pues, por normas constitucionales (internas) y convencionales (internacionales) constituye la “ley suprema”, el criterio último de legitimación de las normas del ordenamiento jurídico mexicano, en particular desde la reforma de junio de 2011, y supone un cambio cualitativo de gran trascendencia que, en el último capítulo, Ortega cifra, entre otras cosas, en el reconocimiento de la obligatoriedad de los derechos humanos, en la instauración del principio “pro persona” en la interpretación de los derechos humanos, en la ampliación y refuerzo de los controles de constitucionalidad -incluido el control difuso reconocido ahora a todos los jueces del país-, o en la apertura a nuevas fuentes jurídicas (de carácter obligatorio), como la jurisprudencia de la corte interamericana. Pero, además, a esa tesis relativa al cambio sobrevenido en el Derecho, Ortega añade otra, en el nivel de la teoría: para dar cuenta de esa nueva realidad se necesita una concepción del Derecho que no puede ser ya la del legalismo formalista tradicional sino, precisamente, ese constitucionalismo postpositivista  al que antes me refería y que, en opinión de Ortega, se caracteriza por asumir un concepto axiológico (no meramente descriptivo) de la Constitución, por subrayar el papel de los principios o de la ponderación  (como procedimiento argumentativo característico cuando se maneja ese tipo de normas), por reconocer el pluralismo jurídico (no todo el Derecho emana del Estado), por negar que el Derecho sea sólo producto de actos de la autoridad (los derechos humanos son “reconocidos”, no “otorgados”), por adoptar un criterio amplio de validez con la incorporación de la noción de legitimidad o validez material de las normas, por subrayar el carácter indeterminado del Derecho, la centralidad de los casos difíciles, la apertura del razonamiento jurídico hacia la moral o, en fin, por destacar –y justificar- el protagonismo creciente de los jueces en la vida de nuestros Derechos.
     Sin embargo, ese doble proceso (en el plano de la teoría y en el de la práctica) se ve, según Ortega, obstaculizado, por un lado, por la permanencia en la cultura jurídica mexicana de “una teoría estatalista y legalista del derecho” , un hecho que está ligado a que los jueces “no están acostumbrados a razonar y argumentar acerca de valores, principios y derechos” y “se consideran a sí mismos aplicadores pasivos de la ley”; y, por otro lado, por actuaciones judiciales que suponen todo un “retroceso”  en esa dinámica como, en su opinión, ocurrió con la  Contradicción de Tesis 293/2011 de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en su sentencia de 3 de septiembre de 2013.  Dado que esta última decisión constituye una especie de hilo conductor de toda la obra, un objeto de estudio ejemplar, merece la pena detenerse un momento a comentarla: tanto la decisión como la interpretación que Ortega hace de ella.

2.
      El origen es la mencionada reforma de junio de 2011 del art. 1 de la Constitución mexicana que ahora está redactado así (en sus dos primeros apartados):
       “En los Estados Unidos Mexicanos todas las personas gozarán de los derechos humanos reconocidos en esta Constitución y en los tratados internacionales de los que el Estado mexicano sea parte, así como de las garantías para su protección, cuyo ejercicio no podrá restringirse ni suspenderse, salvo en los casos y bajo las condiciones que esta Constitución establece.
      Las normas relativas a los derechos humanos se interpretarán de conformidad con esta Constitución y con los tratados internacionales de la materia favoreciendo en todo tiempo a las personas la protección más amplia.”
    
     Pues bien, esa redacción un tanto imprecisa dio lugar a que surgieran dos interpretaciones doctrinales asumidas también en vía jurisdiccional, lo que provocó la contradicción de tesis (de tesis jurisprudenciales: entre dos tribunales federales) que la SCJN hubo de resolver. Según una de esas interpretaciones, los tratados internacionales gozarían de la misma jerarquía que la Constitución, mientras que la otra mantenía la doctrina anterior –anterior a la reforma-, de acuerdo con la cual la única norma suprema sería la Constitución, de manera que los tratados se encontraban por debajo de ella. Y lo que hizo la SCJN en su decisión de septiembre de 2013 fue dictar una “jurisprudencia obligatoria” que esencialmente establece que los derechos humanos contenidos en la Constitución y en los tratados internacionales “constituyen el parámetro de control de regularidad constitucional, pero cuando en la Constitución haya una restricción expresa al ejercicio de aquéllos, se debe estar a lo que establece el texto constitucional”. 
     La sentencia, con la doctrina señalada, fue aprobada, después de diversas vicisitudes, por 10 de los 11 ministros de la Corte y constituye, como decía, el centro principal de la crítica de Ortega. Y aunque esa crítica aparece en diversos momentos del libro y quizás con algunas diferencias de acento, yo creo que los argumentos principales, en sintonía –por cierto- con las razones aducidas por el ministro disidente, Cossío Díaz, vienen a ser estos tres: 1) la decisión es auto-contradictoria; 2) viola la propia Constitución; y 3)  establece un sistema restrictivo “que obliga al juez a volver al legalismo más puro y duro y lo fuerza a aplicar deductivamente la norma constitucional que prevé la restricción” (p. 111). La contradicción la ve Ortega en que la sentencia en cuestión “sostiene, primero, que la Constitución y las normas de derechos humanos contenidas en los tratados internacionales de los que México es parte tienen el mismo valor normativo, señalando incluso que entre los derechos humanos de fuente constitucional y los de fuente internacional no existen relaciones jerárquicas, lo cual significa que se encuentran en un plano de igualdad. Pero agrega, después, que las normas constitucionales deben prevalecer en caso de conflicto, lo que implica que dicha igualdad es meramente inexistente” (p. 86). En cuanto a la violación de la propia Constitución, Ortega considera que esto es así por cuanto la decisión “atenta contra el mandato contenido en el artículo primero que dice que las normas sobre derechos humanos se interpretarán favoreciendo en todo tiempo a la persona la protección más amplia” (p. 87). Y el sistema restrictivo sería consecuencia de que la Corte se habría decantado por “un modelo deductivo o subsuntivo, y no ponderativo” (p. 111), que es lo que Ortega quiere defender en su libro. Según él, los posibles conflictos que pudieran surgir entre una norma constitucional y una internacional en materia de derechos humanos tendría que solucionarlos el juez mediante un ejercicio de ponderación, pues esa sería la única manera de hacer valer la tesis que podríamos llamar de la “armonización” o del “bloque normativo”: el juez debería “ponderar las razones subyacentes [a cada una de las normas en conflicto] a la luz del principio pro persona” (p. 111), y, como resultado de ello, “es posible que la Constitución tenga que ceder ante un tratado internacional si éste otorga mayor protección a los derechos humanos de la persona” (p. 70).
      Pero además, a esos tres argumentos principales se suman otros dos que, en realidad, vienen a ser contraargumentos frente a posibles objeciones a la tesis que Ortega defiende. Así, este último sostiene, 4) que su interpretación no se opone en realidad a seguir considerando que la Constitución mexicana es suprema: seguiría siéndolo (suprema) en “un sentido estrictamente formal”; y 5)  que no cabe tampoco, para  justificar la preferencia otorgada al texto constitucional, apelar al argumento de la “deferencia al constituyente”, pues esa preferencia “debería no ser absoluta so pena de anular o debilitar el papel del tribunal constitucional como guardián de los derechos humanos contenidos en la Constitución” (p. 91). Lo que Ortega entiende por supremacía o jerarquía formal o estructural es aquella “que se presenta cuando una norma regula la producción de otra, estableciendo quién o quiénes son competentes para ello. La primera [la jerárquicamente superior] es una norma de competencia y se dice que ella es jerárquicamente superior a la que se dicta en ejercicio de esa competencia” (p. 44). Y el argumento de la deferencia al constituyente aparece en su libro a propósito de un voto concurrente, el del ministro Gutiérrez Ortiz Mena, en el que este último  sostenía que las normas de la Constitución que establecen restricciones deben ser consideradas como principios susceptibles de ponderación y no como reglas que haya que aplicar mecánicamente. O sea, las restricciones constitucionales deberían someterse a un balance en el que se considerase los distintos bienes constitucionales, pero la deferencia al constituyente haría que las normas constitucionales que restringen un  derecho deberían prevalecer “a menos que ésta [la restricción del derecho] sea abiertamente incompatible, bajo cualquier luz, con el sistema general de derechos humanos” (p. 91). Pero eso le parece a Ortega “un argumento retórico y artificioso” puesto que sólo prevalecería  (la norma de derechos humanos más favorable a la persona) en caso de “extrema injusticia” (p. 91).
     Bueno, los argumentos son claros y el propósito de Ortega es sin duda encomiable: la defensa de un nuevo paradigma para el Derecho mexicano basado en una concepción exigente de los derechos humanos. Pero esos argumentos no son tampoco indiscutibles. Si uno tratara de encontrarles “la vuelta” en una especie de ejercicio de dialéctica jurídica, creo que podría decir algo parecido a lo siguiente.
     Ad 1) Lo que establece la sentencia de la SCJN no es para nada contradictorio, sino una manera  razonable de interpretar un texto que, efectivamente, es impreciso. Y la forma de resolver esa imprecisión (de evitar la “apariencia de contradicción” que contiene) consiste en fijar que las normas de la Constitución y las de los tratados internacionales suscritos por México tienen el mismo valor normativo, salvo en los supuestos en los que la Constitución haya establecido una “restricción expresa” al ejercicio de uno de ellos. O sea, lo que se establece, en uno y otro caso, tiene ámbitos de aplicación distintos y, por eso, no cabe hablar de contradicción lógica. De manera semejante, si una norma dijera que los automóviles no pueden circular por las autopistas a más de 120 kilómetros por hora, pero que esa velocidad se reduce hasta 80 kilómetros por hora cuando se trata de vehículos de gran tonelaje, nadie pensaría que se está incurriendo en una contradicción. Por lo demás, a favor de la interpretación de la Corte puede aducirse también que ese (el significado que ella fija) es el más acorde con el texto (y aquí cabría recordar que el propio Ortega escribe en su obra –p. 38- que el intérprete no “está autorizado a transgredir las convenciones establecidas del lenguaje”); y que la reforma de 2011 no modificó (cuando –obviamente- podría haberlo hecho) el art. 133 que sigue estableciendo que  la Constitución, las leyes y “todos los Tratados que estén de acuerdo con la misma” constituyen “la Ley Suprema de toda la Unión”.
     Ad 2) La decisión no viola la Constitución si el art. 1 se interpreta de la manera que la sentencia de la Corte ha fijado. O sea, las normas sobre derechos humanos deberán interpretarse “favoreciendo en todo tiempo a la persona la protección más amplia”, pero entendiendo que si se produce el tipo de conflicto previsto en el primer párrafo, la norma que habrá que interpretar así será la aplicable al caso, o sea, la de la Constitución mexicana que establece la “restricción expresa” al ejercicio de un derecho. Si se quiere decirlo de otra manera: el argumento de Ortega incurriría aquí en una petición de principio, en cuanto está dando por sentado (pero eso es lo que se trata de probar) que la manera adecuada de interpretar el art. 1 no es la establecida por la Corte.
     Ad 3) No hay por qué pensar que la decisión de la Corte supone una vuelta “al legalismo más puro y duro” y una opción por la deducción en lugar de por la ponderación como método argumentativo.  O, mejor dicho, la contraposición entre legalismo y principialismo o entre subsunción (deducción) y ponderación podría considerarse como un ejemplo de la falacia (el paralogismo) de la falsa oposición. El Derecho (y, en particular, el Derecho del Estado constitucional) necesita combinar ambas cosas. Consiste tanto en leyes (en reglas) que suministran esencialmente razones de tipo autoritativo, formales, como en principios a los que subyacen (también en lo esencial) razones sustantivas. Sin que pueda decirse que las razones sustantivas derrotan siempre a las de carácter autoritativo (o institucional: estas últimas tienen también un fuerte carácter formal), simplemente porque, si fuera así, el Derecho dejaría de ser una práctica autoritativa, lo que es otra manera de decir que perdería sus señas de identidad. Y, por la misma razón, no puede decirse tampoco que la argumentación jurídica (ni siquiera la de carácter constitucional: la que lleva a cabo un tribunal constitucional) sea exclusivamente –o preponderantemente- de carácter ponderativo, y menos aun pensar que la argumentación –la justificación- que efectúan los tribunales es tanto mejor cuanto más uso  hagan de la ponderación. O sea, una cosa es defender que en la argumentación jurídica –judicial- es inevitable el recurso a la ponderación y que ésta no supone –o no tiene por qué suponer- un procedimiento irracional, y otra alentar el ejercicio de la ponderación más allá de cuando está justificado recurrir a ella. La decisión de la SCJN señala un límite para la ponderación, pero ello no supone proscribirla en todos los casos (en todos los casos atinentes a los derechos humanos). No hay por qué ver en la sentencia, en definitiva, una vuelta al legalismo, sino más bien un recordatorio (lo que podría venirle bien al jurista “neoconstitucionalista” que tiende a reducir el ordenamiento jurídico a principios) de que el Derecho es una práctica autoritativa. Y, precisamente, la propia Corte, al hacer la interpretación que hizo del art. 1, estaría también reconociendo ese carácter autoritativo y asumiendo las razones de la autoridad (del constituyente) aunque eventualmente los ministros de la Corte (o algunos de ellos) pudieran discrepar de las mismas.
     Ad 4) El modelo constitucional de derechos humanos defendido por Ortega no es realmente compatible con seguir reconociendo a la Constitución el carácter de supremacía jerárquica. O si se quiere, se trataría de un reconocimiento vacío de significado, por no decir que engañoso. Es como si se le dijera a determinado general de un ejército, A, que él es el jefe supremo porque  es el que puede designar a los miembros del ejército que también pueden dictar órdenes, pero con la curiosa salvedad de que las dictadas por otro general, B, aun cuando se opusieran a las suyas, podrían prevalecer. ¿Cuál de los dos generales ostentaría la jefatura del ejército: A ó B? ¿O quizás habría que decir que ninguno de los dos, sino algún otro general o cuerpo del ejército, C, que tuviera la capacidad de determinar cuándo las órdenes dictadas por B prevalecen sobre las de A, o viceversa? Por lo demás, en este punto Ortega parece haber oscilado un tanto. En el primer capítulo (p. 47) afirma que “la Constitución ha sido y sigue siendo la norma jerárquicamente suprema del ordenamiento jurídico mexicano, si bien en un sentido estrictamente formal y lógico, así como en un sentido material invariablemente”. Para luego, como se ha visto, precisar que la jerarquía sería únicamente en sentido formal y lógico pero no en sentido material. Y, en fin, su argumento de que el recurso a la ponderación (que tendrían que llevar a cabo los jueces: el equivalente al comando del ejército que acabo de denominar C) no va contra la supremacía de la Constitución (de A) “pues en realidad es la propia Constitución la que ordena interpretar las normas del modo más favorable posible en cada caso concreto” (p. 111) sería también pasible de ser considerado como una petición de principio: presupone una interpretación de la Constitución que no es la establecida por la SCJN (por C). O sea, el argumento de Ortega sólo valdría si no fueran aceptables las razones indicadas en ad 1).
     Ad 5) La equiparación entre la “deferencia al legislador” y la “deferencia al constituyente” que efectúa Ortega para, por analogía, trasladar los criterios que podrían estar justificados en relación con la interpretación de las leyes al caso de la interpretación de la Constitución parece cuestionable. Simplemente porque en un caso la Constitución es el parámetro que el juez tiene que manejar para enjuiciar la adecuación o no al mismo de las leyes; mientras que en el otro caso se trataría ya de enjuiciar el propio parámetro. O sea, si el juez constitucional puede  no ser deferente en algún caso con el constituyente, ¿qué quedaría entonces del principio democrático? Si, como en el caso de que aquí se trata, los miembros de la Corte Suprema pudiesen poner su modelo constitucional de los derechos humanos por encima del querido (dos años antes) por el llamado “Poder Constituyente Permanente” integrado por dos terceras partes de los miembros presentes del Congreso con la aprobación de la mayoría de los Estados, ¿en dónde residiría entonces la soberanía mexicana?
   
 3. 
Quisiera, para terminar este comentario sobre un libro sin duda valioso y que bien merece ser discutido, mostrar mi discrepancia con Ortega en un  punto que quizás no refleje una verdadera diferencia en cuanto al fondo del asunto. Me refiero a lo siguiente. En varios momentos de su libro, me ha parecido detectar en su autor una actitud que, en mi opinión, es excesivamente pesimista sobre la evolución de la cultura jurídica en México y demasiado crítica en relación con la sentencia de la SCJN a la que me he referido repetidamente. En realidad, los problemas que están en la base de toda esta discusión son ciertas “singularidades” de la Constitución mexicana como el llamado “arraigo” (la detención preventiva) del art. 16 que plantea límites a la libertad personal que, efectivamente, parecen contradecir nociones básicas de los derechos humanos, o la regulación de la libertad religiosa que, por ejemplo, hace imposible (sería inconstitucional) que en México pudieran existir partidos políticos del tipo de las democracias cristianas que han gobernado (gobiernan) en diversos países europeos. Pero esas singularidades (incompatibles con los valores del constitucionalismo), por un lado, no son privativas del Derecho mexicano; podríamos decir que casi cada Constitución tiene las suyas: pensemos en la pena de muerte en relación con los Estados Unidos, en los privilegios de la Iglesia católica en el caso de España, etc. Y, por otro lado, existen diversos instrumentos jurídicos y/o políticos para luchar contra esos obstáculos para el logro de un modelo constitucional de derechos humanos plenamente efectivo, que conviene tener muy en cuenta. Uno de esos instrumentos es el cambio del texto constitucional por parte del constituyente; lo cual, en relación con México, se traduciría  en propugnar una reforma (por parte del poder político, no de los jueces) de la Constitución que acabe con las instituciones del Derecho interno que no tienen un parangón en el Derecho internacional de los derechos humanos. Y otro podría consistir en interpretar la propia Constitución en un sentido progresivo, pero que no ponga en cuestión la dimensión autoritativa del Derecho. Me parece que a algo así es a lo que apunta el voto disidente de la sentencia que Ortega descalifica quizás con cierta precipitación pues, en realidad, él mismo podría estar defendiendo una tesis parecida cuando, en el epílogo de su obra, advierte sobre los peligros del “activismo desbocado de los jueces”, aboga por fortalecer el papel de la jurisprudencia de la SCJN y, en definitiva, viene a reconocer que el principio “pro persona” sigue vigente en el Derecho mexicano (después de la sentencia de 2013) y debería jugar un papel relevante en la interpretación  de esas singularidades constitucionales.
         He empezado este comentario haciendo referencia al carácter de pensamiento en transición que me ha parecido percibir en el autor de este libro y que, creo, puede ser una de las claves para entender bien una obra escrita con claridad y con pasión sobre un tema que plantea cuestiones de gran calado tanto desde el punto de vista práctico como desde el teórico. Por lo que yo le conozco, Ramón Ortega no es sólo un joven investigador con una gran capacidad intelectual y una notable formación teórica, sino también alguien que sabe combinar la prudencia con el compromiso intelectual y,  por ello, dispuesto a transitar hacia posiciones nuevas y tentativas, si encuentra buenos argumentos para ello. Los que acabo de presentar en lo que he llamado un ejercicio de dialéctica jurídica no tienen otra pretensión que plantear dudas, ofrecer un material para la reflexión y la discusión. Al fin y al cabo, no es cosa fácil (por más que se trate de una tarea ineludible) construir un modelo constitucional de los derechos humanos que permita dar solución a los desafíos que plantea al jurista de todo tipo el fenómeno de la constitucionalización de nuestros Derechos.