jueves, 18 de diciembre de 2014

William Twining

                                                                                                              
A lo largo de mi vida académica me he encontrado varias veces con obras de William Twining que han supuesto para mí algo así como un hito intelectual. Y en una ocasión me  encontré con William Twining en persona: cuando aceptó participar, con una conferencia sobre el chart-method de Wigmore, en el curso de posgrado sobre argumentación jurídica organizado por la Universidad de Alicante, en la edición de 2010.
     El primero de esos encuentros fue con su libro Karl Llewellyn and the Realist Movement. Y lo que me llevó a él fue la tesis de doctorado de Juan Antonio Pérez Lledó sobre el movimiento Critical Legal Studies. Yo le había sugerido a Juan Antonio, hacia mediados de los 80, ese tema de tesis y, al estudiar los precedentes de esa concepción del Derecho en el realismo jurídico, descubrió él, y me dio a conocer a mí, el gran libro de Twining. Llewellyn es una figura poco conocida en el contexto de la filosofía del Derecho del mundo latino, pero desde entonces –desde aquel descubrimiento- ha pasado a ser uno de mis clásicos contemporáneos, una fuente constante de inspiración.
     Mi segundo encuentro fue con el libro escrito conjuntamente con  David Mier, How to do Things with rules, del que apareció pronto una traducción al italiano. Recuerdo que, hacia comienzos de los 90, hicimos un seminario sobre el mismo, en el departamento de filosofía del Derecho de Alicante, y la impresión que tuve de estar ante un libro de texto modélico, que mostraba de manera entretenida y rigurosa que la teoría del Derecho (de la norma jurídica) podía resultar de interés para el jurista práctico y, por lo tanto, para el estudiante que ha de aprender a pensar y a resolver problemas como un jurista. En el Derecho en acción la teoría y la práctica constituyen simplemente una unidad, y de ahí la necesidad que se le plantea a cualquier filosofía del Derecho que merezca la pena de asumir como presupuesto último el pragmatismo: un pragmatismo bien entendido y que, efectivamente, está más próximo al pragmatismo clásico que al neo-pragmatismo de nuestros días.
     Algo después leí su Globalization & Legal Theory y, de nuevo, me sentí plenamente en sintonía con una forma de entender la teoría del Derecho que iba más allá de la tradición positivista y analítica, y se abría hacia la filosofía moral y política, pero también hacia el Derecho comparado y hacia las ciencias sociales, y que reivindicaba un concepto amplio de Derecho que abarcara no sólo al Derecho estatal y al Derecho internacional público en sentido tradicional (las dos únicas experiencias jurídicas consideradas por el positivismo del siglo XX: por Kelsen o por Hart), sino también muchos otros fenómenos de pluralismo jurídico. Ciertamente, la globalización supone un reto para la teoría del Derecho y la pervivencia de esta (importante) tradición cultural depende de que sea capaz de adaptarse a la nueva realidad del Derecho. Desde entonces siempre he tenido muy presentes las sugerencias de Twining para lograr ese objetivo.
     Cuando Raymundo Gama, por el año 2006, llegó a Alicante (venía de México DF) para hacer con nosotros una tesis de doctorado sobre las presunciones en el Derecho, le recomendé en seguida que leyera los trabajos de Twining sobre argumentación en materia de hechos y le animé a que se pusiera en contacto con él y, como consecuencia de ello, a que hiciera una estancia de estudio en la Universidad de Miami. Muy en particular le sugerí que estudiase el chart-method  de Wigmore, en la adaptación que del mismo había hecho Twining. Mi interés por el método de Wigmore venía, por así decirlo, de lejos. A finales de los 80 se me había ocurrido utilizar diagramas de flechas y figuras geométricas para representar argumentos jurídicos (no sólo argumentos probatorios), y tardé algunos años en descubrir que existía ya, desde hacía tiempo, un método que guardaba bastantes semejanzas con lo que yo proponía. Esa ignorancia se debía, en parte, a que la técnica de representación ideada por Wigmore era demasiado engorrosa como para que pudiera ser fácilmente usada por los juristas y enseñada en las escuelas de Derecho. Pero a ello le había puesto remedio Twining, al llevar a cabo esa tarea de revisión y de simplificación. Por eso, cuando aceptó venir a Alicante para participar en nuestro curso de argumentación, le propusimos que hablara de la lógica de la prueba y que expusiera ese método ante un público de profesores y de juristas prácticos (españoles y de diversos países latinoamericanos) que quizás nunca habían oído hablar de Wigmore. En mi opinión –y en la de todos los asistentes con los que tuve oportunidad de hablar al respecto-, una conferencia memorable y de la que se obtenía una gran enseñanza: los elementos fundamentales del método jurídico son básicamente los mismos, bien se trate de sistemas de common law  o de civil law.
     La entrevista que Raymundo Gama y yo le hicimos para la revista Doxa. Cuadernos de filosofía del Derecho (aparecida en el nº 32, correspondiente al año 2009) fue precisamente con ocasión de esa visita. Sigue el formato habitual utilizado con muchos otros iusfilósofos de las últimas décadas (Bobbio, Hart, von Wright, Carrió, Bulygin, Raz, Alexy, MacCormick, Finnis…) y contiene cuestiones (y respuestas) concernientes a la biografía intelectual del entrevistado, pero también a diversos puntos centrales de la teoría del Derecho. Me parece que la entrevista con Twining, quien respondió con gran amplitud a todas nuestras preguntas (con la excepción de la última, que mereció por su parte un elocuente laconismo), ayuda a entender mejor no pocos aspectos de su obra teórica (porque los pone en relación con contextos que no tienen por qué resultar obvios) y me parece que es de especial interés para los teóricos del Derecho –los juristas en general- del mundo latino, donde la obra de William Twining no es demasiado conocida.
     En fin, el último libro de Twining que he leído (prácticamente acabo de terminarlo) es su General Jurisprudence. Understanding Law from a Global Perspective, en el ejemplar que él me regaló cuando visitó Alicante. Me ha parecido una obra realmente importante –en cierto modo, una obra de síntesis- y que supone todo un modelo alternativo (al menos, en germen) a la teoría del Derecho dominante en los últimos tiempos, y un modelo que a mí me resulta particularmente atractivo. Leyendo ese libro, he sentido el placer no sólo de estar aprendiendo inmensamente, sino de encontrarme, formuladas con precisión y con elegancia, muchas ideas que en algún momento creo haber atisbado de manera borrosa. ¡Ojalá, por ello, que en la teoría del Derecho por venir se produzca un giro en el sentido sugerido por Twining!
    Pero no quiero terminar estas impresiones muy personales sobre la obra de Twining sin antes señalar un par de extrañezas que me ha producido la lectura de su General Jurisprudence. La primera se refiere a las repetidas afirmaciones de Twining (y no sólo en esta obra) en el sentido de que él sigue siendo un autor iuspositivista. Si, para simplificar, arrancamos de la habitual caracterización del positivismo jurídico a partir de las dos tesis de las fuentes sociales del Derecho y de la separación (conceptual o metodológica) entre el Derecho y la moral, se entiende sin mayor dificultad la adhesión de Twining a la primera de esas dos tesis: aunque me parece que la misma apenas tiene significado, pues la naturaleza social e histórica del Derecho es algo que hoy prácticamente nadie está dispuesto a cuestionar. Pero lo que ya no me parece tan fácil de entender es que acepte también la tesis de la separación, cuando resulta que Twining tiende a relativizar la distinción entre lo descriptivo y lo prescriptivo (o sea, es una distinción que tiene sentido en algunos contextos, no en otros) o considera que la argumentación moral juega un papel considerable en el (interior del) razonamiento jurídico. Naturalmente, estas dos últimas afirmaciones son compatibles con sostener también que, desde determinadas perspectivas o en ciertos contextos, se puede y se debe separar el Derecho de la moral: el Derecho, en definitiva, puede ser injusto, contradecir a la moral. Pero yo no alcanzo a ver de qué manera todo lo anterior puede llevar a considerar a alguien como un partidario del positivismo jurídico, simplemente, porque los no positivistas también están de acuerdo con ello. O sea, el post-positivismo contemporáneo (donde puede incluirse a autores como Dworkin, Nino, Alexy o el último MacCormick) no piensan que la existencia de una conexión intrínseca o conceptual entre el Derecho y la moral lleve a identificar ambos fenómenos, a negar la posibilidad de que exista Derecho injusto o a considerar que el Derecho es simplemente una rama de la moral (aunque el Dworkin de Justice for Hedgehogs haya coqueteado con esta última idea). Yo diría que la explícita adhesión de William Twining al positivismo jurídico va en cierto modo en contra de la perspectiva histórica asumida por él en la teoría del Derecho. Pues, precisamente, la clave para explicar el paradigma positivista vigente en los dos últimos siglos no es otra que la historia como, en mi opinión (y aquí no tengo otra opción que afirmarlo dogmáticamente), puso magistralmente de relieve, en varios trabajos de la década de 1960, un filósofo del Derecho español prácticamente desconocido fuera de nuestras fronteras: Felipe González Vicén. Es un cambio histórico de dimensiones probablemente semejantes al que ocurrió a finales del XVIII y comienzos del XIX en Europa (que, según González Vicén, produjo el fin de las teorías del Derecho natural y la irrupción del positivismo jurídico), la constitucionalización de los sistemas jurídicos a partir sobre todo de la segunda guerra mundial y el creciente proceso de globalización lo que, en mi opinión, ha marcado el fin del positivismo jurídico como teoría adecuada para dar cuenta de la nueva realidad del Derecho. Y lo que me parece extraño, insisto, es que, a pesar de haber mostrado con toda claridad la necesidad de una renovación profunda en la teoría del Derecho positivista clásica (construida de espaldas a esos grandes cambios que se han producido en los últimos tiempos), William Twining piense que no es necesario para ello abandonar el paradigma positivista.
     El segundo motivo de extrañeza tiene que ver con la completa ausencia, en el libro de Twining, de los dos autores que, en mi opinión, son los  más importantes (creo que también los más influyentes) de la teoría del Derecho del mundo latino en las últimas décadas: Norberto Bobbio y Carlos Nino; por lo que recuerdo de los escritos de Twining, el único autor de ese ámbito cultural por el que se ha interesado es Boaventura Santos (y –de manera cabría decir incidental- por el escritor Italo Calvino). Esa ausencia viene a reforzar mi proyecto de procurar construir algo así como un modelo de filosofía del Derecho para el mundo latino que contribuya a generar una teoría del Derecho “regional” de cara a lograr un mayor equilibrio en el proceso de globalización de la teoría del Derecho que, también en este ámbito, tiene el riesgo de convertirse en la globalización de un localismo: el de la teoría del Derecho elaborada por los autores anglosajones. Digamos: si quien desde el ámbito anglosajón representa la concepción más abierta de teoría del Derecho desconoce realmente tradiciones tan importantes como las del mundo latino, entonces no parece haber otro remedio que esforzarse por construir algo así como “contrapoderes teóricos” que eviten la completa hegemonía del paradigma anglosajón. El multilateralismo parece una estrategia deseable, y no sólo en política internacional. Por lo demás, estoy convencido de que ese proyecto no choca en absoluto con el modelo de teoría del Derecho que Twining propugna.
  

viernes, 13 de junio de 2014

Un método para el análisis de los argumentos


En un libro  publicado con Alí Lozada hace unos años (Cómo analizar una argumentación jurídica, Cevallos, Quito, 2009) presentaba la exposición de un método para el análisis de los argumentos que luego he recogido en mi Curso de argumentación jurídica (Trotta, Madrid, 2013, pp. 424-429). Dado que mi exposición en esta última obra puede resultar demasiado sintética, reproduzco aquí la primera parte de la obra ecuatoriana (Exposición del método) en la que se dan detalles que pueden resultar útiles.

martes, 3 de junio de 2014

Monarquía o república: lo segundo mejor y lo fundamental

La noticia de la abdicación del Rey ha tenido el efecto (prácticamente inmediato) de que muchas gentes que se consideran de izquierda manifiesten sus inclinaciones antimonárquicas y exijan la celebración de un referéndum para decidir cuál tendría que ser la forma del Estado. Los argumentos (para una y otra cosa: la consulta que se pide es, obviamente, el instrumento para acabar con la monarquía) son, más o menos, del siguiente tenor: «no hay que tener miedo a la democracia», «ya es hora de acabar con la herencia del franquismo», «se debe devolver la palabra a la gente, a la ciudadanía», «hay que dejar que el pueblo decida», «es inconcebible en el siglo XXI seguir hablando del derecho de sangre», etcétera.

Planteada en abstracto, la opción «monarquía o república» no puede resolverse, creo yo, más que a favor de la segunda de las alternativas: no parece que haya forma racional de justificar que la máxima representación del Estado (lo que supone un poder mayor o menor pero, en todo caso, considerable) dependa simplemente del nacimiento. Digamos que si se nos colocara en una situación anterior a la constitución de la sociedad y en la que tuviéramos que decidir en condiciones de imparcialidad sobre cómo organizar esa sociedad, sin duda no lo haríamos a favor de un privilegio semejante: la idea, más o menos natural e intuitiva, que nos lleva a vincular la justicia con la igualdad de oportunidades, nos lo impediría.

Pero ocurre que no estamos en ese minuto cero, que la decisión no podemos tomarla en abstracto, sino teniendo muy en cuenta el contexto en el que nos encontramos y que tampoco se trata de una decisión de tipo individual, en la que cada uno tendría que dejarse guiar sencillamente por su conciencia. La política, como el Derecho, es una praxis colectiva en la que los elementos institucionales pueden tener un peso decisivo. Así como un juez no puede tomar, a la hora de resolver un caso, la decisión que a él le parecería (fundadamente) la más correcta, sino que tiene que hacerlo dentro de los límites que el Derecho le traza (pues si no fuera así haría quizás, en ese caso, justicia, pero pondría en riesgo el buen funcionamiento del sistema y no contribuiría, a la larga, a la propia causa de la justicia), otro tanto podría ocurrir en el terreno de la política: es lo que explica que tanta gente haya apoyado en España (o, al menos, no haya puesto en cuestión) la monarquía, aunque esté muy lejos de sentirse monárquica. Como algún autor ha escrito, el Derecho y la política son terrenos en los que rige ampliamente la racionalidad de «lo segundo mejor». Por ejemplo, la monarquía no es la mejor de las formas de gobierno (o, incluso, no es en sí misma justificable) pero, dadas determinadas circunstancias, podría tratarse de la mejor opción disponible. Para entendernos: sería absurdo que Francia se plantease pasar a ser una monarquía, pero no se le ve tampoco mucho sentido a que Suecia tuviera que convertirse en una república. Simplemente porque no parece que la republicana Francia sea un país más democrático o con un mayor nivel de protección de los derechos fundamentales que la monárquica Suecia; y porque no es ningún secreto que bastantes de los regímenes más atroces hoy existentes (al igual que en los tiempos recientes) han sido precisamente repúblicas.

¿Y qué pasa entonces con España? Pues yo creo que deberíamos utilizar un criterio semejante al que acabo de sugerir, y que no es precisamente el defendido por algún connotado dirigente de la izquierda: la opción entre monarquía o república no equivale en absoluto a la de monarquía o democracia. Lo que tenemos que plantearnos es si, dadas las condiciones realmente existentes (no las que podrían darse en algún mundo ideal), la convocatoria de ese referéndum y la eventual llegada de la tercera república podría significar o no una mejor democracia y una mayor protección de los derechos fundamentales de los individuos. Yo no veo claro que sea así (que vaya a ser así) e incluso me parece que existe el riesgo de que las energías consumidas en esa batalla vayan en detrimento de lo que de verdad importa: acabar con una política del Gobierno español y de la Unión Europea que impide a tanta gente una vida en condiciones dignas.


Publicado en el diario Información. Martes, 03 junio 2014

miércoles, 7 de mayo de 2014

Por qué no conocí antes a Vaz Ferreira

Se trata del texto de una lección pronunciada en la Facultad de Derecho de la Universidad de la República, en Montevideo, el 23 de abril de 2014.

Por qué no conocí antes a Vaz Ferreira

viernes, 28 de marzo de 2014

Entrevista con Alejandro González Piña

Incluyo aquí una entrevista que me hizo Alejandro González Piña en noviembre de 2010 para ser publicada en un libro que estaba preparando la Facultad de Derecho de la la Universdidad de Querétaro, pero que no llegó a editarse.
Entrevista a Manuel Atienza

Reseña sobre "Podemos hacer más. Otra forma de pensar el Derecho"

Incluyo aquí la reseña al libro Podemos hacer más. Otra forma de pensar el Derecho, escrita por Javier de Lucas y aparecida en Le Monde diplomatique en español (nº 221 Marzo de 2014).

jueves, 13 de marzo de 2014

De cercos, naufragios y otros desastres


(Aparecido en el nº 230 de la revista Claves de razón práctica)

A veces uno se encuentra con libros, artículos de revista, informaciones, etc. cuyos títulos no están en sintonía con sus contenidos; en la prensa (incluida la de “calidad”: también ahí se nota la llegada de los Eres) empieza a ocurrir con una frecuencia verdaderamente alarmante. Pero no es ese el caso del libro publicado recientemente en Anagrama: La universidad cercada. Testimonios de un naufragio, del que son editores Jesús Hernández, Álvaro Delgado-Gal y Xavier Pericay, que recoge las reflexiones de una serie de destacados profesores de diversas universidades españolas y de variadas disciplinas sobre cómo ven la situación de la universidad española. El autor de la introducción, Jesús Hernández, hace incluso una alusión más o menos irónica a esa circunstancia: “El título del libro es expresivo; bueno el subtítulo también” (p. 25). Tiene, sin duda, razón, pero uno diría que el matiz expresado es ligeramente distinto, en uno y otro caso. De un cerco, de un acoso, cabe salir incluso fortalecido (por mal que lo haya pasado la víctima de esa situación); pero el saldo de un naufragio es siempre negativo: nadie está mejor de lo que estaba por el hecho de haber sufrido un naufragio aunque, desde luego, también en esa adversa situación existe un modo racional de comportarse: procurar minimizar los daños, esforzarse por salvar, en la medida de lo posible, lo que tenga un mayor valor.
     Digo todo esto porque, después de haber leído con enorme interés y una actitud de adhesión global  hacia los contenidos de las 19 contribuciones (incluida la introducción) del libro, he tenido la sensación de que el título reflejaba con bastante exactitud el mensaje que transmitían  los testimonios de los cultivadores de las ciencias “duras”, mientras que para caracterizar el diagnóstico de los científicos sociales y, sobre todo, de quienes provienen de las humanidades, el subtítulo parece más adecuado. Alguien podría pensar que ese menor pesimismo de los primeros se explica por el hecho de que la cuestión a la que responden se les formuló en un momento en el que la crisis económica (y su afectación a la investigación científica y técnica) no había adquirido aún el dramatismo del presente, y es posible que a ese alguien no le falte  razón. Pero, con todo, me parece que es bastante razonable pensar que las proporciones del desastre (olvidémonos ya de si cerco o naufragio) van a ser mayores en el campo de lo que solemos llamar humanidades y en el de algunas ciencias sociales (las que no cuentan con el “respaldo” de profesiones potentes, como las jurídicas, las económicas o las empresariales), que en el de la ciencia y la tecnología en su sentido más estricto. Entre otras cosas, porque quienes se mueven en el interior de estos últimos campos tienen una capacidad de movilización de la opinión pública (hoy mismo leo en los periódicos un nuevo “manifiesto” de miles de científicos contra los recortes en investigación y desarrollo) de la que los otros carecen.
      Impresiona por lo demás darse cuenta del grado de consenso existente en cuanto a las causas  que han llevado a esa situación e, incluso, en cuanto a lo que podría hacerse para poner remedio a ese insatisfactorio  estado de cosas (aunque casi todos parecen dar por descontado que esas medidas no se tomarán, al menos en un plazo breve). También aquí sería pertinente hacer alguna matización referida a la “muestra” de profesores elegida y al carácter nada aleatorio de la misma. Como decía, nadie podría poner en cuestión el prestigio de todos ellos en cada una de sus disciplinas. Pero podría pensarse que el resultado a obtener sería  muy, o algo, distinto si lo que se hubiera querido reflejar fuera el pensar “común” de los profesores universitarios españoles y, especialmente, el de los jóvenes o no muy mayores (en el libro, me parece que sólo hay dos que  no alcanzan –y por poco- la edad de sesenta años). No me baso en los datos de ninguna encuesta confiable, sino en mi propia experiencia (que, por tanto, podría darme una visión muy distorsionada de las cosas), pero tengo la impresión de que los más críticos en relación con el  presente estado de cosas de la universidad española son (somos) profesores de una cierta edad (como los participantes en el libro), mientras que los más jóvenes tienden a una visión más positiva o, matizándolo más, tienden a pensar que los males que nos aquejan se deben,  exclusiva o fundamentalmente, a la falta de medios económicos: a los recortes presupuestarios.  La explicación para esa curiosa inversión (en relación con el tópico que suele enlazar espíritu crítico y juventud) podría estar en la circunstancia de que quienes vivieron la universidad franquista en sus años juveniles (y ellos sí, con espíritu crítico; pero recuérdese que “contra Franco” se vivía mejor)) abrigaron unas expectativas que luego vieron frustradas, lo que no habría ocurrido con los otros, con quienes han hecho toda su carrera académica en la época democrática.  O quizás podría deberse (también) a otro factor que a menudo se olvida, pero que tiene su importancia: la menor experiencia de los más jóvenes supone también que estos últimos dispongan de menos modelos de referencia y tengan (al menos en principio: la imaginación podría suplir la falta de experiencia) mayores dificultades para ser críticos, precisamente porque les faltan términos de comparación.
     En realidad, quienes parecen ser más condescendientes con el actual estado de cosas en la universidad española sí que usan, aunque de manera un tanto abstracta e incluso abusiva, un término de comparación, el de la universidad en la época franquista, lo que les permite armar un argumento aparentemente concluyente: es indudable que la universidad española de nuestros días, especialmente si se atiende a su dimensión investigadora, es muy superior a la de aquellos tiempos. Pero ocurre que ese juicio global deja fuera una serie de consideraciones de gran relevancia: que los medios con los que se cuenta ( con los que se ha contado en las últimas décadas) son también inmensamente superiores a los de épocas anteriores; que las expectativas de mejora que en algún momento se plantearon (y que era razonable plantearse) se han frustrado en una gran medida; e incluso que, por duro que parezca, en algunos aspectos nada desdeñables, la universidad española actual es aun peor que la del tardofranquismo. Y aquí, en relación con estos últimos factores, es donde se produce el amplio consenso al que antes me refería.
     En efecto, aunque con matices distintos (en los que aquí no cabe entrar), todos o la inmensa mayoría de los autores del libro parecen apoyar un diagnóstico de los males que afligen a nuestra universidad y que podría sintetizarse así. El sistema de gobierno de la universidad es simplemente equivocado, entre otras cosas, porque quienes acceden a los puestos de mayor responsabilidad no son ni mucho menos  los mejores. Las comunidades autónomas han “capturado” a las universidades y producido una irrazonable proliferación de universidades. La “autonomía universitaria”, que se ha entendido fundamentalmente (en lo que alguna responsabilidad ha tenido el Tribunal Constitucional) como autonomía de la organización y no como “libertad de cátedra”, juega un papel sumamente negativo, al igual que el fenómeno de la sindicalización y la (creciente y asfixiante) burocratización. La “democracia” universitaria es hoy más bien una forma de “corporativismo”, en la que los miembros de la institución persiguen sus intereses particulares, y no los generales de la sociedad. El nivel de formación de los estudiantes es deficiente y la calidad del profesorado mediocre, sin que exista nada parecido a una comunidad de alumnos y profesores. El sistema de selección y promoción del profesorado es profundamente insatisfactorio: la no existencia de pruebas públicas (una “innovación” de los últimos tiempos), la endogamia extrema (al parecer, el 95% de los profesores que han obtenido una plaza en las últimas décadas formaban ya parte de la universidad convocante) y el papel de la ANECA (calificado por alguno de “invento monstruoso”; la acreditación como profesor titular o catedrático depende ahora de una comisión de profesores nombrados a dedo y sin participación de especialistas en la materia) lleva inevitablemente a pensar que se ha establecido un procedimiento bastante más arbitrario que el existente al final del franquismo. Y algo parecido sucede con las titulaciones y  los planes de estudio: el haber dejado que, de facto, sea cada una de las Facultades afectadas la que los diseñe ha conducido a una situación en la que el mercadeo de los intereses gremiales (alguno habla de “zoco”) se ha impuesto, en general,  sobre el discurso racional, con el resultado de una multiplicación insensata de títulos y la existencia de planes de estudio que, a menudo, no obedecen a ningún otro propósito que el de aumentar o mantener el poder académico de ciertas  áreas de conocimiento. La universidad parece haberse convertido (al menos por lo que se refiere a las ciencias sociales y a las humanidades)  en un sistema general de enseñanza postsecundaria a la que ha llegado además una “psicopedagogía perversa”, la misma que había jugado antes un papel destacado en el deterioro de la enseñanza media, pretendidamente basada en “el adiestramiento en competencias y habilidades”, en lugar de en los contenidos de conocimiento, y que, en realidad, parece obedecer al principio de “no enseñar nada, pero enseñarlo bien”, según la feliz expresión de García Amado que alguien trae a colación. Y, en fin, por lo que se refiere al “plan Bolonia”, el juicio más positivo sobre el mismo que puede encontrarse en el libro es el de que se  trata de “una oportunidad perdida” aunque, en mi opinión, el más acertado consiste en verlo como un intento (relativamente exitoso) de trasladar a la universidad los principios del neoliberalismo: los profesores deben ser “facilitadores de conocimientos” y los estudiantes “gestores de su propio aprendizaje”, lo que les permitiría formarse en “un espíritu de liderazgo y empresa” (conclusiones de la Conferencia de Decanos de Derecho de 2007); la lógica del saber científico debe ser sustituida por la del beneficio empresarial (como alguien señala, la “sociedad civil” a la que la universidad ha de estar tan vinculada  no designa otra cosa que “el tejido empresarial”); la pérdida de valor de los títulos (los grados frente a las anteriores licenciaturas) tiene un efecto clasista, pues hace depender más que antes el futuro profesional de los estudiantes de los postgrados (donde se quiebra el principio de igualdad de oportunidades); y, en fin, las funciones de la universidad se reducen ahora a la de formación de profesionales (para el mercado de trabajo) y el desarrollo de la investigación (que se pretende ligar  estrechamente al desarrollo empresarial), dejando por lo tanto de lado la función propiamente educativa, la de generar cultura de alta calidad. No es por ello de extrañar que se haya producido un fenómeno (por lo que yo sé, reducido al campo de las ciencias sociales y al de las humanidades)  del que este libro trae causa: el abandono de la universidad (acogiéndose a las generosas ofertas de prejubilación para los mayores de sesenta años) de algunos de los mejores profesores, convencidos al parecer (en esto coinciden varios de los autores) de que la universidad española ha dejado de ser un espacio en el que se pueda enseñar o aprender algo que merezca la pena.
    Ernesto Garzón Valdés trazó en una ocasión una distinción (dentro del género de los desastres) entre las catástrofes y las calamidades. Las catástrofes son desastres provocados por causas naturales que escapan, en consecuencia, al control humano: son inevitables. Las calamidades, por el contrario, son causadas por acciones humanas intencionales, y podrían haberse evitado, de manera que en relación con ellas cabe emitir juicios de responsabilidad; pero los autores de las calamidades –señala Garzón- adoptan siempre alguna estrategia de justificación: era inevitable, el efecto –la calamidad producida- no fue intencional o era imprevisible, el bien perseguido hubiese superado con creces los costos, no existía otra alternativa. Me parece que lo que los autores de La universidad cercada. Testimonios de un naufragio vienen a decirnos es que el estado presente de la universidad española es (al menos en un grado nada despreciable) calamitoso (no catastrófico), de manera que haríamos bien en ver si cabe exigir responsabilidad por ello, como presupuesto necesario para evitar calamidades futuras. Hay, por cierto, un tipo de calamidad producida por procesos que podrían calificarse de irracionalidad colectiva, caracterizados por las acciones (decisiones) de unos pocos que van acompañadas por la inacción de los más y que provocan situaciones en las que casi todos (o la inmensa mayoría) salen perdiendo. La prohibición penal de las drogas o las políticas de austeridad son buenos ejemplos de ello. Pero también (aunque las consecuencias, claro está, hayan sido –o vayan a ser- mucho menos letales) procesos como el de la implantación del plan Bolonia en las universidades españolas. Entre los responsables más directos habría que señalar, sin duda, a las autoridades ministeriales y autonómicas (de diversos gobiernos y partidos políticos), y a los rectores (que aprobaron el plan sin que, al parecer, se apercibiesen de su significado “neoliberal”), aunque sería también injusto no destacar hechos tan sorprendentes como que haya sido un experto en teoría de la racionalidad a quien se deba una de las decisiones más irracionales de los últimos tiempos (la “liberalización” completa de los planes de estudio y de las titulaciones) y un catedrático de Metafísica quien haya dado el tiro de gracia a las humanidades. Pero, en fin, tampoco es cosa de olvidarnos del todo de los responsables indirectos: de quienes hemos permitido que las cosas hayan llegado hasta donde han llegado y que no podemos esgrimir como justificación –ni siquiera como excusa- el estado de desmoralización que caracteriza a la vida universitaria española de los últimos tiempos.

domingo, 2 de febrero de 2014

Qué significa motivar

     Un gran escritor español contemporáneo, Rafael Sánchez Ferlosio, escribió en una ocasión el siguiente aforismo:
       “El que quiera mandar guarde al menos un último respeto hacia el que ha de obedecerle: absténgase de darle explicaciones”.[1]
    El significado de ese aforismo parecería en principio, al menos en parte, coincidir con el del mandato contenido en una Real Cédula del rey Carlos III de 23 de julio de 1778, que pasó luego a formar parte de la Novísima Recopilación ( ley VIII, tit. 16, libro XI):
     «Para evitar los perjuicios que resultan con la práctica, que observa la Audiencia de Mallorca, de motivar sus sentencias, dando lugar á cabilaciones de los litigantes, consumiendo mucho tiempo en la extensión de las sentencias, que vienen á ser un resumen del proceso, y las costas que á las partes se siguen; mando cese en dicha práctica de motivar sus sentencias, ateniéndose á las palabras decisorias, como se observa en mi Consejo, y en la mayor parte de los tribunales del Reyno...»
      La interpretación de esos dos textos nos enfrenta, por cierto, con los problemas del formalismo. Pues lo que antes he dicho  (el que ambos expresen la misma idea: la indeseabilidad de que los jueces motiven sus decisiones) supone que uno trata de desentrañar el significado de esos dos textos a partir de su sentido literal o, al menos, considerando sobre todo esa dimensión. Si nos aproximamos a los mismos desde esa perspectiva es cuando nos encontramos con que, efectivamente, el significado normativo de esos dos textos parece ser el mismo; la única diferencia perceptible se encontraría en su distinta fuerza normativa: el de Sánchez Ferlosio no podría pasar de ser una sugerencia, mientras que el de Carlos III sería una orden, un mandato respaldado - es de imaginar- por algún tipo de sanción.
     Sin embargo, si tratáramos de entender esos dos textos tomando en consideración no simplemente lo que dicen, sino también, sobre todo, por qué lo dicen (la razón subyacente a cada uno de ellos), nos daríamos cuenta de que el significado de ambos  es muy diferente entre sí. Tanto, que bien podría decirse que enuncian tesis opuestas. Mientras que Sánchez Ferlosio representa, en cierto modo, un punto de vista libertario, la Real Cédula es, obviamente, una manifestación de una concepción autoritaria del poder. Lo que está haciendo el autor del primer texto es negar legitimidad a cualquier tipo de autoridad que cuente con el respaldo de la fuerza, esto es, a las autoridades políticas y jurídicas. Hay otro aforismo o pensamiento breve que, en la obra antes citada de Sánchez Ferlosio, sigue al anterior y que, en realidad (sería un ejercicio de interpretación sistemática), lo aclara:
     “Aquel que en última instancia se halla siempre dispuesto, si es preciso, a no vacilar en imponer su autoridad más valdría que desistiese ya desde el principio de querer empezar por intentar ser escuchado. Si en el límite está la violencia, todo el resto es ya también violencia.”(p. 21)
     No hay, por cierto, ninguna duda de que lo que está sosteniendo aquí Sánchez Ferlosio se aplica de lleno a las motivaciones de las decisiones judiciales. En las mismas, los jueces ofrecen las razones por las que alguien debe realizar un determinado curso de acción (hacer cumplir una pena de cárcel, que se deje de aplicar una ley o un reglamento declarado inconstitucional o ilegal, etc.). Puede ser muy bien el caso de que el juez pretenda, con sus razones, persuadir a  otras autoridades, a los afectados, etc. para que hagan o dejen de hacer ciertas cosas. Pero el carácter obligatorio de sus decisiones no depende de que tengan o no éxito en esa labor de persuasión. De manera que lo que en realidad está diciéndonos Sánchez Ferlosio es que, cuando el presunto argumentador es una autoridad – alguien que cuenta con el respaldo del uso de la fuerza para hacer cumplir lo que ordena-, no cabe en sentido estricto hablar de justificación, de argumentación racional. Se trataría entonces, a lo más, de una apariencia de justificación o, quizás mejor, de una farsa que oculta la verdadera realidad de los hechos. El parentesco de lo que ahí se dice con lo sostenido, en la teoría del Derecho, por algunos realistas jurídicos o por los partidarios de las llamadas teorías “críticas” del Derecho resulta evidente. En resumen: las autoridades no deben pretender justificar sus decisiones, porque no pueden hacerlo; esta es la razón fundamental que subyace al texto de Sánchez Ferlosio citado al comienzo y la que nos permite entender su rechazo a que los jueces –en general, las autoridades- pretendan justificar sus actos de poder.
    ¿Y cuáles serán entonces las razones que están por detrás de la Real Cédula de Carlos III? Las aparentes o manifiestas son, como se trasluce fácilmente del texto, que los jueces no deben motivar por razones de eficiencia, para evitar perder tiempo a los litigantes o para impedir que sus propias decisiones –mandatos- pierdan nitidez. Sin embargo, ese análisis no parece satisfactorio. Además de las anteriores, cabe sospechar que hay también alguna razón latente, más o menos oculta, pero que a un lector de nuestros días no le resulta difícil descubrir: la autoridad que tiene que dar explicaciones de lo que hace se debilita, pierde con ello, en realidad, algo de su autoridad. En la medida en que sus decisiones puedan ser vistas (al menos en parte) como dictados de la razón y no simplemente como imposiciones de una voluntad, pueden también ser discutidas y, en cierto modo, pasan a ser menos obligatorias. De manera que a lo que nos lleva este análisis  es a una conclusión opuesta a la anterior: no a que no puedan justificarse las decisiones, sino a que no debe hacerse, o a que no resulta conveniente justificar las decisiones. En el Leviatán, Hobbes expresó ese punto de vista con toda claridad : el poder (absoluto) del Estado se debilita si “los hombres se consideran capacitados para debatir y disputar entre sí acerca de los mandatos”[2].
     Parece, por lo tanto, claro que el punto de vista de Sánchez Ferlosio y el de la Real Cédula de Carlos III son, en efecto, incompatibles entre sí: la prohibición de la realización de una determinada acción (motivar las decisiones), presupone necesariamente (la creencia de que) esa acción puede ser realizada, esto es, presupone lo que Sánchez Ferlosio niega. Pues si realmente no fuera posible motivar las decisiones, entonces no tendría sentirlo prohibirlo…a no ser que hubiera razones para pensar que la autoridad que dicta esa prohibición fuera también (como Sánchez Ferlosio) escéptica con respecto a la posibilidad de que puedan justificarse en sentido estricto las decisiones y, por lo tanto, que lo que pretende prohibir sea, simplemente, lo que antes hemos llamado  una “apariencia” de justificación. Pero, bueno, dejemos  de lado este tipo de cavilaciones, quizás en exceso sutiles, y volvamos a lo que más importa ahora, a si se pueden contestar –y cómo habría que hacerlo- las dos cuestiones planteadas por esos dos textos: 1) ¿se pueden justificar las decisiones judiciales?; 2)  ¿se debe hacer, esto es, deben los jueces motivar sus decisiones?
     No es obviamente este el momento de una reflexión en profundidad sobre lo que realmente son grandes cuestiones de orden filosófico y jurídico y que, en consecuencia, han dado lugar a muchas e intrincadas discusiones. En su lugar, me voy a limitar a presentar, en una forma también aforística, una serie de afirmaciones que, como digo, necesitarían de muchas aclaraciones y precisiones que, sin embargo, habrá que dejar para otro momento. Y como soy aficionado a los decálogos (aunque la mía no sea precisamente una personalidad religiosa), resumiré todo ello en forma de diez puntos, de los que quizás pudieran derivarse diez mandamientos, o incluso alguno más:
1. Por motivar podría entenderse la actividad –o el resultado de la actividad- consistente en dar buenas razones en la forma adecuada con el propósito de lograr la persuasión. Hay, pues, tres elementos a distinguir (y reunir): las buenas razones, la forma de presentarlas, y el propósito de persuasión.
2. ”Buenas razones” significa “buenas razones justificativas” , de las que no forman parte ( o no necesariamente) los motivos, los antecedentes causales que pueden haber llevado a un juez o a un tribunal a decidir de una determinada forma. Por ejemplo, un deseo de venganza, de favorecer los intereses de tal persona, corporación, proyecto político, etc. o de no ver revocada una resolución no constituyen buenas razones, puesto que no tienen carácter justificativo, sino explicativo.
3 .Las buenas razones tienen que ser razones válidas en Derecho y estas, a su vez, pueden ser de distintos tipos: a) razones autoritativas o formales, como aplicar una norma ( porque ha sido establecida por la autoridad), seguir un precedente o recurrir a la analogía; b) razones finalistas, como tomar una decisión porque de esa manera se satisface un fin legítimo de acuerdo con el Derecho (favorecer el desarrollo económico, fomentar la educación); c) razones de corrección: la decisión supone un trato equilibrado a las partes de un contrato, protege la buena fe, etc; d)razones institucionales: al decidir así, el juez respeta el principio de la división de poderes y no invade una competencia legislativa.
4. La “forma adecuada” se refiere a la forma lógica del razonamiento. El tramo final de una motivación judicial es el famoso silogismo subsuntivo o judicial al que los teóricos de la argumentación suelen llamar ahora -desde hace algunas décadas- “justificación interna”. Naturalmente, en una motivación, incluso en los casos más simples, se despliegan muchas otras formas argumentativas, además de esa deducción. Y esto cobra particular importancia en los casos difíciles, en los que la “justificación interna” tiene que ir acompañada de la “justificación externa”, esto es, de las argumentaciones (no solamente de tipo deductivo) dirigidas a justificar las premisas del silogismo. En todo caso, una decisión no puede considerarse justificada si no obedece a una forma lógica reconocible.
5. El propósito de persuadir es un ingrediente necesario de una motivación judicial, pero es importante reparar en que se trata de un propósito, no de que, para poder justificar adecuadamente una decisión, haya, de hecho, que persuadir a los destinatarios de la misma (que suelen ser muy variados: van desde las partes de un proceso hasta la comunidad jurídica –o política- en su conjunto). El juez que motiva bien una decisión es el que lo hace de manera que lograría la persuasión de un auditorio que cumpliera ciertas condiciones ideales: conocimiento cabal de los datos de hecho que rodean el caso, del Derecho aplicable, carencia de sesgos, etc.
6. El que sea posible justificar una decisión depende entonces de que el juez sea capaz de encontrar esas buenas razones, y sea capaz de plasmarlas en una forma lógicamente adecuada y de presentarlas de manera persuasiva (idealmente persuasiva). El escepticismo de Sánchez Ferlosio podríamos decir que viene del primero de los requisitos y, más específicamente, del cuestionamiento de las razones a las que hemos llamado formales o autoritativas. En el fondo, el problema sería este: ¿cómo puede valer como razón (razón justificativa) el simple hecho de que una directiva haya sido emitida por una autoridad? Y una posible respuesta: podría valer si lo ordenado por la autoridad fuera, al menos en la mayoría de las ocasiones, justo, de tal manera que seguir la autoridad podría ahorrarnos problemas (simplificarnos las cosas), sin dejar por ello de tomar decisiones justas.
7. Lo anterior lleva a darse cuenta de una cuestión obvia, pero que los juristas (muchos juristas) tienden a veces a dejar de lado: el presupuesto para que una decisión judicial pueda justificarse (motivarse adecuadamente) es la justicia del ordenamiento que ha de aplicar. Por lo demás, las cuestiones de justicia, de moral, no son sólo cuestiones de presupuestos, sino que integran las argumentaciones en que consisten las motivaciones de las decisiones judiciales. Pero -también esto es algo en lo que debe insistirse- el razonamiento judicial no se puede reducir a razonamiento moral; hay en él un componente moral, pero el juez no razona –no debe razonar- sobre un determinado caso como lo haría (sobre el mismo) un razonador moral no vinculado por el sistema jurídico como lo está el juez.
8. Normalmente se habla de dos tipos de razones que justifican que el juez deba motivar sus decisiones: hacer posible el buen funcionamiento de un sistema de recursos (razones endoprocesales); y controlar el inmenso poder depositado en los jueces (razones extraprocesales o políticas). Quizás no esté de más añadir que esas dos razones contribuyen también a facilitar que las decisiones de los jueces sean decisiones justas.
9. El constitucionalismo contemporáneo viene a ofrecer una respuesta positiva a las dos grandes cuestiones antes planteadas: Se pueden justificar las decisiones judiciales, porque los jueces tienen a su disposición no sólo las razones suministradas por las leyes, sino también las provenientes de la constitución; las razones constitucionales están ancladas en el respeto y salvaguarda de los derechos fundamentales y tienen una fuerza superior a la de las razones legales. Y el juez debe justificar sus decisiones, porque el ideal del Estado constitucional es el sometimiento del poder a la razón, la idea de que no cabe algo así como un poder desnudo. La situación –aunque se trate en buena medida de una situación ideal- vendría a ser la antítesis de la sugerida por Sánchez Ferlosio. O sea:
     “El que quiera mandar  ha de saber que su poder sólo podrá ser considerado legítimo por el que ha de obedecerle si puede ofrecer buenas razones en pro de lo que manda”.
10. Los ideales no deben confundirse con la realidad. La realización de la idea del Estado constitucional exige muchas condiciones, algunas de ellas muy complejas y que pueden darse en diversos grados. Una de esas condiciones es la existencia de una Constitución cuyos contenidos –los derechos fundamentales- tengan un grado razonable de cumplimiento. Y otra condición es la existencia de jueces provistos de una actitud ética y una aptitud técnica adecuadas.



[1] Rafael Sánchez Ferlosio, Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, Ediciones Destino, Barcelona, 1993, p. 20.
[2] Thomas Hobbes, Leviatán (trad. de C. Mellizo), Alianza, Madrid, 1989, p. 258

La enseñanza de la argumentación jurídica en el Estado constitucional

Forma parte del libro "La argumentación en el Estado constitucional (coordinado por Pedro Grández y Félix Morales), Ed. Palestra, Lima, 2013.
La enseñanza de la argumentación jurídica en el Estado constitucional

Seguridad jurídica y formación judicial

Se trata de una ponencia sobre seguridad jurídica presentada en un congreso celebrado en Gerona en junio de 2013. El concepto de seguridad jurídica aparece analizado en tres componentes.
seguridad jurídica, certeza jurídica, formación judicial

sábado, 1 de febrero de 2014

La dogmática jurídica como tecno-praxis

Examino en este trabajo (escrito en octubre de 2012) cómo ha de entenderse la dogmática jurídica. Y defiendo una posición según la cual se trataría de un híbrido entre técnica social y filosofía práctica: de una tecno-praxis.
La dogmática jurídica como tecno-praxis

martes, 28 de enero de 2014

Más allá del neoconstitucionalismo y del formalismo

Durante los últimos días he tenido ocasión de visitar diversas facultades de Derecho y cortes de justicia del Ecuador y de conversar con un buen número de juristas ecuatorianos (profesores de Derecho, jueces, etc.). Inevitablemente, sobre el tema del neoconstitucionalismo. Curiosamente, nadie parece saber muy bien en qué consiste esa supuesta “nueva” teoría del Derecho, pero tanto sus partidarios como sus adversarios extraen de la misma consecuencias de gran calado. A riesgo de simplificar en exceso (pero el espacio de un artículo de periódico no permite otra cosa), cabría decir que los partidarios de esa corriente creen haber encontrado en la misma un fundamento sólido para superar el formalismo y para lograr finalmente que el Derecho sea un instrumento para la realización de la justicia, mientras que los críticos ven en esa nueva teoría un instrumento letal para el estado de derecho y para los valores asociados con el mismo. Para tratar de aclarar a un lector culto (y no necesariamente jurista) lo que esto quiere decir, nada mejor que acudir a un ejemplo.
La Constitución ecuatoriana define en uno de sus artículos el matrimonio como la unión entre un hombre y una mujer pero, como ocurre en muchos otros países, ello no ha impedido que se plantee la cuestión de si, según el Derecho ecuatoriano, es o no viable que dos personas del mismo sexo puedan contraer matrimonio. Supongamos, para entender las dos maneras de razonar a las que me acabo de referir, que el jurista (el juez) que tiene que dar una respuesta (jurídica) a esa cuestión es, desde el punto de vista moral, partidario del matrimonio igualitario. Ahora bien, si es un jurista no neoconstitucionalista, parece que no le queda otra opción que reconocer que el Derecho ecuatoriano no permite ese tipo de matrimonio; simplemente, porque no hay forma de interpretar la Constitución para llegar a la solución que él (desde el punto de vista moral y político) consideraría como satisfactoria. Sin embargo, si un jurista con esas mismas convicciones fuese partidario del neoconstitucionalismo, podría al parecer solventar esa dificultad (ese desajuste entre el Derecho y la justicia) sin demasiado esfuerzo. Le bastaría con acudir al principio (constitucional) de no discriminación y con señalar que limitar el matrimonio a las uniones entre un hombre y una mujer contradice ese principio; la Constitución ecuatoriana, en consecuencia, permitiría el matrimonio entre personas del mismo sexo.
¿Pero es aceptable esta segunda manera de razonar? Yo creo que hay buenas razones para ponerlo en duda. Es cierto que de esa manera puede lograrse una solución justa para ese caso, pero no se puede desconocer que al proceder así se están sacrificando también valores muy importantes. Si el Derecho (esta sería una de las tesis del neoconstitucionalismo) no consiste ya en reglas, en pautas específicas de comportamiento, sino en principios y valores (que por definición tienen un carácter abierto), ¿podemos tener alguna seguridad para saber qué es lo que el Derecho establece a propósito de lo que sea? Y si no tuviéramos esa seguridad, ¿no estarían en riesgo también nuestras libertades, puesto que sus límites dejarían de ser precisos? ¿Qué pasa con el estado de derecho y con la división de poderes? ¿No supone lo anterior colocar a los jueces por encima de los legisladores, esto es, a quienes no han sido elegidos democráticamente por encima de los representantes de la “voluntad popular”? ¿No estaríamos, en definitiva, abriendo las puertas a la arbitrariedad?
Ahora bien, los errores del neoconstitucionalismo (en mi opinión: reducir el Derecho a principios y alentar de manera irresponsable el activismo judicial) no deberían llevarnos tampoco a asumir los errores (por así decirlo, simétricos) del formalismo: a pensar que el Derecho consiste exclusivamente en reglas (que han de interpretarse siempre literalmente) y a olvidarse de los principios y de los valores. En mi opinión, en un sistema jurídico que funcione de manera adecuada, la inmensa mayoría de los casos (de las cuestiones jurídicas) deben poder resolverse aplicando simplemente reglas, pero en ocasiones excepcionales las reglas pueden (deben) ser corregidas (interpretadas de manera extensiva o restrictiva) acudiendo precisamente a los principios. Pondré también un ejemplo para aclarar lo que quiero decir con ello.
Hay una regla contenida en la Constitución ecuatoriana que prohíbe de manera tajante llevar a cabo actividades extractivas en el territorio de los pueblos no contactados. Si, como digo, interpretáramos el artículo de manera literal, entonces no se podría en ningún caso realizar una actividad de ese tipo. ¿Pero tiene sentido interpretarla así? Seguramente no. A pesar de lo desafortunado de la redacción, parece razonable pensar que la razón que subyace a esa prohibición es proteger a esos pueblos, pero no impedir que el Estado ecuatoriano pueda llevar a cabo actividades económicas de importancia para el desarrollo del país. Por lo tanto, habría que concluir que la Constitución no prohíbe que se lleven a cabo actividades extractivas, en la medida en que ello sea compatible con la protección de esos pueblos.
Pero entonces –se preguntará con razón el lector–, si es posible desvincularse del tenor de la regla en este último caso, ¿por qué no era posible en el anterior? ¿Hay alguna diferencia significativa entre los dos ejemplos traídos aquí a colación? Mi respuesta es que sí y que esa diferencia (crucial) consiste en reconocer o no el carácter autoritativo del Derecho. Mientras que no parece posible pensar que el constituyente y la inmensa mayoría de los ecuatorianos que aprobaron la Constitución en referéndum (y en fecha muy reciente) quisieran en realidad permitir el matrimonio entre personas del mismo sexo, resultaría absurdo atribuir a uno y a otros el propósito de cerrar el paso a la explotación de riquezas de interés para el país si eso puede hacerse sin desproteger a esos pueblos. Por eso, en el primer caso, me parece que tiene sentido decir (si se sostiene la constitucionalidad de ese tipo de matrimonio) que se está yendo contra la autoridad (aunque –como yo también pienso– el criterio de la autoridad sea en ese caso equivocado) y, por tanto, contra el Derecho ecuatoriano; mientras que en el segundo ejemplo se estaría desarrollando el Derecho: interpretando un texto en un sentido acorde con los principios y los valores constitucionales.

Una ley cruel

El artículo se publicará en el próximo número de la revista EL NOTARIO DEL SIGLO XXI                                                             
Hace algunos años, cuando se estaba discutiendo el proyecto del Gobierno para reformar la regulación del aborto, escribí en esta revista un artículo defendiendo el llamado “sistema de plazos” que se incorporaría luego en la, todavía vigente, “ley de interrupción del embarazo” de 2010. No se trataba exactamente de una réplica, pero mi postura era básicamente antitética a la que apareció en otro trabajo publicado en el mismo número de EL NOTARIO DEL SIGLO XXI y que tenía como autor a  Manuel González-Meneses. Aprovechando esa circunstancia, nos embarcamos en un debate que tuvo, primero, la forma de un intercambio epistolar y que, finalmente, publicamos (junto con los dos artículos iniciales) como un trabajo conjunto que titulamos precisamente “Debate sobre el aborto”[1].
       Releyendo ahora esa polémica, no tengo más remedio que reconocer que pequé entonces de ingenuo. Mi planteamiento partía de considerar que el sistema de plazos planteaba en realidad una cuestión moralmente más simple que la de los supuestos introducidos por la ley anterior, la de 1985. Y como el Tribunal constitucional había considerado conforme con la Constitución aquella regulación (despenalizar el aborto terapéutico, el ético –por causa de violación- y el eugenésico), me parecía que el problema del aborto en España quedaría con la nueva ley, y desde el punto de vista jurídico-penal, “estabilizado”. No podía imaginarme entonces que, al cabo de no muchos años, la discusión volvería a plantearse en los términos anteriores a 1985, trazándose con ello  un recorrido (circular) en el que no parece acompañarnos ninguno de los países de nuestro entorno.
      Mi error de predicción no va, sin embargo, acompañado de un error en cuanto al fondo del asunto. Sigo pensando que la ley de plazos de 2010 es una ley moralmente justificada, a diferencia de lo que ocurre con la propuesta de nueva regulación que se contiene en el anteproyecto de “ley para la protección de la vida del concebido y de los derechos de la mujer embarazada” que con tanto empeño defiende el ministro Ruiz Gallardón. El razonamiento para pensar así no difiere en nada –o en nada sustancial- con respecto al que había planteado en el debate con González-Meneses. Se puede sintetizar en cuatro puntos: 1) El valor que moralmente (y constitucionalmente) debe asignársele al feto varía (va incrementándose) desde el momento de la concepción hasta el del nacimiento.  En particular, 2) no es posible afirmar que un feto de menos de tres meses posea dignidad, a no ser que se recurra a razones religiosas que, por tener ese carácter, deben dejarse al margen del discurso público. Lo que lleva a concluir que, 3) durante ese periodo de tres meses, el valor de la autonomía (la libre decisión de la mujer) es razón suficiente como para justificar la permisión jurídica del aborto, mientras que en etapas posteriores del desarrollo del feto, la permisividad de las conductas abortivas requiere además la presencia de otros factores, como el peligro para la salud de la mujer o la existencia de malformaciones en el feto. Repárese en que he hablado de “permisión jurídica del aborto”, porque esa es la conclusión a la que se necesita llegar para defender la ley de aborto vigente. O sea, no es necesario para ello pensar que  las acciones abortivas que la ley permite están también moralmente justificadas, sino que bastaría con aceptar que no está justificado castigarlas penalmente (aunque se consideraran moralmente incorrectas); esto último es lo que hace que 4) una persona creyente pueda coherentemente dar su apoyo a esa ley, siempre que a) no sea un “perfeccionista moral” o un ”moralista jurídico” (alguien que piense que todo lo que es moralmente malo debe estar penalmente sancionado)  y b) acepte la primera de las premisas (que el valor moral del feto va incrementándose desde la concepción hasta el nacimiento).
      No había leído el anteproyecto de la nueva ley hasta que me he puesto a escribir este artículo. Pero sí conocía, lógicamente, las noticias de prensa que recogían los cambios que se pretendían introducir y la justificación de los mismos por parte del ministro Ruiz Gallardón (que se supone expresa el parecer del gobierno) en diversos medios de comunicación y en el parlamento. Como se sabe, los dos supuestos en los que la práctica de un aborto no constituiría un delito son: 1) cuando se trata de “evitar un grave peligro para la vida o la salud física o psíquica de la embarazada, siempre que se practique dentro de las veintidós primeras semanas de gestación”; y 2) cuando “el embarazo sea consecuencia de un hecho constitutivo de delito contra la libertad o indemnidad sexual, siempre que el aborto se practique dentro de las doce primeras semanas de gestación”. Y la justificación del ministro parece discurrir en torno a los siguientes argumentos: 1)la nueva regulación tiene un carácter liberador para la mujer, porque su participación en el aborto será a partir de ahora siempre impune: no es a ella a quien se castigará, sino a quien le provoque el aborto (aunque sea con su consentimiento); 2) el concebido es una persona moral que posee la misma dignidad que el nacido o que una persona adulta; 3) el castigo de las conductas abortivas –fuera de los dos supuestos señalados- está dirigido a defender al ser humano, al feto, que, dadas las circunstancias, es el que se encuentra en la posición más débil.
      Pues bien, yo creo que la nueva regulación propuesta para el aborto no sólo no está justificada desde el punto de vista moral (de acuerdo con lo que anteriormente he dicho), sino que incurre además en una llamativa contradicción interna. Pues si las razones para el cambio legislativo que se pretende llevar a cabo son las que esgrime el Gobierno (o su ministro de justicia), entonces no se entiende por qué la violación justificaría que se produjera una acción que habría que considerar –según los anteriores presupuestos- como el “asesinato” de un “ser indefenso” y cuya vida posee la misma “dignidad” que la de la gestante. ¿Qué tipo de ponderación habrán llevado a cabo los redactores del anteproyecto para concluir que una vida humana vale (pesa) menos que las incomodidades que pudieran causársele a otra (a la futura madre)? ¿No sería más coherente hacer como en los países de credo musulmán en los que el aborto sólo se justifica cuando está en riesgo la vida de la madre? ¿Y no es curioso, por cierto, que se haya puesto el límite para la práctica impune del aborto en ese caso en el mismo momento (12 semanas) en el que lo fija la ley vigente, aunque sin exigir que haya habido previamente una violación, sino simplemente que así lo haya decidido la mujer? Estoy seguro de que mi agudo  y temible contradictor en el debate al que al comienzo me refería, Manuel González-Meneses, también verá aquí un serio problema de coherencia aunque, desde luego, no compartirá para nada el fondo de lo que  estoy defendiendo.
       De todas formas, la impresión que dejó en mí la lectura del anteproyecto no fue simplemente que se trataba de una regulación injusta, sino de una ley cruel; si se quiere, de una crueldad injustificada. Y me parece que el lector no debería pensar que al decir esto estoy incurriendo en un juicio desmesurado, extremista. John Rawls, el filósofo de la moral más influyente en las últimas décadas, de ideología liberal (en el sentido usamericano: o sea, socialdemócrata para nosotros) pero que difícilmente podría ser calificado de radical, escribió algo parecido en su famoso libro “El liberalismo político”. Al caracterizar la noción de “razón pública” sostuvo que “cualquier balance razonable entre estos tres valores [los que estarían presentes en los supuestos de aborto] dará a la mujer un derecho debidamente cualificado a decidir si pone o no fin a su embarazo durante el primer trimestre”, añadiendo que cualquier doctrina que excluya ese derecho en los tres primeros meses es “irrazonable” y “dependiendo de los detalles de su formulación [por ejemplo –especifica- si niega ese derecho salvo en los casos de violación o de incesto] puede llegar a ser incluso cruel y opresiva” (p. 278-9, nota 32). Y como seguramente el lector recuerde, en la sentencia del Tribunal Constitucional español a propósito del aborto, al examinar el llamado aborto “eugenésico”, esto es cuando el feto presenta alguna anomalía seria (un supuesto no reconocido en el actual anteproyecto), la idea de crueldad (de evitar un trato cruel hacia la mujer) jugó también un papel destacado. El tribunal dijo entonces que el legislador “puede…renunciar a la sanción penal de una conducta que objetivamente pudiera representar una carga insoportable, sin perjuicio de que, en su caso, siga subsistiendo el deber de protección del Estado respecto del bien jurídico en otros casos”. O sea, aunque el TC no empleara la expresión, el castigo penal en esos casos supondría un acto de crueldad.
      Me doy cuenta de que un defensor del anteproyecto (por ejemplo, el ministro Ruiz Gallardón) podría replicar que lo anterior no se aplica a la nueva regulación propuesta, puesto que en ella no hay ninguna amenaza de sanción penal para la mujer. Pero me parece que esa posible excusa lo único que haría es añadir a la crueldad una notable dosis de hipocresía. Simplemente porque resulta muy fácil predecir que las mujeres con recursos que en el futuro decidan abortar en los supuestos ahora permitidos pero que la nueva ley prohibiría podrán hacerlo sin mayores inconvenientes, mientras que esto no va a ser así para las peor situadas social y económicamente que seguramente no dejarán de abortar en los supuestos en los que ahora está permitido hacerlo, pero lo harán en condiciones mucho peores que las que ahora existen. No me parece por ello que haya ni una gota de demagogia en afirmar que lo que está proponiendo el Gobierno es esencialmente una ley contra las mujeres pobres.
       Ha caído en mis manos en los últimos días un libro de José Ovejero, La ética de la crueldad, que recibió en el año 2012 el Premio Anagrama de ensayo. Su tesis central es que la crueldad en la literatura puede jugar un papel positivo, puede estar justificada en cuanto “pretende una transformación del lector, impulsarlo a la revisión de sus valores, de sus creencias, de su manera de vivir” (p. 61); y Ovejero, que se considera a sí mismo un “autor cruel”, nos aclara que de lo que se trata con esa literatura que él juzga justificada no es de “volver el mundo más espantoso de lo que es, sino de no dejarse engañar” (p. 86). Bueno, es muy posible que la tesis sea correcta por lo que hace a la literatura, pero claramente no puede trasladarse al Derecho, a las leyes, que no narran ficciones, sino que prescriben comportamientos y en ocasiones amenazan con penas. Por ello, las leyes no deberían nunca ser crueles.
       En las primeras páginas del libro, Ovejero pone a la novela picaresca como ejemplo de “género esencialmente cruel” y recuerda una escena de El Lazarillo en la que “un ciego revienta un jarro de vino en la cara del niño que está recostado en su regazo, mientras el crío bebe a través de un agujero que le había practicado en la base”, a la que sigue otra en la que el niño se venga: “Lázaro le indica a su amo un lugar por el que podrán cruzar sanos y salvos; tras decir al ciego que tiene que saltar con todas sus fuerzas para no caer al agua, lo coloca frente a un pilar de piedras”. Quizás no sea muy forzado ver aquí un paralelismo en relación con la situación en la que el anteproyecto de ley coloca a las mujeres pobres, aunque haya también una diferencia que se debe resaltar. Pues uno puede entender que el Lazarillo tuviera motivos (más bien que razones) para querer vengarse del ciego. ¿Pero cuáles pueden haber sido los del Gobierno (o los del ministro Ruiz Gallardón) para arremeter contra las mujeres pobres y, en el fondo, contra todos aquellos (mujeres y hombres) que rechazamos la crueldad en las leyes?


[1] Los artículos aparecieron en el número 23 de enero-febrero y el texto completo de la polémica se publicó en el libro colectivo Derecho sanitario y bioética. Cuestiones actuales (coordinado por M Gascón, M.C. González Carrasco y J. Cantero). Tirant Lo Blanch, Valencia, 2011. Puede consultarse en lamiradadepeitho.blogspot.com.es

martes, 21 de enero de 2014

Debate sobre el aborto

Se reproduce aquí un debate sobre el aborto que tuvo lugar con ocasión de la introducción del sistema de plazos en la, todavía vigente, ley de 2010. Las circunstancias del debate están explicadas en las primeras páginas del documento.

Apareció publicado en Derecho Sanitario y Bioética. Cuestiones actuales. Coordinadores: Marina Gascón Abellán, Mª del Carmen González Carrasco y Josefa Cantero Martínez. Tirant lo Blanc Tratados, Valencia 2011.

viernes, 10 de enero de 2014

Ética para fiscales


1. [1]
                                                                                 
Hay una anécdota famosa que tiene como protagonistas a Learned Hand y a Oliver Holmes, dos de los jueces más influyentes en toda la historia de los Estados Unidos. Al parecer, después de haber almorzado juntos, Holmes subió a su carruaje para trasladarse al tribunal, pero en seguida oyó los gritos de Hand que, en un arrebato de entusiasmo, había salido corriendo tras el coche y le animaba así: “¡Haga justicia, señor, haga justicia!” Holmes detuvo el carruaje y le espetó: “Ese no es mi trabajo. Mi trabajo consiste en aplicar el Derecho”. En otra ocasión, Holmes escribió en una carta lo siguiente: “Muchas veces he dicho a mis colegas en el tribunal que odio la justicia, lo que quiere decir que, si alguien empieza a hablar de ella, sé muy bien que por una u otra razón está dejando de pensar en términos jurídicos”.
     Una persona lega en Derecho consideraría, me parece, por lo menos extraño que un juez que ha servido de modelo a tantos jueces (y a tantos juristas) y no sólo en su país[2] tuviera, sin embargo, una opinión tan escéptica a propósito de la justicia. ¿Por qué esa actitud no les resulta, sin embargo, tan chocante a los profesionales del Derecho: a quienes participan en  la administración de justicia (como jueces, como fiscales o como abogados) o a quienes elaboran el pensamiento jurídico? La respuesta breve que parece habría que dar a esta pregunta es que, si no todos, la inmensa mayoría o al menos una buena parte de los juristas de un país como el nuestro son positivistas jurídicos, esto es, asumen la tesis de la separación entre el Derecho y la justicia (o la moral) y, en consecuencia, ven el ejercicio de su profesión como una práctica que no tiene que ver en sentido estricto con la justicia. O, quizás mejor, muchas o la inmensa mayoría de las decisiones que ellos toman (o que promueven) las consideran seguramente justas, pero simplemente porque se han producido siguiendo los cauces señalados por el Derecho. La justicia sería así algo que se plantea, si acaso, en el momento de crear las normas (algo que atañe al legislador), pero no cuando se trata de aplicarlas e interpretarlas. El oficio del juez, como diría Holmes, consiste en aplicar el Derecho (y, en ocasiones, en crearlo, pero no abiertamente, sino de una manera que él llamaba “intersticial”: llenando los huecos dejados por las normas) y no en promover una determinada concepción de la justicia y de la moral; una actitud esta última que se habría visto reflejada en muchas de sus sentencias, como en el famoso caso Lochner, en el que defendió (frente a la mayoría del tribunal) la constitucionalidad de una ley que limitaba los horarios de trabajo en las tahonas del Estado de Nueva York, a pesar de que la medida –de inspiración socialista- no parecía estar nada de acuerdo con sus concepciones políticas. Y otro tanto habría que decir –o incluso más- de las actuaciones de los fiscales, profesionales que no raramente son definidos con expresiones como la de “guardianes de la legalidad” o alguna otra  semejante.
     El debate en torno al positivismo jurídico y a la relación entre el Derecho y la moral reviste, como es bien sabido, una considerable complejidad y no es por tanto cosa de referirse aquí al mismo con ningún detalle. Me limitaré a formular, y de manera inevitablemente dogmática, algunas tesis sobre el particular que son importantes para encarar el tema que nos ocupa, el de la ética de los fiscales. Son éstas:
      1) No ser partidario del positivismo jurídico, como es mi caso, no significa pensar que existe algo así como el Derecho natural, o sea, no supone negar que el Derecho  sea un fenómeno artificial, una creación humana, un producto histórico y social. Cuando se plantean (al menos hoy) las cosas en términos de una alternativa entre ser iusnaturalista o iuspositivista, se está incurriendo, me parece, en el paralogismo de la falsa contraposición. (Paralogismo que, por cierto, se da con bastante frecuencia en contextos jurídicos; seguramente cualquier lector de este texto tendrá algún ejemplo que poner de ello.)
      2) No ser positivista (yo calificaría mi postura de postpositivista o constitucionalista –entendida esta última expresión en el sentido de una teoría general del Derecho-) no significa identificar el Derecho con la moral. Por supuesto, hay ciertas perspectivas desde las que tiene pleno sentido efectuar esa distinción. Y, en todo caso, aunque la argumentación jurídica contenga, en mi opinión, siempre un fragmento de razonamiento moral, eso no quiere decir que el razonamiento jurídico y el moral se confundan: el jurista (juez, fiscal o abogado) que construye una tesis jurídica utilizando razones morales no se convierte por ello en un moralista; o sea, no debe –no puede- argumentar para defender esa tesis de la misma manera que lo haría, por ejemplo, un filósofo moral.
      3) El Derecho –esta es la tesis postpositivista o constitucionalista básica- no es sólo un sistema de normas establecidas autoritativamente, sino, además de eso (y sobre todo), una práctica social que persigue obtener ciertos fines y valores dentro de los límites fijados por el sistema (por los materiales jurídicos). En el contexto de esa práctica, el papel de la moral es considerable: por ejemplo, a la hora de identificar qué es lo que tal Derecho establece a propósito de tal cuestión; o de motivar una decisión, de aportar en favor de la misma argumentos de carácter justificativo.
      4) El positivismo jurídico no es tanto una concepción falsa  cuanto una concepción excesivamente pobre de lo que es el Derecho, especialmente en el contexto de los Estados constitucionales. Una consecuencia de esa pobreza teórica es que los juristas formados en esa cultura no están en las mejores condiciones para poder hacer frente a los problemas que les plantea la práctica, la experiencia jurídica. Así, entre otras posibles deficiencias, el jurista de formación positivista no cuenta con instrumentos adecuados para resolver problemas de interpretación (piénsese en una concepción como la de Kelsen, que de poco ha de servirle al operador del Derecho); ignora casi todo de lo que es la filosofía moral contemporánea; y tiene también ciertas dificultades para comprender el sentido de la ética de los jueces o de los fiscales. Veamos esto último con un mínimo detalle, y permítanme que haga referencia para ello a una experiencia personal.
     Hacia mediados de los años 90 fui invitado a participar en algunos foros, con jueces españoles y latinoamericanos, para discutir acerca de la ética judicial. Como se sabe, los primeros códigos de ética judicial surgieron en el mundo anglosajón en los años 70 del siglo pasado y, progresivamente, el tema de la deontología profesional (la ética aplicada a la conducta de los jueces o  de los abogados, pero también a la de los médicos,  los periodistas, los empresarios…) fue cobrando importancia por diversas razones, entre las que se encuentran la complejidad creciente de esas profesiones y la sensación de vivir en una época de crisis en la que muchas cosas –incluyendo valores y normas de comportamiento- que hasta entonces parecían indiscutibles, habían dejado de serlo. La impresión que entonces tuve fue que los jueces latinoamericanos mostraban, en general, un interés en la materia que era muy superior al de los españoles; y, a su vez, que entre estos últimos quizás los más escépticos respecto a las virtualidades de la ética judicial eran los jueces progresistas. La explicación no era difícil de encontrar: estos últimos vinculaban  el discurso sobre las virtudes judiciales, sobre la moralidad del juez, etc. con el franquismo y, en general, con sistemas autoritarios y antiliberales, enemigos de la independencia judicial; y se temían que la apelación a la moral (a una moral teñida inevitablemente de religión) proporcionase un (indeseable) medio de control ideológico de la profesión que facilitase, entre otras cosas, una (ilegitima) incursión en la vida privada de los jueces. Cuando se profundizaba más en el tema, las dos razones fundamentales que  daban para negar la ética judicial (o sea, para poner en duda que tuviera, por ejemplo, sentido embarcarse en la tarea de elaborar un código de ética judicial) podrían resumirse así: no es necesaria y tampoco es posible.
      La ética no es necesaria porque, venían a decir, lo que tiene que hacer el juez en cuanto juez es exclusivamente aplicar el Derecho, y en esto consiste su moral: en seguir el Derecho. Pero además es imposible, en el sentido de que no habría forma de saber lo que significa “la” ética judicial, ya que cada juez tiene la suya y no hay criterios racionales que permitan optar en favor de una o de otra. Como se ve, dos argumentos típicamente positivistas (sobre todo, el primero) y, en mi opinión, equivocados. Tampoco aquí voy a entrar en ningún detalle, sino que me limitaré a señalar algunas deficiencias importantes que plantean esos dos argumentos. Sobre el primero de ellos, lo que podía decirse es que, aunque fuera cierto que lo que tiene que hacer un juez siempre es obedecer el Derecho, ocurre que, por un lado, puede ser imposible saber en ocasiones en qué ha de consistir esa obediencia si se prescinde de la moral, pues ¿cómo interpretar si no (si no es recurriendo a una teoría moral) los términos que aparecen en los materiales jurídicos y que tienen una carga explícita o implícitamente moral?; y, por otro lado, la propia opción asumida por ese juez (discutible o no; esa es otra cuestión) tiene un carácter inevitablemente moral:  las razones que le llevan a pensar que ha de seguir siempre el Derecho no pueden ser otra cosa que razones morales. Y sobre el segundo de los argumentos, el que suscribe la tesis del escepticismo moral, la razón que me parece de más peso en su contra, y para defender algún tipo de objetivismo moral, podría sintetizarse así: el escepticismo moral es incompatible con la práctica judicial y, en general, con las prácticas jurídicas del Estado constitucional. Si un juez fuera realmente un escéptico en materia moral, entonces no podría propiamente fundamentar (motivar adecuadamente) sus decisiones puesto que, como antes decía, el razonamiento de carácter justificativo incluye siempre un componente moral. Ésta es seguramente la razón de que los jueces (al igual que muchos ciudadanos) suelan incurrir en esta materia con bastante frecuencia en contradicción pragmática: dicen ser escépticos, relativistas morales, pero su propia práctica, su propio comportamiento, desmiente que lo sean: ¿o acaso no creen los jueces que, al menos en un porcentaje muy alto de los casos que tienen que decidir, sí que son capaces de justificar adecuadamente sus decisiones, de producir argumentos jurídicos que puedan pasar también el test de la moralidad?
     Pues bien, lo que vale para los jueces vale también, mutatis mutandis, para los fiscales. También ellos parecen ver (al menos, hasta hace poco tiempo), y quizás sobre todos los fiscales de significación progresista, la moral, la deontología profesional, con bastantes dosis de escepticismo y por razones semejantes a las de los jueces. La intervención de José María Mena en este curso me parece que puede servir como un ejemplo de lo que quiero decir. Su planteamiento, al menos en buena parte, parece estar dirigido a mostrar que las normas deontológicas que regulan el comportamiento de los fiscales establecen exigencias de carácter corporativo (más o menos cuestionables en cuanto a su contenido) centradas en la idea del honor ( el honor de un grupo, de una profesión) y son, en cierto modo, una reliquia del pasado: “En el actual contexto histórico democrático la exigibilidad de virtudes específicas debe quedar reducida a las previsiones legales, excluyendo pautas de comportamiento privadas, extraprofesionales”. La razón para pensar así es que el comportamiento de los fiscales (establecer qué es lo correcto o incorrecto de sus actuaciones) no puede venir fijado por normas “extralegales” o “infralegales”, como denomina a las normas deontológicas, sino únicamente por el Derecho, por normas legales que, por lo demás, no tendrían que recurrir tampoco a “conceptos jurídicos indeterminados”: “Los deberes inherentes a la condición de fiscal, para ser auténticos deberes, vinculantes y exigibles, deben estar descritos en la ley. No pueden ser otros que los descritos en el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal, artículos 48, 49 y 50 y Disposición Adicional Primera de supletoriedad de la ley judicial, con una enumeración que no cabe tener por exhaustiva, pero que contiene la única descripción normativa de las virtudes corporativas exigibles a los fiscales. Fidelidad, prontitud, eficacia, dependencia jerárquica, legalidad, imparcialidad, asiduidad profesional, deber de residencia, secreto profesional.” De manera que, cabría concluir, la ética fiscal no es, en sentido estricto, necesaria, puesto que esa ética es precisamente la ya contenida en las normas jurídicas que regulan la profesión; o sea, las normas deontológicas serían las normas disciplinarias y las normas penales que fijan los supuestos de las conductas ilícitas (y las correspondientes sanciones) en las que podrían incurrir los fiscales en el ejercicio de su profesión. Y por lo que se refiere a si es posible o no sostener que existen normas morales que se aplican a una profesión (por ejemplo, a la de fiscal), Mena da una respuesta positiva, pero referida únicamente a las normas de moral social, esto es, a las aceptadas por un determinado grupo social o por una profesión, y no entra en la cuestión de si habría o no normas morales justificadas referentes a cómo debería comportarse un fiscal y que, naturalmente, puede que coincidan o que no (o que en parte coincidan y en parte no) con las normas aceptadas o practicadas por el grupo en cuestión. En seguida vuelvo sobre esto.
     Esa misma idea (negativista en el fondo) es la que se encuentra también en uno de los pocos trabajos teóricos que se han escrito en nuestro país a propósito de la deontología del Ministerio fiscal. Muy al comienzo del mismo, la autora, María Leonor Suárez[3], declara ya que “en el marco jurídico la deontología sólo puede referirse al deber ser de las normas del Derecho” (p. 112). Y por si hubiera alguna duda en cuanto a cómo interpretar la anterior expresión, “en el marco jurídico”, el último párrafo de su trabajo deja las cosas claras a este respecto:  “Finalmente…y por poner un punto final, vuelvo al planteamiento inicial, esto es, a la necesidad de reconsiderar las normas deontológicas del MF como verdaderas normas jurídicas referidas a una sociedad contextualizada y que deben responder seriamente, máxime en el caso del fiscal como representante público de los intereses sociales, generales y de justicia, a un desarrollo saneado de la actuación judicial y a las exigencias neoconstitucionales, -tal es el único sentido inteligible de la exigencia deontológica de la moralidad del MF-” (p. 140).
     Pero realmente no es así. Si uno quiere explicarse el auge que en los últimos tiempos ha cobrado la ética aplicada a las profesiones (jurídicas y no jurídicas), con lo que se encuentra (y de ello ha hablado ya Justino Zapatero en este curso) no es con la exigencia de reglamentar jurídicamente cierto tipo de comportamientos, sino de regularlos en una forma que no cabe dentro de los moldes, digamos, del Derecho oficial, porque no son propiamente reglamentaciones jurídicas, sino morales, aunque sea frecuente hablar al respecto de “códigos”. Y si no pueden consistir en reglamentaciones propiamente jurídicas es porque con las mismas no se trata (o no se trata sólo) de deslindar la conducta lícita de la ilícita, sino, fundamentalmente, de definir qué es lo que debe entenderse por excelencia en la práctica de una profesión. No se trata, dicho de otra manera, propiamente de establecer “prescripciones” (lo que von Wright llamaba así: normas que establecen que, dadas determinadas circunstancias, alguien puede hacer, debe hacer o tiene prohibido hacer una determinada conducta, amenazándosele con una sanción –una consecuencia negativa- en caso de incumplimiento), sino de fijar “normas ideales”: las que definen qué es lo que hay que entender por un buen lo que sea: un buen juez o un buen fiscal.
     Es importante, creo yo, darse cuenta de esta diferencia entre prescripciones y normas ideales, para entender el sentido de la deontología, esto es, de las normas éticas que se aplican a las profesiones. Pues hay, por lo menos,  dos aspectos en los que los dos tipos de normas mencionados difieren, regulan la conducta de manera distinta. Por un lado, la exigencia de ser un buen (en el sentido de excelente) juez, fiscal o profesor rebasa en algún sentido la idea de lo meramente debido (lo que puede ser regulado mediante prescripciones). Yo no cumplo con los requisitos del concepto de buen profesor simplemente porque no infrinja ninguna de las normas administrativas o de otro tipo (normas jurídicas) que se aplican a mi conducta como profesor, de la misma manera que nadie es un buen juez o un buen fiscal (ni tiene reputación de  serlo), simplemente porque no haya cometido ninguna acción delictiva o merecedora de alguna medida disciplinaria. Todos parecemos manejar alguna idea de lo que significa ser un profesor excelente o un excelente juez o fiscal que no se reduce a la del cumplimiento de las normas jurídicas (prescripciones) que son aplicables a su conducta. Naturalmente, para ser un excelente X hay que ser también un aceptable X, y eso explica con facilidad que exista una zona más o menos amplia de solapamiento entre lo regulado por los códigos éticos de, por ejemplo, los jueces o los fiscales y las normas jurídicas que disciplinan esas profesiones. Por otro lado, otra diferencia también de cierta significación es que no cumplir con las normas ideales (con el ideal de buen profesor, buen fiscal, etc.) no puede llevar aparejadas las consecuencias que conlleva la infracción de las prescripciones. Entre otras cosas porque parece bastante razonable pensar que suelen ser muy pocos los miembros de una profesión que realizan de manera completa el ideal de la misma lo que, por cierto, no supone que la plasmación más o menos normativa (en realidad, no sólo normativa; luego hablaré de la ética de las virtudes) de la profesión carezca de sentido. Lo tiene porque (o si) opera como una especie de ideal regulativo que cumple una función de dirección y de justificación de las conductas.
     Por supuesto (y me parece que este es el punto –sin duda, importante-de razón que hay que conceder a los escépticos), es bien posible, y en ciertas circunstancias incluso probable, que de la apelación a la moral se haga un uso puramente ideológico, interesado, y que la elaboración de excelsos códigos deontológicos juegue en realidad el papel de embellecer falsamente la realidad (de dificultar la crítica fundada a las profesiones). Ese falseamiento de la realidad se produce, por ejemplo, cuando la elaboración de un código ético se presenta como la mejor medida para resolver un problema que exigiría, sin duda, movilizar otros recursos que resultarían más eficaces para ello. Justino Zapatero trae muy oportunamente a colación una frase de Savater que no puede ser más expresiva: “confiar la solución de todos los males de nuestra sociedad sólo a la ética es como pretender apagar incendios forestales con hisopos de agua bendita”. Si nos trasladamos al campo de las profesiones jurídicas, sin duda el mayor atentado contra la ética es el fenómeno de la corrupción en la administración de justicia. Pues bien, la manera más eficaz de combatirla (y sé que eso no es un problema –me refiero a la corrupción, no a las corruptelas-  en España, pero sí en muchos países latinoamericanos) no es a base de prédicas morales o de promulgar y difundir códigos deontológicos, sino introduciendo sanciones efectivas, llevando a cabo cambios institucionales que garanticen la independencia de los jueces o la objetividad de los fiscales, remunerando decentemente el ejercicio de esas profesiones, etc.  Y, desde luego, en el ámbito de nuestra cultura jurídica, hay muy buenas razones (todavía hoy) para mantener cierta actitud de sospecha en relación con los promotores de las diversas éticas profesionales. Una actitud de sospecha, por cierto, que entiendo también se tenga conmigo, puesto que yo soy el primero en practicarla. Pongo un ejemplo de esto último.
      Para preparar esta exposición leí, entre otros, un trabajo de Luis Beneytez Merino titulado “Reflexión deontológica sobre el Ministerio fiscal”[4]. Me ha parecido interesante en más de un aspecto ( y en alguna medida coincidente con lo que acabo de decir, al destacar la importancia del elemento de valor junto al componente normativo para entender los problemas deontológicos de los fiscales), pero resulta que los ejemplos concretos que pone de comportamientos éticos (modélicos) de los fiscales parecen consistir en una reacción frente a actuaciones (éticamente deficientes) de otros profesionales que el lector adivina fácilmente vienen motivadas por ideologías, digamos, de izquierdas: el fiscal que logra que se acuse por imprudencia temeraria al conductor del tren causante de un accidente –por saltarse un semáforo- y no exclusivamente al ingeniero jefe de señalización, oponiéndose así a los propósitos de un juez de instrucción que actuaba con la finalidad de proteger los intereses de la clase trabajadora; o el que se enfrenta a las órdenes de sus superiores –de la fiscalía- dirigidas a no actuar contra un político que había hecho manifestaciones ofensivas para un sector de la judicatura. Ahora bien, si hay buenas razones para ocuparse de (y para preocuparse por) la ética de los fiscales, parecería que deberíamos buscarlas más bien en otro lado: en otro tipo de delitos (los que verdaderamente ponen en peligro la convivencia social), en otro tipo de actitudes y quizás también en otro tipo de agentes.
     Pero, en fin, una cosa es que haya razones para sospechar que en la elaboración de un código de ética profesional pueden deslizarse fácilmente elementos ideológicos, prejuicios, etc.; y otra cosa es que esas sospechas se lleven hasta el extremo de descalificar por completo cualquier iniciativa en ese sentido. Esto último me parece, como digo, equivocado, porque se basa en una idea también equivocada de lo que significa la ética profesional –la deontología- y de lo que significa la ética sin más. Y aquí me parece que conviene hacer de nuevo algunas aclaraciones de carácter conceptual.
      Cuando se pretende conocer –o establecer- en qué consiste la ética de los jueces, de los fiscales, de los médicos, de los abogados, de los empresarios o de los banqueros es usual requerir el parecer de los “expertos” en ética. La especialización creciente del saber hace que, cada vez más, estemos en manos de los expertos, lo que, como ustedes saben muy bien, tiene una aplicación en el ámbito procesal, en el que la prueba pericial se encuentra evidentemente en alza: en muchos casos son efectivamente los expertos (médicos forenses, contables, etc.) los que juegan el papel determinante en la resolución de los pleitos. Ahora bien, ¿quiénes son los expertos en ética? Como es bien sabido, la ética es uno de los campos tradicionales de la filosofía, y un campo que tiene su “réplica”, por así decirlo, en el interior de la filosofía del Derecho: supongo que la razón para que yo esté aquí no es otra que la de suponérseme ciertos conocimientos de “experto” en la materia. ¿Pero en qué podría ser yo experto?  Desde luego, no en saber mejor que los que ejercen la profesión de fiscal cuáles son las pautas morales de conducta que son aceptadas y seguidas en la práctica; esta es una pretensión de conocimiento que quizás pudiera arrogarme si hubiera hecho algún tipo de investigación empírica sobre la materia, pero no es el caso. Ni tampoco sería experto a la hora de determinar qué es lo correcto o lo incorrecto, lo que está moralmente bien o no que haga un profesional (con independencia de qué sea lo que suela hacerse en la práctica), o qué cualidades debería tener un fiscal para alcanzar la excelencia y poder  considerársele como un modelo para otros. Entiéndaseme, puedo tener ideas razonables, bien fundadas, sobre el particular, pero lo que quiero decir es que yo no podría pretender estar en mejores condiciones que los fiscales –por el hecho de que sea un filósofo del Derecho, experto en ética jurídica- a la hora de establecer esos juicios. Sería, casi diría, una idea ridícula por mi parte, dado que no tengo ninguna experiencia en la profesión, no conozco desde dentro ni con detalle los problemas éticos a los que tienen que hacer frente los fiscales, etc. Mi “experticia”, de existir, tendría que consistir en otra cosa; si efectivamente soy un experto en la materia, tendría que estar en condiciones (o en mejores condiciones que quien no tiene esa formación) de aclarar una serie de cuestiones de naturaleza teórica, pero que pueden suponer una ayuda muy significativa a la hora de resolver el segundo tipo de los problemas que acabo de distinguir: los problemas de ética normativa. Los primeros serían cuestiones de ética descriptiva, pues de lo que se trata es de describir y de explicar cuáles son las pautas morales que rigen en una determinada profesión o en una cierta sociedad, cómo evolucionan, cómo se explica que sean esas y no otras, etc. En lo que es experto el filósofo, en definitiva, es en lo que se llama teoría ética o metaética, aunque, como es lógico, no se puede hacer teoría ética de manera competente si se desconoce todo sobre los otros dos niveles de reflexión sobre la ética (la ética descriptiva y la normativa), como no se puede hacer tampoco filosofía del Derecho si se carece de una formación jurídica. De manera que las distinciones que acabo de hacer son seguramente útiles a efectos clarificadores, pero no hay por qué empeñarse en considerarlas como compartimentos estancos.
     Pues bien, hablando en términos muy generales, hay un par de clasificaciones que suelen hacerse en el nivel de las teorías éticas y que me parecen  relevantes para lo que aquí nos interesa: la deontología de los fiscales. La primera es la clasificación que divide a las teorías de la ética en deontológicas y teleológicas. Sin entrar en muchos detalles: las primeras (como la concepción de Kant) consideran que lo “correcto” tiene cierta prioridad sobre lo “bueno”, lo que quiere decir que uno puede tener ciertos deberes, aunque la realización de los mismos no produzca buenas consecuencias (no persiga lo bueno); la idea que trata de captar esa concepción es que hay deberes morales que son absolutos, en el sentido de que se tienen con independencia de cuáles sean las consecuencias a las que pueda llevar su cumplimiento; pensemos, por ejemplo, en el principio de dignidad humana: la razón para respetar la dignidad de otro no es el beneficio que pueda obtenerse con ello, sino el convencimiento de que la dignidad es un valor último. El segundo tipo de teorías morales (como el utilitarismo de Bentham) invierte las cosas, las prioridades: lo correcto está subordinado a lo bueno. Lo que uno debe hacer es aquello que produzca las mejores consecuencias, como quiera que se entiendan las consecuencias, puesto que hay muy diversas maneras de hacerlo; la fórmula de Bentham, como se sabe (pero sería sólo una de las posibles maneras de ser utilitarista), hace referencia al logro de la mayor felicidad para el mayor número. Pues bien, algo que podría resultar sorprendente y que se desprende de lo anterior es que Bentham, el filósofo que suele ser citado como el introductor del término “deontología”, no sería, sin embargo, un deontologicista en ética, o sea, Bentham no es un partidario de la deontología en el sentido técnico en el que hoy suele emplearse la expresión en la filosofía moral[5].  Pero esto no debe tampoco preocuparnos demasiado, pues no va más allá de constituir un simple problema de ambigüedad: no siempre se entiende “deontológico” o “deontología” de la misma manera. Cuando hoy se habla (en el plano de la ética prescriptiva) de deontología (o de código deontológico) a lo que se hace referencia  es a la ética aplicada a una determinada profesión, pero el rótulo no nos dice nada sobre si esa ética (ese código ético) se inspira en una teoría de la moral deontológica o teleológica. Y, en realidad, me parece que puede afirmarse sin mucho temor a equivocarse que las éticas profesionales (y los correspondientes códigos deontológicos) recogen principios tanto de carácter deontológico como teleológico o consecuencialista.
    La otra distinción que nos importa es la que permite diferenciar las teorías normativistas de la ética, de las concepciones de la ética basadas en la virtud. Las primeras tratarían de contestar a la pregunta de qué debe uno hacer para comportarse de manera éticamente adecuada, cuáles son nuestros deberes éticos: por ejemplo, cumplir con el imperativo categórico kantiano o realizar las acciones que produzcan la mayor felicidad para el mayor número. Las segundas (un ejemplo notable de este tipo de concepción es la ética aristotélica) tratan de contestar más bien a la pregunta de cómo construir una personalidad moral, qué rasgos de carácter –qué virtudes- son los que debería esforzarse por adquirir el que aspira a llevar una vida buena, una vida moral. Ahora bien, tampoco esta contraposición hay por qué verla de manera excluyente, sino que podríamos considerar que esas dos concepciones vienen a ser en realidad visiones distintas pero complementarias de la ética. Es lo que parece ocurrir también en relación con la ética de los jueces o de los fiscales: los jueces deben ser independientes y los fiscales imparciales y hay virtudes, como el valor, la honestidad, etc. que, si se poseen, contribuyen efectivamente a que los jueces cumplan con sus deberes de independencia y los fiscales con los de imparcialidad.

2.

El modelo de construcción de la ética judicial, de un código deontológico para los jueces, puede ser de interés para los fiscales, al menos por un par de razones: porque sin duda la ética judicial ha alcanzado un mayor grado de desarrollo tanto teórico como práctico; y porque se trata de dos figuras afines, de manera que mucho de lo que es aplicable al comportamiento de los jueces se podría extender, analógicamente, al caso de los fiscales. Existe sin embargo  una dificultad que no se puede soslayar: la institución judicial tiene contornos mucho mejor definidos que la del ministerio público y eso parece tener consecuencias importantes. Si es posible fijar (en un código deontológico) las exigencias normativas que configuran la excelencia judicial, es porque pensamos que hay alguna noción básica y compartida de lo que sería el “buen juez”. ¿Pero cómo construir el concepto del “buen fiscal” cuando resulta que lo que se entiende por fiscal o por ministerio público (las funciones que se le confían) puede(n) variar considerablemente de un sistema jurídico a otro, e incluso puede ocurrir, como en el caso del Derecho inglés, que ni siquiera puede decirse que exista en puridad un ministerio fiscal? ¿Tiene razón uno de los mayores estudiosos de la figura del fiscal cuando, en un escrito reciente, la califica de “misteriosa institución”?[6]
       Bueno, el misterio naturalmente no consiste en que no sepamos (y no sepa muy bien el autor citado: Luis María Díez-Picazo) lo que es un fiscal, cuáles son sus funciones (incluyendo las diferencias que pueden advertirse de un país a otro), cómo ha evolucionado la figura en diversos sistemas jurídicos, etc. El misterio, la dificultad, estriba en que parecen existir diversas maneras de concebir el ministerio fiscal, y una de ellas –el modelo norteamericano-,  parece estar ganando mucho terreno en los últimos tiempos. Se plantea así una especie de batalla jurídico-cultural que en España se centra sobre todo en la cuestión de quién debe instruir: el juez o el fiscal. No es un debate, por cierto, sólo de dogmática –de técnica- jurídica sino, fundamentalmente, de filosofía moral y política. Por eso, yo creo que casi todos los participantes en el mismo estarían de acuerdo en que (como lo ha sostenido aquí Mena) ambas opciones son constitucional y conceptualmente posibles, de manera que el debate estriba en realidad en precisar cuáles son los valores a los que se desea dar prioridad en la configuración del proceso  y hasta qué punto se lograrían satisfacer según que la instrucción se confiara a los jueces o a los fiscales[7]. Y si planteáramos así las cosas, me parece que podría hablarse de un consenso bastante sólido por lo que hace a los valores a perseguir (los que deberían presidir el proceso penal: valores de tipo garantista), mientras que las discrepancias se concentran más bien en cuestiones de medios, de carácter instrumental: qué cambios institucionales habría que llevar a cabo para conseguir esos fines. Dicho de otra manera, parece indudable que en la cultura jurídica española (incluyendo, claro está la de los propios fiscales)  la figura del ministerio público se ve como esencialmente afín a la del juez y alejada en consecuencia de la del abogado, el abogado de parte. Lo cual, naturalmente, tiene consecuencias de cierto relieve en el plano deontológico.
     Por supuesto, nadie (cualquiera que sea el sistema jurídico del que parta) piensa que un fiscal deba comportarse exactamente igual que tendría que hacerlo  un juez o un abogado. Claramente se trata de una figura distinta: la del acusador público. Pero que, en términos relativos, puede aproximarse más a la del abogado (el caso estadounidense), o a la del juez (el modelo de Europa continental y, en particular, el italiano en el que los fiscales se integran dentro de la magistratura). Y ello, como decía, tiene consecuencias en el plano ético. Así, en el contexto estadounidense, la ética del fiscal (que ocupa regularmente un capítulo en cualquier manual de ética jurídica: ésta es una materia a la que se concede una considerable importancia académica) se centra mucho en la necesidad de subrayar las diferencias entre el fiscal y el abogado de parte: se insiste, por ejemplo, en que el deber del fiscal es el de hacer justicia (actuar de manera imparcial) y no el de lograr condenas (lo que, supongo, no sería necesario subrayar en relación con el fiscal español). Y en la misma cobra gran importancia, por ejemplo, la discusión a propósito de bajo qué condiciones debería un fiscal llevar adelante una acusación: si basta con que considere probable que el acusado es culpable, o debería estar convencido de la culpabilidad “más allá de toda duda razonable” ( sí, como exigencia no sólo para condenar, sino para perseguir penalmente a alguien)[8]. Mientras que en contextos como el español, los problemas deontológicos tienen mucho más que ver con la “dependencia jerárquica”, esto es, con un principio organizativo que, al menos potencialmente, podría plantear problemas éticos al fiscal que quisiera actuar con independencia de criterio[9]. De manera que lo que se subraya en un caso es que los fiscales tienen que ser imparciales, a diferencia de los abogados; y en el otro caso, que no  son (¿no podrían serlo?)  independientes, al menos de la misma manera que lo son los jueces.
      Sin embargo, a pesar de esas diferencias de acento, me parece que podría decirse que, cualquiera que sea el modelo de fiscal del que se parta, lo que hace que cobre tanta importancia la ética de los fiscales es el carácter discrecional del poder que, en uno u otro caso, caracteriza a la institución del ministerio público: el poder de acusar. Sin duda, esa discrecionalidad es más patente en el caso del fiscal estadounidense, pero no deja de existir –ni mucho menos- en los fiscales de los sistemas de Derecho continental[10]. En el caso español, como es bien sabido, el fiscal aparece definido en la Constitución y en su Estatuto Orgánico como un órgano que actúa en defensa de la legalidad  y con sujeción en todo caso al principio de legalidad.  Pero, claro está, si existe política criminal (que es lo que justifica que el fiscal general del Estado sea nombrado por el ejecutivo) es porque se supone que hay un margen de discrecionalidad a la hora de establecer prioridades sobre qué delitos perseguir y sobre cómo utilizar los recursos (escasos: insuficientes para perseguir eficazmente todos los delitos) de los que se dispone. Por eso, ningún fiscal que se plantee con seriedad los aspectos éticos de su profesión puede ignorar un hecho que parece irrebatible: la desproporción existente entre los actos delictivos cometidos y los efectivamente perseguidos y castigados. Luigi Ferrajoli (refiriéndose básicamente a Italia pero parece claro que sus palabras son también aplicables al caso español, donde en las últimas décadas hemos vivido un proceso incesante de inflación  de las normas penales) afirmaba hace años lo siguiente: “Si por ventura todos los delitos denunciados fueran perseguidos y castigados, y no digamos si lo fueran todos los delitos cometidos, incluso los no denunciados, es probable que gran parte de la población estuviera sujeta a proceso o en reclusión”[11].  De manera que el fiscal, por supuesto, tiene que esforzarse por defender la legalidad, pero no puede escudarse en ella y pensar que así ha resuelto todos los problemas éticos que le plantea el ejercicio de su profesión. No puede sentirse justificado para hacer interpretaciones formalistas[12] de las normas que dejen de lado lo que tendría que ser el valor último a perseguir en el ejercicio de su profesión: garantizar los derechos de los individuos, y no solo los de carácter procesal, sino también los de naturaleza sustantiva. Y para ello tendría que hacer, sin duda, un amplio uso de la equidad que, en la célebre formulación de Aristóteles, es una adecuación de la ley a las circunstancias de la realidad  para evitar un resultado injusto: un castigo desproporcionado para algunos (para algunos delitos) y la impunidad para otros. Si se quiere decirlo de otra manera: el fiscal no puede (ni debe) evitar cierto ejercicio de la discrecionalidad[13]. Lo que le está vedado es hacerlo de manera arbitraria.
     Como es  sabido –y nos recordó Miguel Carmona en su exposición- en España (a diferencia de lo que ocurre ahora en muchos países europeos y americanos)  no existe un código propio de ética judicial. Sin embargo, en el año 2006 se aprobó, en la XIII Cumbre Judicial Iberoamericana,  un Código Modelo Iberoamericano de Ética Judicial en cuya elaboración participó activamente el Consejo General del Poder Judicial y que, en algún sentido de la expresión, podríamos considerar “vigente”. Merece la pena, en mi opinión, prestar alguna atención al mismo, porque podría ser una referencia de cierto interés de cara a elaborar un código de ética del Ministerio fiscal o algún otro documento por el estilo.
       El Código consta de una (extensa) exposición de motivos y de casi un centenar de artículos divididos en dos partes: en la primera se desarrollan los “principios de la ética judicial iberoamericana” (independencia, imparcialidad, motivación, conocimiento y capacitación, justicia y equidad, responsabilidad institucional, cortesía, integridad, transparencia, secreto profesional, prudencia, diligencia y honestidad profesional), y la segunda está dedicada a regular la Comisión Iberoamericana de Ética Judicial. Es importante subrayar que se trata de un código sin sanciones, pero no creo que por ello deba considerársele carente de eficacia. En realidad, las funciones que el mismo trata de cumplir son las de facilitar a los jueces la reflexión sobre su propia práctica, orientar esa práctica al explicitar los criterios que la guían (o que debieran guiarla) y facilitar a otros la crítica justificada de la profesión. Lo que quiere decir (y me parece que es importante subrayarlo) que los destinatarios de un código deontológico no son sólo los miembros de una determinada profesión. Si se piensa, por ejemplo, en los casos de actuaciones judiciales que, en los últimos años, han sido objeto de polémica, no me parece exagerado afirmar que la opinión pública podría haber encontrado en ese código una orientación útil. Más útil que limitar la discusión a si tal determinada conducta de un juez está o no prohibida por el Derecho positivo. Repitámoslo una vez más: un código deontológico no es una alternativa al código penal o a las normas disciplinarias. Un juez, al igual que un fiscal, puede actuar mal en el ejercicio de su profesión (o no de la mejor manera posible), aunque no haya cometido un ilícito jurídico.
     Pues bien, ese conjunto de principios podría suministrar seguramente un esquema útil de cara a elaborar un código deontológico para los fiscales si bien, como es lógico, no se trataría tampoco de seguirlo mecánicamente. Puede que haya que introducir algún nuevo principio; desde luego, habrá que reinterpretar los antes mencionados al aplicarlos a la conducta de los fiscales; y algo parecido a esto último habría que hacer también en relación con las virtudes: las de los fiscales tendrían que ser, por así decirlo, más “activas” que las de los jueces[14]. Pero, con todo, me parece que lo más interesante no se encontraría tanto en el contenido, cuanto en el método seguido para su elaboración. En líneas generales, podría decirse que se trató de alcanzar una especie de “equilibrio reflexivo”, o sea, se procuró explicitar primero las pautas que los profesionales consideraban adecuadas en relación con cada uno de esos principios, para confrontarlas luego con los criterios que cabría obtener de una teoría ética justificada y proceder entonces a un ajuste mutuo: en algún caso, un principio general de la ética tuvo que ser “modulado” al aplicarlo a las circunstancias de la conducta profesional de los jueces, y en otras ocasiones hubo de reconocerse que ciertas prácticas más o menos consagradas de la profesión no eran justificables desde un punto de vista ético. A su vez, la articulación de cada uno de esos principios sigue una cierta lógica interna: se comienza señalando su finalidad, lo que sirve de justificación para el principio en cuestión; se procede luego a dar una definición del principio; se incluyen a continuación algunas reglas específicas que resultan significativas; y se termina señalando ciertas actitudes, ciertos rasgos de carácter o virtudes que favorecen el cumplimiento del principio en cuestión[15]. Creo que fue un método en líneas generales acertado, pero que se mejoraría si al mismo se incorporara un ingrediente más: ejemplos de conflictos éticos reales con una (o, ¿por qué no?, varias) propuesta(s) de solución. Al respecto hay una reciente iniciativa que ha puesto en práctica la Escuela Judicial de Barcelona y que me parece de sumo interés: consiste en confeccionar, como base para una posterior discusión, una serie de micro-relatos, a partir de noticias de prensa, sentencias del Tribunal Supremo, o de la propia experiencia de los autores, en los que se plantean problemas conectados con los distintos principios, valores o virtudes de la ética judicial. En fin, si ese elemento más práctico haya de formar parte de un “código” o debiera incorporarse en algún otro tipo de documento  es una cuestión que no debe preocuparnos mucho.
          Termino mi exposición con una reflexión a propósito de la anécdota con la que la empecé. Mi admiración por el juez Holmes es inmensa y no tengo ninguna duda de que en muchísimos aspectos sigue siendo un modelo a seguir. Pero yo no le seguiría en su crudo positivismo. Me imagino, por eso, una escena en la que un fiscal experimentado acaba de comer con un recién licenciado que quería conocer las interioridades de la carrera fiscal, de cara a encaminar o no hacia ahí su futuro profesional. Cuando ya se han despedido y el fiscal está saliendo del restaurante en dirección a su coche, el joven exclama en alta voz: “¡Siga haciendo justicia!”. El fiscal se da la vuelta y en tono reflexivo le dice: “No es fácil hacer justicia. Requiere mucho esfuerzo y a veces estar dispuesto a aceptar algo más que incomodidades. La verdad es que casi siempre he tenido muy claro cuál habría sido la decisión justa a tomar en el caso. Pero a veces hay obstáculos insalvables; y no todo depende de uno… En fin, por lo menos estoy seguro de haber contribuido a  evitar algunas clamorosas injusticias”.
      Que no es poco.






[1] Ponencia presentada en el curso “Ética y Deontología en el Ministerio Fiscal”, Madrid, noviembre de 2013.
[2] La primera de las anécdotas la refería hace unas semanas un juez español –Carlos Gómez- en una conferencia sobre ética judicial en la Escuela Judicial de Barcelona. Y tengo en mis manos un artículo sobre la reforma de la administración de justicia escrito por el actual fiscal general del Estado que arranca para su reflexión del “concepto positivista”  pero, aclara, “también profundamente liberal de lo que significa el Derecho y la justicia” de Holmes; Eduardo Torres-Dulce (en “La inevitable reforma de la administración de justicia”, El Notario del siglo XXI, nº 50, julio/agosto 2013, p. 10)  se refiere en concreto a la convicción del jurista estadounidense de que el bien común siempre se alcanza mejor mediante el libre intercambio de ideas.
[3] Maria Leonor Suárez Llanos, “Deontología del Ministerio Fiscal. Descripción normativa y crítica. O de ¿para qué necesitan los fiscales ser morales?”, en Anuario de Filosofía del Derecho, nº XXV, enero de 2008.
[4] En Ética de las profesiones jurídicas. Estudios sobre deontología, UCAM-AEDOS, Murcia, 2000.
[5] Sobre esto puede consultarse, por ejemplo, el Diccionario de filosofía de Ferrater Mora; pero, por lo que he podido ver, los jueces y los fiscales que se interesan por averiguar el significado de “deontología” suelen quedarse en el Diccionario de la Real Academia.
[6] Vid. L.M. Díez-Picazo, “Siete tesis sobre la idea de fiscal investigador”, en Teoría&Derecho, 1/2007, p. 33 y 29. No falta, sin embargo,  quien califica la institución del fiscal como “de derecho natural”, aunque con ello lo único que pretende decir es que en nuestros sistemas jurídicos “no se concibe ya que la función de acusar quede en manos de los particulares” (Luis Pacheco Carve, “El fiscal en el Derecho comparado”, en Estudios Jurídicos. Ministerio fiscal, VI, 2001, p. 133).
[7]La representante de la Asociación Profesional de Fiscales dijo en su presentación algo importante y en lo que parece existir un consenso amplio: en todo caso, antes de convertir a los fiscales en instructores habría que modificar su estatuto orgánico, precisamente para asegurar que no se pondrían en riesgo los valores característicos de un proceso garantista. Y, desde el otro lado, parece existir también un amplio consenso en que la instrucción por parte de los jueces plantea ciertas disfunciones bastante obvias; las discrepancias estarían en si las mismas podrían corregirse (o aminorarse significativamente) continuando con el modelo del juez instructor.
[8] Vid., por ejemplo, Monroe H. Freedman, Understanding Lawyers’ Ethics, Matthew Bender, New York, 1990, pp. 218 y ss.
[9] O, en el caso extremo, que plantee una objeción de conciencia para no intervenir en un caso. Antonio del Moral (en “La objeción de conciencia de los miembros del ministerio fiscal”, en Objeción de conciencia y función pública, Consejo General del Poder Judicial, Madrid, 2007) entiende que podría admitirse la objeción (está pensando  en casos en que la ley impusiera la pena de muerte, en los que se autorizase el aborto a practicar por una menor o se impusiera la expulsión a un extranjero “en medida que se le presenta [al fiscal] como inhumana y patentemente injusta”) si se dieran ciertas circunstancias: sinceridad de la objeción, sustituibilidad fácil y disposición a asumir otros asuntos en compensación (p. 279). Al respecto, trae a colación el artículo 27 del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal que, aunque no establezca una previsión “que sirva para afrontar la objeción de conciencia frente a una norma legal, sino frente a órdenes o indicaciones concretas”, en su opinión, “mitiga los efectos de una dependencia jerárquica entendida como obediencia ciega “ y “estimula el debate interno”. Todo lo cual le lleva a lamentar el escaso uso que se hace de ese artículo 27: “El mecanismo allí previsto debiera ser algo de administración ordinaria –es normal que existan esas discrepancias y no debe ser insólito que en determinados casos se desencadenen esas fórmulas para provocar el debate y, como fruto del mismo, la decisión adecuada-. Sin embargo se ha convertido en algo excepcional, cuya utilización parece requerir ciertas dosis de heroísmo o estar reservada a fiscales “rebeldes”. En eso creo que los fiscales tenemos una importante cuota de responsabilidad” (p. 298).
[10] Resulta por ello absurdo que alguien pueda pensar (pero me temo que así ocurre a veces) que la diferencia entre los jueces y los fiscales radica en que los primeros toman decisiones, mientras que los segundos se limitan a aplicar la ley.
[11] Luigi Ferrajoli, “Criminalidad y globalización”, en Claves de Razón Práctica, nº 152, mayo 2005, p. 23.
[12] He aquí  dos ejemplos de formalismo y, en mi opinión, de comportamientos contrarios a la ética. El primero tendría lugar si, dado que un fiscal no puede retirar las acusaciones en juicio sin pedir permiso y realizar luego un informe, para evitarse las incomodidades que eso supondría, mantiene su posición “pro forma”, incluso en casos de absoluta falta de pruebas. Y el segundo sería aquel en el que, existiendo antecedentes que tendrían que haber sido cancelados,  mantiene sin embargo la solicitud de aplicación de la agravante de reincidencia por considerar que la petición de que no se aplique la agravante concierne sólo a la defensa.
[13] En una reciente tesis de doctorado leída en la Universidad de Valencia (Arturo Todolí, ”La potestad de acusar del Ministerio Fiscal en el proceso penal español: Naturaleza, posibilidades de su ejercicio discrecional, alcance de sus diferentes controles y propuestas de mejora del sistema”) hay todo un capítulo, el VI, dedicado a los “Supuestos de discrecionalidad en el funcionamiento real del sistema”.
[14] Por ejemplo, la perseverancia y la indignación ante la impunidad de ciertos comportamientos socialmente muy nocivos bien podrían ser consideradas como virtudes características de los fiscales, pero seguramente no de los jueces (o, al menos, no en el mismo grado). Me parece que es ilustrativo al respecto el relato de Giancarlo De Cataldo que forma parte del libro Giudici, publicado por Einaudi en 2011 (y cuya traducción al castellano aparecerá pronto en Marcial Pons); a diferencia de las otras dos narraciones, de Andrea Camilleri y Carlo Lucarelli, que componen el libro, la de De Cataldo no tiene como protagonista a un juez, sino a un fiscal.
[15] Una exposición más detallada puede verse en Manuel Atienza, Reflexiones sobre ética judicial, Suprema Corte de Justicia de la Nación, México, 2008.