miércoles, 18 de diciembre de 2013

PODEMOS HACER MÁS. OTRA FORMA DE PENSAR EL DERECHO

El libro que acabo de publicar en la editorial Pasos Perdidos, “Podemos hacer más. Otra forma de pensar el Derecho”, trata de aunar dos ideas que he tenido siempre muy presentes y que constituyen la espina dorsal de mi manera de concebir la filosofía del Derecho. La primera es el pragmatismo, entendiendo por tal una actitud –si se quiere, una especie de presupuesto para cualquier filosofía del Derecho- que da primacía a la práctica y que, en consecuencia, supone que la única forma de dar sentido al trabajo teórico es que el mismo esté encaminado, aunque no sea de una manera inmediata, a la mejora del Derecho y de la sociedad. Y la segunda es la necesidad de concebir el Derecho de tal manera que se facilite la obtención de esos propósitos prácticos: que el Derecho pueda ser un factor de transformación social. Dado que, en mi opinión, el formalismo jurídico sigue siendo, al menos en los países latinos, una concepción del Derecho de enorme peso en la práctica y el principal obstáculo para desarrollar ese tipo de filosofía, la apelación a esa “otra forma” de pensar el Derecho que se contiene en el subtítulo hace referencia a una visión no formalista y no positivista del Derecho: a una concepción que no considera que el Derecho sea sólo un conjunto de normas, sino que ve en el mismo, sobre todo, una práctica racional encaminada a la obtención de ciertos valores: los del Estado constitucional. Los diversos capítulos del libro (incluido el prólogo) tratan de mostrar las consecuencias teóricas y prácticas que se siguen de esa idea general cuando la misma se aplica a esclarecer la noción de globalización y de constitucionalismo, a mostrar cómo puede articularse la libertad de expresión con el respecto a las convicciones religiosas, cómo hacer uso del principio de abuso del derecho para paliar situaciones de grave injusticia, cómo entender la justicia constitucional o cómo configurar el derecho a morir.

lunes, 11 de noviembre de 2013

DWORKIN, LA EUTANASIA Y LA IDEA DE DERECHO

                                                                                                       

1.
Nadie duda de que Ronald Dworkin ha sido el teórico del Derecho más influyente en las últimas décadas; digamos, en el último medio siglo. Pero a muchos iusfilósofos les resulta discutible que, dejando a un lado sus extraordinarias dotes intelectuales, la influencia de Dworkin en la cultura jurídica contemporánea pueda calificarse de positiva. Si uno tratara de condensar en unas pocas palabras ese juicio crítico, me parece que con lo que se encontraría sería con algo así como:  “Dworkin ha puesto de moda una manera de hacer filosofía del Derecho que se caracteriza por el uso de un lenguaje y la difusión de un  pensamiento oscuros que, en lugar de ir más allá del positivismo jurídico de corte analítico (más allá de Hart), supone más bien una regresión a épocas pretéritas, a las oscuridades del iusnaturalismo pre-benthamita”.
     Con ese iusfilósofo antidworkiniano (nadie en particular, pero seguramente no sería difícil encontrar más de uno del mundo latino que suscribiera esas palabras), yo comparto la opinión de que el estilo literario de Dworkin no es un prodigio de claridad y de que sus tesis teóricas podrían expresarse con mayor claridad de la que muchas veces se encuentra en sus escritos. Pero discrepo en todo lo demás, esto es, en las cuestiones de fondo. Dworkin ha contribuido, yo creo, de manera poderosa a que la cultura jurídica contemporánea (o una parte de la misma) supere el positivismo jurídico, y lo supere sin recaer en un nuevo Derecho natural (si es que pretendemos hablar del Derecho natural con un mínimo de precisión[1]). Su gran mérito ha consistido en proponer una nueva concepción del Derecho más rica que la iuspositivista y que resulta también mucho más adecuada que esta última para dar cuenta del Derecho de los Estados constitucionales; y por “dar cuenta” entiendo no sólo describir teóricamente esos Derechos, sino elaborar conceptos que permitan actuar con sentido en su seno. ¿Pero en qué consiste esa nueva concepción del Derecho?
     Yo creo que hay una forma simple de decirlo. La idea de Derecho de Dworkin es, por un lado, más amplia que la iuspositivista: el Derecho consiste para él no solamente en reglas, sino también en principios y valores, lo que tiene como consecuencia que no quepa ya hablar de una separación estricta (conceptual) entre el Derecho y la moral; pero, por otro lado, supone también un nuevo enfoque del Derecho, esto es, no considerar el Derecho como una realidad dada, como un sistema de normas o de enunciados de diversos tipos que se trata de describir o de articular en una teoría, sino como un tipo de actividad, de práctica social, dirigida a lograr ciertos fines y valores, y una práctica de la que la propia teoría del Derecho forma parte, de manera que la función de esta última no puede ser simplemente descriptiva sino más bien normativa; la teoría del Derecho, por así decirlo, se confunde con la práctica. De manera que lo que tendríamos (según esa visión simple de las cosas) sería una misma (coherente) idea del Derecho que podría caracterizarse desde una perspectiva estática (digamos, el Derecho en reposo) o, por el contrario, dinámica (el Derecho en funcionamiento, en acción). O, para emplear otros pares de conceptos que juegan en el mismo sentido: el Derecho como producto y como proceso, como resultado y como actividad. No son perspectivas opuestas, sino complementarias, pero tiene sentido atribuir a una de ellas (al Derecho como actividad, como práctica social) primacía sobre la otra (sobre el Derecho como sistema de normas). Y creo que esto es precisamente lo que hace Dworkin. Se entiende así que haya contemplado, yo diría que desde siempre, la teoría del Derecho como “un ejercicio de teoría moral y política normativa” y el Derecho mismo como un “concepto interpretativo”[2]. Aunque, mejor dicho, quizás lo que acabo de escribir no se entienda de buenas a primeras, puesto que no parece en principio tan obvio que la teoría del Derecho forme parte  sin más de la teoría moral y política, y tampoco resulta claro sin más explicación qué haya de entenderse por “concepto interpretativo”. Vayamos pues a Dworkin, en busca de una forma menos simple, pero seguramente más profunda,  de expresar esa idea de Derecho.
     Si acabo de citar las expresiones utilizadas por Dworkin en un texto de mitad de los 80 es para subrayar que la imagen que utiliza en su penúltimo libro, Justice for Hedgehogs, para referirse al Derecho y a la teoría del Derecho –como una “rama de la moralidad política”- no supone ni mucho menos una ruptura con su obra de los primeros tiempos. En esto, o sea, a propósito de la novedad de esa manera de ver el Derecho, lo que dice Dworkin no resulta del todo claro; o, al menos, no sin algunas precisiones.       
     Por un lado, afirma que se trata de una “revisión radical” (p. 400) de la forma como la mayoría de los filósofos del Derecho (incluido él mismo) han entendido las relaciones entre el Derecho y la moral: la visión clásica supondría un “modelo dualista” (frente al nuevo “modelo unitario”), de acuerdo con el cual, el Derecho y la moral serían sistemas distintos de normas. Pero cuando se refiere a su propia obra, resulta que la visión clásica es la que él (Dworkin) habría mantenido en el trabajo que integra el capítulo 2 de su  Taking rights seriously; pero ya habría empezado a ver las cosas de una manera muy distinta en el que constituye el capítulo 3 del mismo libro; de manera que la tarea de identificar cuándo y cómo tiene lugar ese cambio en la obra de Dworkin podría plantear considerables problemas a quienes se adentren en un estudio filológico de su pensamiento.
      Por otro lado, uno no diría que ese modelo unitario, el ver el Derecho como una rama de la moralidad política, suponga propiamente una “revisión radical” de la teoría del Derecho sino, más bien, una vuelta a sus orígenes, a la visión más tradicional: el Derecho como parte de la racionalidad práctica. Eso es algo que no deja de reconocer el propio Dworkin, cuando señala que las concepciones de Platón o de Aristóteles estarían en la misma línea que la que  él trata de defender. Pero, además, la imagen que ahora nos ofrece Dworkin  de la teoría del Derecho (y del Derecho) parecería encajar muy bien con las concepciones tradicionales del Derecho natural. Precisamente, Hart, en el capítulo 1 de El concepto de Derecho, utiliza esa misma expresión, al señalar que entender el Derecho como “una rama [´branch`][3] de la moral o de la justicia” es la doctrina característica “no sólo de las teorías escolásticas del derecho natural sino de cierta teoría jurídica contemporánea que critica al ‘positivismo´ jurídico heredado de Austin” (p. 9). Como es obvio, esa “cierta teoría jurídica” a la que alude Hart no es la de Dworkin, sino la de Fuller, autor este último en el que también estaba pensando Hart cuando en “El positivismo jurídico y la separación entre el Derecho y la moral”, escrito unos pocos años antes, critica una concepción “amplia” del Derecho que permitiría en los casos difíciles (en los casos de la penumbra) evitar considerar que los jueces gozan de discrecionalidad, ya que las reglas jurídicas serían (según esa concepción amplia) “esencialmente incompletas” y “los criterios de conveniencia social y los propósitos a los cuales deben recurrir los jueces si sus decisiones han de ser racionales, deben ser considerados como partes integrantes del derecho” (pp. 34-35).
     Y, en fin, ni siquiera parece estar claro si el paso de una visión (o una imagen) a otra del Derecho supone realmente un cambio muy radical. En algún pasaje, Dworkin parece dar a entender que sí, pero en otros la cosa se relativiza bastante más, de manera que el giro no afectaría a la sustancia de la vieja confrontación entre positivismo jurídico y concepción interpretativa del Derecho (vid. Dworkin 2011: 409). Recientemente, Jeremy Waldron ha señalado que cuando Dworkin introduce esa distinción, en Justice in Robes, el propio Dworkin aclara que: “Mi sugerencia no tiene fuerza sustantiva independiente: Puedo decir todo lo que deseo acerca de la interconexión entre Derecho y moral en el clásico vocabulario que asume que ellos [el Derecho y la moral] son contemplados razonablemente como dominios intelectuales fundamentalmente distintos” (p. 27). Pero Waldron duda de que la nueva posición de Dworkin  deje realmente las cosas como estaban (p. 28).
     Bueno, yo creo que esas incertidumbres desaparecen en buena medida si uno tiene en cuenta lo que antes decía: que realmente se trata de imágenes distintas (no opuestas) de una misma idea, y que en la obra de Dworkin el lugar predominante lo ocupa la visión dinámica del Derecho, el Derecho considerado como actividad o como empresa, encaminada a la obtención de ciertos fines y valores. Ahora bien,  como en varias ocasiones hizo notar Robert Summers, esa era también la idea que sobre el Derecho tuvieron Roscoe Pound (sobre todo, en sus últimas obras [vid. César Arjona]) y, particularmente, Fuller[4]. Pero, curiosamente, en Justice for Hedgehogs no hay la menor referencia a ninguno de esos dos autores, como tampoco aparece nunca mencionado Gallie, a pesar de que cualquiera diría que la famosa noción de este último de los “conceptos esencialmente controvertidos” es, por lo menos, un pariente próximo de los “conceptos interpretativos” de Dworkin.
    Pero dejemos de lado la que podría ser insidiosa cuestión de hasta qué punto la nueva visión del Derecho de Dworkin es realmente nueva[5] y vayamos al tema más enjundioso de qué entiende Dworkin por “conceptos interpretativos”, pues ahí parece radicar la clave de su concepción del Derecho.
     Antes de ello, sin embargo, conviene tener muy en cuenta, a fin de caracterizar adecuadamente la posición de Dworkin, que él distingue diversos conceptos de Derecho, esto es, que, según él,  se pueden construir, entre otros, un concepto de Derecho en sentido sociológico, en sentido aspiracional o en sentido doctrinal. Y que cuando él contrapone la concepción interpretativa del Derecho a la del positivismo jurídico, en lo que está pensando es en esta última noción, o sea, en la que utilizamos para señalar qué es lo que dice el Derecho sobre un determinado tema: por ejemplo (es un ejemplo del propio Dworkin), que, según el Derecho de Connecticut, el fraude es un acto ilícito (un tort). El positivismo jurídico y el interpretativismo serían teorías acerca del “uso correcto” de ese concepto doctrinal. Y la diferencia fundamental entre las dos teorías consistiría en que los positivistas estarían considerando ese concepto como un concepto “criterial”, mientras que él piensa que se trata de un concepto interpretativo (vid. Dworkin 2011: 402) .
     Pues bien, Dworkin entiende por conceptos criteriales (categoriales) aquellos respecto de los cuales puede decirse que compartimos el concepto cuando y sólo en la medida en que usamos los mismos criterios para identificar los casos (las instancias) que caen bajo esa categoría. Y esto vale tanto para los conceptos precisos –como el de triángulo equilátero- como para los conceptos vagos –como calvo o libro-; en relación con estos últimos, con los conceptos vagos, hay acuerdo sobre cómo identificar a las personas calvas o a los libros, salvo en los casos marginales; pero los desacuerdos que se producen aquí sólo pueden considerarse como desacuerdos genuinos si es que efectivamente estamos usando los mismos criterios (vid. Dworkin 2011: 158 y ss.).
      Frente a ellos, los conceptos interpretativos funcionarían de otra manera: “Compartimos un concepto interpretativo –nos dice Dworkin- cuando nuestra conducta colectiva al usar ese concepto es explicada de la mejor manera haciendo que su uso correcto dependa de la mejor justificación del papel que ese concepto juega para nosotros”(p. 158). O sea, en el caso de los conceptos interpretativos, el acuerdo en el uso del concepto no supone un acuerdo en cuanto a un procedimiento de decisión, de manera que compartir el concepto es compatible con la existencia de diferencias de opinión irreconciliables en relación con los casos de aplicación (las instancias) de ese concepto. Dicho de una manera que puede resultar más intuitiva. Podemos compartir el concepto de justicia (ese es uno de los ejemplos favoritos de Dworkin; pero recuérdese que  uno de los que ponía Gallie para ilustrar lo que entendía por conceptos esencialmente controvertidos era el de justicia social) y sin embargo discrepar sobre si permitir la eutanasia activa supone o no un trato justo hacia las personas. En los conceptos interpretativos (como el de justicia, libertad, igualdad, Derecho…) damos cuenta de nuestros acuerdos y desacuerdos ante un caso controvertido “no encontrando criterios compartidos de aplicación, sino suponiendo que existen prácticas compartidas en las que figuran esos conceptos” (p. 160). El desacuerdo, en definitiva, se refiere a qué es lo que consideramos como la mejor justificación de la práctica[6].
      Y si pasamos ahora al concepto de Derecho (al concepto doctrinal de Derecho), lo que vendría a decirnos Dworkin es que, entendido en esos términos interpretativos,  a lo que nos llevaría ese concepto de Derecho es a tener que elucidar (al resolver cada uno de los casos de desacuerdo, de los supuestos controvertidos sobre qué dice el Derecho a propósito de tal tema) cuál es la interpretación del concepto que ofrece una mejor justificación de la práctica jurídica, lo que supone embarcarse en una tarea normativa y, en último término, moral: las razones para discrepar sobre si el Derecho de los Estados Unidos (la mejor justificación de la práctica jurídica en ese país) permite o no la eutanasia activa tendrán que ver, por ejemplo, con cómo interpretar el derecho a vivir reconocido en la constitución y en otros materiales jurídicos lo que, naturalmente, no puede hacerse sin llevar a cabo un razonamiento de tipo moral. En seguida lo veremos.
     Ahora bien, llegados a este punto, surge de manera natural la objeción de que el razonamiento de Dworkin parece incurrir en una suerte de petición de principio. Él tendría razón frente a los positivistas jurídicos, pero siempre y cuando previamente hayamos aceptado ya su concepto (normativo, interpretativo) de Derecho, frente al (descriptivo, categorial o “criterial”) de los positivistas. O sea, la batalla sobre el concepto de Derecho que durante tanto tiempo ha enfrentado, y sigue enfrentando, a los positivistas y a los no positivistas (sean estos últimos partidarios  o no del Derecho natural) podría pensarse muy bien que termina en una especie de “tablas”, como hace ya tiempo sugirió Nino. Simplemente son posibles (manejamos de hecho) muy diversos conceptos de Derecho, algunos de los cuales son descriptivos y otros normativos. ¿Pero es esta una solución satisfactoria? Yo creo que no. Por un lado, es cierto que hay una pluralidad de conceptos de Derecho y que sería equivocado acabar con la misma; pero esto es algo que, como hemos visto, reconoce con claridad Dworkin cuando distingue entre la noción sociológica, aspiracional y doctrinal de Derecho. También es cierto que no se puede acusar a los autores positivistas de cometer algún tipo de error conceptual por pretender construir una noción de Derecho  en términos puramente descriptivos y elaborar una teoría del Derecho que tiene pretensiones exclusivamente descriptivas y de análisis  conceptual[7]. Pero es que la contraposición entre el positivismo y el no positivismo jurídico no radica en mi opinión ahí, en el plano –diríamos- teórico, sino en el meta-teórico[8]. La cuestión clave radica en  si el modelo de teoría del Derecho que los autores positivistas proponen es suficiente para dar cuenta de lo que son nuestros Derechos y para guiar el trabajo de los juristas; o si, por el contrario, necesitamos una concepción más rica, que tenga también pretensiones normativas y no se limite a contemplar el Derecho como un sistema de enunciados previamente establecidos por una autoridad. En si, enfrentados a una cuestión “doctrinal”, a un caso difícil, a propósito de lo que el Derecho de tal Estado dice a propósito de tal cuestión, el jurista (el ciudadano interesado en el mismo) haría bien en recurrir al método positivista basado en la cuidadosa distinción entre cuestiones –argumentaciones- morales y jurídicas; o si, por el contrario, hallaría una respuesta mucho más satisfactoria a partir de una concepción del Derecho como la de Dworkin según la cual, en el sentido que en seguida veremos, el razonamiento jurídico es también razonamiento moral.

2.
Me parece que una buena manera de comprobar cuál es el rendimiento de una concepción del Derecho como la de Dworkin consiste en analizar cómo opera esa idea del Derecho cuando se trata de argumentar en relación con  algún caso difícil. Podrían ponerse muchos ejemplos, pero aquí elijo el problema de la eutanasia. La manera de abordar esa cuestión por parte de Dworkin permite muy bien, me parece, entender cuál es el papel que él atribuye a la argumentación moral en el Derecho y, por tanto, en qué sentido puede decirse que el Derecho es una rama de la moralidad política.
     La Corte Suprema de los Estados Unidos tuvo que resolver, en junio de 1990, un caso que, en los meses anteriores,  había dado lugar a una gran polémica en ese país: el caso Cruzan. En esencia, se trataba de lo siguiente. Nancy Cruzan era una mujer joven que, como consecuencia de un accidente de automóvil que se había producido en 1983 se había quedado en un estado de coma vegetativo permanente. Al cabo de un tiempo, los padres solicitaron a los jueces poder retirarle la alimentación asistida. El Derecho de Misuri exigía para ello una prueba “clara y convincente” de que ése era el deseo de la persona que se encontraba en esa situación. Un tribunal estatal falló a favor de los padres, pero el caso se recurrió y el Tribunal Supremo del Estado de Misuri revocó la decisión. Recurrida de nuevo la decisión (por los padres de Cruzan), el asunto llegó al Tribunal Supremo Federal de los Estados Unidos que, por mayoría (de cinco votos frente a cuatro) confirmó este último fallo, argumentando que una persona con capacidad para decidir podía rechazar  un tratamiento médico que no deseaba, pero que, cuando la persona era incapaz (como ocurría aquí), los Estados podían exigir un estándar de prueba más alto, que no había sido alcanzado por las pruebas que los padres habían ofrecido a través del testimonio de un amigo de Nancy. Los padres de Nancy se dirigieron entonces de nuevo a un tribunal estatal, presentaron el testimonio de tres amigos que dijeron que Nancy les había manifestado que no desearía vivir como un vegetal y obtuvieron una decisión favorable que no fue ya recurrida. Finalmente, en diciembre de 1990, se le retiraron los tubos de alimentación asistida y Nancy Cruzan murió.
      Aparentemente,  la decisión del Tribunal Supremo de los Estados Unidos en el caso Cruzan podría parecer  satisfactoria desde el punto de vista de un “liberal”; aparentemente, el tribunal habría reconocido la existencia de un derecho a morir para las personas que estuviesen en pleno uso de sus facultades, y también para quienes estuviesen en estado de coma vegetativo permanente, si con anterioridad a esa situación, por ejemplo, habían suscrito un testamento vital manifestando con claridad que esa era su voluntad. Pero Dworkin, comentando esa sentencia[9], muestra que en la argumentación  de la misma[10] existen ciertos presupuestos (más o menos explícitos) que lo desmienten o, al menos, que configuran ese derecho de manera muy insatisfactoria. Uno es la presunción de que mantener con vida a una persona en coma vegetativo irreversible es algo que beneficia (por lo menos, en la mayor parte de las ocasiones) a  quien está en esa situación. El segundo es la suposición de que un Estado tiene un interés legítimo en mantener a esos pacientes vivos basándose en el valor intrínseco de la vida.
      Ahora bien, en relación con el primero de esos presupuestos, Dworkin simplemente niega que tenga sentido establecer esa presunción. En su opinión, en el caso Cruzan, el Tribunal Supremo tendría que haber tomado la decisión de permitir que se dejara morir a una persona si, de acuerdo con los elementos de prueba disponibles, el juez (como habría ocurrido en ese caso) entiende que lo más probable es que, efectivamente, ese era el deseo de la persona; esto es, no tendría que haber convalidado la exigencia de un estándar de prueba tan exigente que, de hecho, impedía en casos de ese tipo (relativamente frecuentes: había muy poca gente que hubiese suscrito testamentos vitales y varios miles de pacientes en esa situación) que pudiese garantizarse el derecho a morir. Lo que la mayoría de los jueces estaría  aceptando en la sentencia es que mantener a una persona con vida en esas circunstancias no puede suponer ocasionarle un daño. Y esto último es lo que niega Dworkin. Él piensa que sí se produce ese daño, porque lo que la gente (o algunos individuos) que desea morir en esas situaciones trata de evitar no es simplemente un sufrimiento físico (lo que, claro está, no se produciría en el caso de los comatosos), sino también otro tipo de daño: “les preocupa su dignidad y su integridad y la idea que otra gente pueda tener de ellos, cómo son vistos y recordados. Muchos de ellos están angustiados por la carga, emocional o financiera, que mantenerlos vivos pueda suponer para sus familiares y amigos. Muchos están horrorizados al pensar en los recursos que se van a desperdiciar con ellos y que podrían ser usados para el beneficio de otras gentes que tienen vidas genuinas y conscientes que vivir” (p. 136).
      Y sobre el segundo de los presupuestos (el interés legítimo de los Estados en mantener con vida a un comatoso), Dworkin señala que se basa en una idea equivocada de lo que significa el valor intrínseco de la vida humana. En su opinión, habría varias formas de entender en qué consiste ese valor intrínseco. Una es de tipo religioso, pero en su opinión debe desecharse porque choca frontalmente con una Constitución de carácter laico: consistiría en pensar que ese valor deriva de que la vida es un don de Dios. Y, entre las interpretaciones laicas, habría a su vez una doble opción. Una es la de considerar que la vida humana “en cualquier forma o circunstancia es algo único y valioso que se añade al universo, de manera que el stock de valor disminuye si una vida es más corta de lo que hubiese podido ser” (p. 141). Pero esa visión le parece a Dworkin que no es convincente por diversas razones; basta con pensar en que, si se aceptara ese punto de vista, entonces habría alguna razón para desear que la población mundial aumentara (aumentaría entonces el stock de vidas humanas), lo que parece claramente absurdo. Él opta, por ello, por otra interpretación (laica) del valor intrínseco de la vida, que no puede aplicarse  a cualquier forma de vida humana y en cualquier condición; lo expresa así: “una vez que una vida humana ha comenzado, es tremendamente importante que discurra bien, que sea una buena y no una mala vida, una vida exitosa y no una vida desperdiciada. Mucha gente acepta que la vida humana tiene una importancia inherente en este sentido. Ello explica por qué la gente trata no simplemente de que sus vidas sean placenteras, sino de hacer de ellas algo valioso y también por qué parece una tragedia cuando la gente decide, al final de su vida, que no puede sentir ni orgullo ni satisfacción en relación con la manera como ha vivido” (p. 141).
       Un rasgo peculiar de la argumentación de Dworkin en relación con la eutanasia es que él no acepta que la confrontación existente al respecto entre conservadores y liberales, entre enemigos y partidarios de la eutanasia, deba plantearse en términos de defensores del valor de la dignidad y del carácter sagrado de la vida, por un lado, y de los valores de autonomía y de la compasión, por el otro. Dworkin insiste en que no hay tal contraposición de valores y asume y defiende que la vida tiene un valor intrínseco, un carácter sagrado, pero interpreta ese valor en un sentido no religioso. Para llevar a cabo esa operación argumentativa efectúa algunas distinciones que pueden parecer sutiles (y que quizás lo sean) pero que, cuando se comprenden adecuadamente, resultan simplemente necesarias: serían las premisas bien fundamentadas  que contribuyen a configurar el mejor argumento posible a favor de la eutanasia: pasiva y activa (esta última distinción sería realmente irrelevante). Veámoslo[11].
     El primer paso consiste en distinguir dos categorías de cosas que son intrínsecamente valiosas: unas son  incrementalmente valiosas, en el sentido de que su valor aumenta con su cantidad: cuantas más tengamos, mejor; pero otras son intrínsecamente valiosas en un sentido muy distinto: son valiosas porque existen y esto es lo que Dworkin llama  “sagrado” o inviolable”. “Lo sagrado es intrínsecamente valioso porque existe –y, por lo tanto, sólo en tanto existe-. Es inviolable por  lo que representa o encarna. No es importante que haya más personas. Pero una vez que una vida humana ha empezado, es muy importante que florezca y no se desperdicie” (p. 100). Eso explica que “el nervio de lo sagrado” resida en el valor que “atribuimos al proceso, empresa o proyecto, más que al valor que atribuimos a los resultados considerados con independencia de cómo fueron producidos” (p. 105-106). Y que, en ciertos casos, “elegir la muerte prematura minimice la frustración de la vida” y, en consecuencia, no ponga en entredicho “el principio de que la vida es sagrada, sino que, por el contrario, respeta de la mejor manera ese principio” (p. 122). Naturalmente, que la vida humana sea valiosa en ese sentido intrínseco no quita para que lo sea también en un sentido subjetivo e instrumental.
     El segundo paso se refiere a la distinción de dos clases de razones que las personas tienen para encaminar su vida en una dirección o en otra: intereses de experiencia e intereses críticos. El valor de los primeros, el valor de las experiencias, depende “de que las hallemos placenteras o excitantes  como experiencias” (p. 262), y Dworkin pone como ejemplos escuchar música, ver partidos de fútbol o trabajar duramente en algo. Quienes no gozan con esas mismas actividades “no cometen un error, sus vidas no son peores porque no compartan mis gustos” (p. 263). Aunque, naturalmente, hay cosas que son malas  como experiencias (“el sufrimiento, la nausea y escuchar a la mayoría de los políticos”), no desaprobamos a quienes no les importe eso demasiado (o encuentren incluso un valor, por ejemplo, en el sufrimiento). Ahora bien, además de esos intereses, dice Dworkin, “la mayoría de las personas piensa que también tenemos intereses críticos, esto es, intereses cuya satisfacción hace que las vidas sean genuinamente mejores, intereses cuyo no reconocimiento sería erróneo y las empeoraría. Las convicciones acerca de qué ayuda globalmente a conducir una vida buena, se refieren a esos intereses más importantes. Representan juicios críticos y no, simplemente, preferencias acerca de experiencias” (p. 63). Dworkin pone como ejemplos de ello mantener relaciones estrechas con sus hijos, seguir los avances científicos, tener algún éxito en su trabajo o mantener relaciones de amistad. Aclara que no pretende decir que los intereses de experiencia sean especialmente frívolos y los intereses críticos inevitablemente profundos. Los intereses críticos pueden ser de índole muy distinta, pero parecen contener una idea de aspiración, de idealidad, y cierta exigencia de reflexión sobre la vida como un todo. En todo caso, juegan un papel relevante en las razones que se tienen para morir, que no son sólo las de evitar experiencias desagradables, dolor, sino también razones críticas: “muchos piensan que es indigno o negativo de alguna manera, vivir bajo ciertas condiciones a pesar de que puedan conservar sus capacidades sensitivas, si es que las conservan” (p. 274). Y las concepciones que las personas tienen sobre cómo vivir colorean sus convicciones acerca de cuándo morir: “querrían, si fuera posible, que sus muertes expresaran, y confirmaran así vívidamente, los valores que consideran los más importantes de sus vidas” (p. 276). Teniendo en cuenta, además, la pluralidad de factores  que concurren a la hora de determinar cómo terminar la vida, Dworkin piensa que no es posible esperar “que alguna decisión uniforme sirva  para todos” y de ahí que, si no han dejado alguna previsión, el Derecho tendría, en la medida de lo posible, que “dejar las decisiones en manos de sus parientes o de otras personas cercanas a ellos” (p. 279), que son quienes estarían en mejores condiciones para saber cuáles serían sus mejores intereses.
     Y el tercer paso se daría con la distinción (que, en realidad, se solapa con las anteriores) entre dos formas moralmente significativas de “inversión” creativa en nuestras vidas: la inversión natural  y la inversión humana. Los fundamentalistas religiosos tienden a poner el énfasis en el extremo natural o biológico de la vida, mientras que los liberales atribuyen más valor a la contribución humana (lo que hemos hecho con nuestras vidas), lo que hace que, a veces, la eutanasia sea un medio  de sostener el valor de la santidad de la vida: “Alguien que pensara que su propia vida iría peor si se retrasara unas semanas su inminente muerte mediante una docena de máquinas, o se le mantuviera biológicamente vivo como un vegetal, cree que está mostrando más respeto por la contribución humana a la santidad de la vida si, por adelantado, pone los medios de evitar esa situación” (p. 282).
      El argumento completo diría entonces que si se acepta que el carácter sagrado de la vida supone que es un bien intrínsecamente  valioso (en sentido no incremental); que lo que da valor a la vida no son sólo los intereses de experiencia, sino (sobre todo) los intereses críticos; y que la “inversión” humana en nuestras vidas es al menos tan importante como la “inversión” natural; entonces lo que se sigue no es la prohibición de la eutanasia activa (o, claro está, de la pasiva), sino su legalización, esto es, transferir la decisión de cómo se desea morir al propio individuo: el ejercicio de la autonomía es la única forma de respetar la santidad de la vida. “Hacer que alguien muera en una forma que otros aprueban, pero que él cree que es una contradicción horrorosa con su propia vida –escribe Dworkin-, constituye una devastadora y odiosa forma de tiranía” (p. 284).


  3.
     Pues bien, la postura de Dworkin  en relación con la eutanasia que, en mi opinión, podría esquematizarse en el argumento al que me acabo de referir es tanto, cabría decir, una pieza de filosofía moral y política, como el fundamento último del razonamiento que le lleva a sostener, en el caso Cruzan, que la respuesta correcta al mismo habría sido la de anular la sentencia del Tribunal Supremo de Misuri. El razonamiento jurídico es entonces, también, razonamiento moral, pero no se trata simplemente de una reflexión de moral personal o de una propuesta política proponiendo un cambio en el Derecho. Esas tres dimensiones de la moralidad están claramente conectadas entre sí, pero no son tampoco exactamente lo mismo: cada una de ellas se refiere a un tipo de práctica distinto y de ahí que quepa hablar de una especie de unidad en la diversidad. Ahora bien, se trata de una unidad dinámica, no estática (hablamos de prácticas, de actividades), y eso explica, me parece, que Dworkin haya elegido la imagen (orgánica)[12] de un árbol para expresar esa idea en lugar de recurrir, por ejemplo, a una figura geométrica (el Derecho como especie de un género al que también pertenece la moral personal o la moral política). Volvamos entonces a su más o menos “nuevo” enfoque a fin de clarificar esa idea de que el Derecho (y la teoría del Derecho: el planteamiento de Dworkin tiende más bien a difuminar las fronteras entre una cosa –una actividad- y la otra) es una rama de la moralidad.
      Su tesis completa puede formularse así: la teoría del Derecho viene a ser una rama de la moral o de la filosofía política, la cual proviene a su vez de la moral personal, y esta última de la ética. Dworkin propone con ello un esquema unitario o integrado (en forma de árbol) que, como al comienzo decía, contrapone al modelo dualista, basado en la existencia de dos sistemas separados de normas: las morales y las jurídicas. Para entender bien lo que Dworkin quiere decirnos, hay que tener en cuenta que él utiliza los términos de “ética” y de “moral” en un sentido que se aleja algo de lo que son nuestras convenciones. Exactamente: “Los estándares morales prescriben cómo debemos tratar a los otros; los estándares éticos, cómo debemos vivir” (p. 191). Ahora bien, la imagen del árbol sugiere que la ética entonces sería algo así como las raíces o el tronco que da lugar a la moral (sería una de las ramas), de la que surge a su vez (de una de las ramas de la moral) el Derecho. Y sugiere también claramente una noción de totalidad dinámica ( Dworkin hace suya la idea kantiana de que no podemos respetar nuestra propia humanidad si no respetamos la humanidad en los otros): no podemos vivir bien si no cumplimos con nuestros deberes morales; la moral y la ética están integradas en una cierta forma que Dworkin denomina “interpretativa” (p. 202).
       Pues bien, la ética –sostiene Dworkin- establece dos ideales, vivir bien y tener una buena vida, que son diferentes, en el sentido de que podemos vivir bien sin haber tenido una buena vida: por ejemplo, porque hemos sufrido injusticias o vivido en la pobreza o padecido graves enfermedades o hemos tenido una muerte prematura; y, por supuesto, podemos haber llevado una buena vida (haber satisfecho ampliamente nuestros intereses de experiencia) sin haber vivido bien: no hemos atendido (o no suficientemente) a nuestros intereses críticos. Debemos, pues, vivir bien y tener buenas vidas, pero el primer ideal prevalece sobre el segundo: debemos reconocer que “tenemos una responsabilidad en vivir bien y creemos que vivir bien significa crear una vida que no es simplemente agradable sino buena en un sentido crítico” (p. 196). Por supuesto, hay muchas maneras de vivir bien, de dar peso y dignidad a la vida. Pero todavía muchas más de vivir mal o, al menos, de que nuestras vidas hayan sido menos valiosas de lo que hubieran podido ser. Hay, por tanto, ciertos criterios objetivos en relación a cómo vivir, de manera que no se trata simplemente de que uno piense que ha vivido bien y está satisfecho con su vida: ese juicio puede estar equivocado.
       Y ahora ya es el momento, y para acabar, de volver a la contraposición entre la concepción del Derecho de Dworkin y la del positivismo jurídico. Obviamente, es perfectamente posible que un jurista positivista, frente a un caso como el de Nancy Cruzan, optara por la misma decisión defendida por Dworkin. E incluso bien pudiera ser que compartiera con él esa “filosofía” de lo que significa “vivir bien una buena vida”. Pero habría también una serie de diferencias significativas. El jurista positivista no se habría embarcado –es de suponer- en un razonamiento moral (al menos, no explícitamente) para dar una respuesta (jurídica) al caso Cruzan; no podría hacerlo, so pena de renunciar a la tesis positivista de la separación entre el Derecho y la moral o de mantenerla, pero en términos poco satisfactorios[13]. No pretendería tampoco que la respuesta por él defendida fuera la respuesta correcta; como mucho, sería una de las que caben en el Derecho. Tampoco habría podido recurrir (por lo menos, no de manera interesante) a alguna teoría del Derecho en busca de orientación para resolver la cuestión. En resumen, no podría justificar, en términos estrictos, su decisión. Todo lo cual no constituye todavía una razón concluyente para optar por una concepción como la de Dworkin. Pero podría serlo si a ello le añadimos una nueva premisa: la de que necesitamos elaborar una teoría del Derecho que pueda servir de ayuda a los juristas que tengan que enfrentarse con problemas como el del caso Cruzan o que, hablando  en general, pretendan dar sentido a su actividad como juristas.





[1] En una entrevista que se le hizo en Doxa, González Vicén señalaba por qué a Dworkin no podía considerársele en absoluto como un autor iusnaturalista: “Ahora bien, ¿es esto Derecho natural [se refiere a la manera como Dworkin entiende los principios]? Difícilmente podrá darse a la pregunta una respuesta afirmativa. Los “principios” de Dworkin no son reglas de validez absoluta extraidas por el raciocinio de un orden universal de las cosas, sino sólo <standars>, motivaciones últimas de muy diversa índole, que el juez puede o no tomar en consideración.”, en Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero, “Entrevista a Felipe González Vicén”, en Doxa 3, 1986, p. 325.
[2] Las expresiones provienen de su contestación a una encuesta planteada por la revista Doxa en el año 1984 a diversos filósofos del Derecho, sobre cómo veían ellos la disciplina y su futuro.
[3]  Hart escribe la expresión con comillas simples ( The Concept of Law, p. 8). De todas formas, el uso de esa imagen de la rama del árbol de la moralidad que emplea Dworkin no lo convierte, claro está, en un autor iusnaturalista, aunque quizás sea un indicio de que la metáfora no es muy afortunada. En mi opinión no lo es, sobre todo, porque no refleja para nada la idea de actividad intencional (a diferencia de la escritura en cadena de una novela, que me parece más pertinente para dar cuenta de la concepción del Derecho de Dworkin). La crítica que  con frecuencia se dirige a Dworkin y a otros autores constitucionalistas en el sentido de que al impugnar la tesis positivista de la separación entre el Derecho y la moral estarían identificando el Derecho con la justicia e imposibilitando que se pueda hablar de Derecho injusto es manifiestamente desacertada y no merece la pena volver aquí sobre ella.
[4] Lo que no significa que no haya diferencias considerables entre los tres autores; con Pound hay una muy manifiesta, pues este último parece reducir los valores morales a los de la moralidad social.
[5] En una de las muchas sesiones de seminario que, en el grupo de Alicante, hemos dedicado a discutir la obra de Dworkin Justice for Hedgehogs, “Justicia para erizos”, Jesús Vega intervino, aproximadamente, en los siguientes términos. “Dworkin se considerará un erizo [como se sabe, el título de la obra hace alusión a la ya clásica distinción de Berlin entre intelectuales-erizos e intelectuales-zorros], pero actúa más bien como un zorro que se dedica a borrar con la cola las huellas de los autores a los que sigue; para que no quede el menor rastro”.

[6] Hay que tener en cuenta que “práctica”, para Dworkin, implica necesariamente la idea de valor: no es, pues, simplemente un concepto descriptivo (sociológico) de práctica como el que podría usar un autor positivista.
[7] Otra cosa es, naturalmente, que los positivistas hayan sido o no consistentes con esas pretensiones. En general, yo diría que no lo han sido y que, cuando lo han sido, se han visto conducidos a la irrelevancia.
[8] Con lo que probablemente no estaría de acuerdo Dworkin, puesto que este último ha negado con énfasis que se pueda hacer esa distinción en el plano de la moral (lo que, parece, tendría que valer también para el Derecho)
[9] En  “The Right to Death”, publicado en The New York Review of Books vol. XXXVIII, nº 3 corrrespondiente al 31 de enero de 1991; ahora incluido en Ronald Dworkin, Freedom’s Law. The Moral Readings of the American Constitution, Oxford University Press, 1996, cap. 5 (las páginas citadas en el texto se refieren a este libro).
[10] La motivación de la sentencia fue escrita por el entonces presidente del Tribunal, William Rehnquist, un notorio conservador. Dworkin es también sumamente crítico con la fundamentación del fallo concurrente de Antonin Scalia, otro juez con perfil políticamente muy conservador.
[11] Las citas que siguen se refieren a Ronald Dworkin, El dominio de la vida. Una discusión acerca del aborto, la eutanasia y la libertad individual, Ariel, Barcelona, 1994 (la ed. original inglesa es de 1993).
[12] Que, como antes señalaba, no es del todo un acierto: el desarrollo orgánico no es lo mismo que la actividad humana de carácter intencional.
[13] Me refiero a los positivistas “incluyentes” o a positivistas “excluyentes” como Raz. Vid. sobre esto Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero, “Dejemos atrás el positivismo jurídico”.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

UNA OPORTUNIDAD PERDIDA


                                                                                                               
La lectura, hace unos días, de un artículo de Mario Vargas Llosa, “Los parias del Caribe”, me ha llevado a interesarme por una reciente sentencia del Tribunal Constitucional de la República Dominicana que está causando -y con razón- un considerable revuelo. La decisión del alto tribunal del pasado 23 de septiembre (168/13) niega la nacionalidad dominicana a los hijos de inmigrantes irregulares y ha merecido, por parte del gran escritor peruano, juicios de una extremada dureza. Así, califica la sentencia de “aberración jurídica”, “inspirada en las famosas leyes hitlerianas de los años treinta”, de “paralogismo jurídico”, etc. Y de quienes la dictaron afirma que “a la crueldad e inhumanidad de semejantes jueces se suma la hipocresía”; aunque señala también que “los dos jueces disidentes” del tribunal  “salvaron el honor de la institución y de su país oponiéndose a una medida claramente racista y discriminatoria”.
     ¿Tiene razón Vargas Llosa al descalificar de esa manera al tribunal y a la sentencia?  Mi respuesta, después de haber leído con detalle la justificación de la decisión (de unas 150 páginas), es que sí; lo que prueba, por cierto, una vez más, que el sentido común, el sentido de la justicia y la técnica jurídica no pueden ir por caminos muy separados. O sea, que no hace falta ser un experto en Derecho para darse cuenta de que ciertas decisiones de los tribunales, simplemente, no pueden tener cabida en nuestros ordenamientos jurídicos porque, si la tuvieran, el Derecho de los Estados constitucionales no podría ser considerado como una institución, una práctica, racional encaminada a la obtención de decisiones razonablemente justas. Hay, ciertamente, algunas cuestiones de detalle, de precisión jurídica, que podrían aducirse en relación con ese artículo, pero ninguna de ellas reviste verdadera importancia. Yo diría que la principal corrección a introducir es que los miembros disidentes del tribunal no fueron “dos jueces”, como afirma Vargas Llosa, sino “dos juezas”, lo cual podría tener algún significado cuando se advierte que, de los trece magistrados firmantes de la sentencia, sólo tres eran mujeres. Por lo demás, el voto disidente de una de ellas, Katia Miguelina Jiménez Martínez, es un notable ejemplo de argumentación jurídica: un modelo de buena técnica jurídica al servicio de una causa justa.  Lo que no puede decirse del voto mayoritario, por más que deba reconocerse en el mismo un  buen oficio jurídico pero, ay, encaminado a justificar lo injustificable. Y pasemos ya de las (des)calificaciones al análisis.
      El caso había sido planteado por una mujer, Juliana Deguis Pierre, hija de padres (braceros) haitianos, pero  nacida en la República Dominicana, en 1984, y que había vivido siempre en este último país; como escribe Vargas Llosa: “nunca ha salido de su tierra natal. Jamás aprendió francés ni créole y su única lengua es el bello y musical español de sabor dominicano”.  En el año 2008, provista de su acta de nacimiento, solicitó por primera vez su cédula de identidad y electoral, pero las autoridades (la Junta Central Electoral) no sólo le denegaron esa petición, sino que le quitaron el acta de nacimiento por entender que la misma se había expedido de manera irregular, “porque sus apellidos son haitianos”. Juliana Deguis Pierre recurrió entonces la decisión ante los tribunales alegando que la misma  vulneraba sus derechos fundamentales y solicitando en consecuencia que se le entregase el acta y la cédula, pero no consiguió su propósito. El caso llegó finalmente, en revisión de la sentencia de amparo, ante el Tribunal Constitucional que, en lo esencial, ratificó las anteriores decisiones por entender que Juliana Deguis Pierre no cumplía con las condiciones para obtener la cédula de identidad y electoral establecidas por el Derecho dominicano.
     Más en concreto, los pasos que constituyen el razonamiento central del tribunal vendrían a  ser estos: 1) La norma aplicable al caso es el artículo 11.1 de la Constitución de la República Dominicana de 1966 que establece que son nacionales dominicanos: “Todas las personas que nacieren en el territorio de la República, con excepción de los hijos legítimos de los extranjeros residentes en el país en representación diplomática o los que estén de tránsito en él”. 2) Se plantea entonces un problema de interpretación en relación a cómo haya de entenderse la expresión “los que estén de tránsito en él”, y el tribunal acude, para resolverlo, a una ley de inmigración de 1939, que hace una clasificación de extranjeros entre inmigrantes y no inmigrantes; a su vez, dentro de esta última categoría, la ley incluye cuatro grupos de personas: los visitantes en viajes de negocios, estudio, recreo o curiosidad; las personas que transiten a través del territorio de la República en viaje al extranjero; las personas que estén sirviendo algún empleo en naves marítimas o aéreas; y los jornaleros temporeros y sus familias. La clasificación tiene una consecuencia muy importante, pues  los extranjeros inmigrantes “pueden residir indefinidamente en la República”, mientras que la ley establece que “a los no inmigrantes les será concedida solamente una admisión temporal”; es más, en relación con la última subcategoría de no inmigrantes, la de los jornaleros temporeros, la ley precisa que “serán admitidos en el territorio dominicano únicamente cuando soliciten su introducción las empresas agrícolas y esto en la cantidad y bajo las condiciones que prescriba la Secretaría de Estado de Interior y Policía, para llenar las necesidades de tales empresas y para vigilar su admisión, estadía temporal y regreso al país de donde procedieron”. 3) La expresión de la Constitución de 1966, “los [extranjeros] que estén de tránsito en él [en el país]” hay que entender entonces que significa los extranjeros “no inmigrantes”. 4) A esta última categoría pertenecen los  padres de Juliana Deguis Pierre, que eran unos de esos “jornaleros temporeros”. 5) Por lo tanto, Juliana Deguis Pierre cae dentro de la excepción señalada por el artículo de la Constitución de 1966: ella no es nacional dominicana.
     A ese argumento central, el tribunal añade algunos otros que juegan, por así decirlo, un papel de refuerzo. Los más importantes parecen ser los siguientes: 1) En el caso de las niñas Yean y Bosico contra República Dominicana, la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó, en 2005, a este país por haber violado el derecho a la nacionalidad y a la igualdad ante la ley (las niñas eran también hijas de haitianos a las que se había negado la nacionalidad dominicana), pero esa decisión se habría basado en una serie de errores: haber confundido la categoría de “extranjeros transeúntes” con la de “extranjeros en tránsito”; no haber tenido en cuenta que, en materia de nacionalidad, “los Estados deben contar con un nivel de discrecionalidad importante” o, dicho de otra manera, que aquí debería jugar el concepto de “margen de apreciación” (a favor de los Estados) introducido por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos; no haber tenido en cuenta tampoco que esa categoría de “extranjeros en tránsito” no es privativa del Derecho dominicano, sino que figura también en el Derecho colombiano y en el chileno. 2) La decisión del tribunal constitucional en el caso de Juliana Deguis Pierre (como en el de las niñas Yean y Bosico) no supone convertir a esas personas en apátridas, puesto que, según el Derecho haitiano, ellas tendrían derecho a obtener esa nacionalidad. 3) Tampoco se estaría aplicando retroactivamente el Derecho, esto es, lo que toma en cuenta el tribunal no es la categoría (que figura en una ley de 2004 y en la Constitución de 2010) de “extranjeros que residen ilegalmente en el territorio dominicano” sino, como hemos visto, la de “extranjeros en tránsito” de la Constitución de 1966. 4) Y menos aún podría aducirse que a Juliana Deguis Pierre se le estaría privando de un derecho (la nacionalidad dominicana) que se le habría reconocido en el acta de nacimiento, porque la misma se habría expedido irregularmente; como dice la sentencia recurrida en revisión: “los hechos ilícitos no pueden producir efectos jurídicos válidos a favor del promotor ni del beneficiario de la violación”.
     Empecemos entonces por examinar la solidez de estos últimos argumentos. El primero supone, por un lado, cometer la falacia de evadir la cuestión, puesto que la decisión de la Corte Interamericana de Derechos Humanos tiene fuerza vinculante para los tribunales (para todas las autoridades) de los países que han firmado la Convención, y éstos no pueden dejar de aplicarla porque discrepen de la misma, por más que sus discrepancias pudieran basarse en buenas razones. Pero es que además, y por otro lado, esas razones aducidas por el tribunal son realmente muy malas razones. La supuesta confusión entre “extranjeros transeúntes” y “extranjeros en tránsito”, de haber existido, no juega ningún papel relevante en la argumentación de la Corte interamericana. Lo que sí es relevante, y lleno de sentido,  es el criterio establecido por este último tribunal, según el cual, “para considerar a una persona como transeúnte o en tránsito, independientemente de la clasificación que se utilice, el Estado debe respetar un límite temporal razonable, y ser coherente con el hecho de que un extranjero que desarrolla vínculos en un Estado no puede ser equiparado a un transeúnte o a una persona en tránsito”. Por lo demás, el concepto de “margen de apreciación”, tal y como lo usa el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (y como lo usaría cualquier persona razonable), tiene, naturalmente, sus límites; para hablar claro, puede entenderse que un país establezca, amparándose en esa idea, medidas migratorias más estrictas que otros, pero no podría aceptarse que una de ellas consistiera, por ejemplo, en discriminar por razón de raza o de sexo. Y por lo que se refiere a la última de las razones, a la de que “otros también lo hacen”, parece obvio que no puede ser una buena razón si lo que hacen estuviera mal; pero es que, además, todo hace pensar que el Tribunal Constitucional dominicano se equivoca al pensar así y comete, ahora, una nueva falacia, la de la equivocidad: pues lo injustificado no es usar el criterio de estar de paso en un país o no estar domiciliado en él para negar la nacionalidad a alguien, sino entender que una persona que ha  nacido y vivido toda su vida (en el caso de la mujer de la sentencia, casi 30 años) en un país, esté “en tránsito” en el mismo o se le niegue la posibilidad de tener en él un “domicilio legal”; y, por lo que se puede leer en la sentencia, ni Colombia ni Chile (pero sí la República Dominicana) estarían en esa situación.
      En fin, el resto de los que he llamado “argumentos de refuerzo” no merecen tampoco mucho más crédito que el anterior. Por lo que se refiere a que las personas (varios cientos de miles) a las que se les estaría negando la nacionalidad dominicana no quedarían apátridas, es inevitable recordar lo que decía Vargas Llosa, respecto a la crueldad, inhumanidad e hipocresía que destila la sentencia. Pues, obviamente, no se trata aquí de una cuestión formal, de que a alguien se le pueda calificar de una u otra forma, sino de una cuestión sustantiva, de si a alguien se le coloca o no en una situación de vulnerabilidad; tiene por ello toda la razón una de las juezas disidentes cuando, en su fallo, escribe: “se promueve [con la sentencia de la mayoría] la condición de apátrida de la recurrente Juliana Deguis, por cuanto ésta tendría que someterse a un procedimiento cuya duración la dejaría desprovista de personalidad jurídica y vulnerable, situación que se agrava pues la recurrente no tiene ningún vínculo con Haití, y está siendo no sólo desnacionalizada, sino forzada a ser haitiana”. Sobre si se está aplicando o no retroactivamente el Derecho, el tribunal estaría también incurriendo en una especie de quid pro quo: pues lo importante, en materia de  derechos fundamentales, no es si el Derecho se está aplicando  retroactiva o irrretroactivamente, sino si se está aplicando el Derecho  (las normas -y la interpretación de las mismas-) más favorable para la protección y tutela del derecho de que se trate. Y sobre el uso del principio de que “nadie puede obtener provecho como consecuencia de un acto ilícito suyo” no queda de nuevo más remedio que volver a recordar la triada de los epítetos (crueldad, inhumanidad e hipocresía) traídos a colación por el escritor peruano: ni Juliana ni sus padres (que no habrían presentado sus cédulas de identidad al inscribirla en el registro) cometieron ningún ilícito sino que, en todo caso, la irregularidad habría que atribuírsela a las autoridades del país; de manera que el principio que en realidad se estaría aplicando aquí es el de que “los individuos son responsables por las irregularidades –se trate o no de actos ilícitos- cometidas por las autoridades”.
     Pero, con todo, lo peor, el punto más débil, de la sentencia no está ahí, sino en lo que he llamado el argumento principal. Y lo está porque, para interpretar el artículo 11 de la Constitución de 1966, el Tribunal Constitucional apela, como hemos visto, a las clasificaciones de extranjeros establecidas en una ley de 1939 sin darse cuenta, al parecer, de que las mismas implican una clara discriminación hacia las personas de una cierta condición, e integran un caso que podría denominarse “de libro” de lo que supone atentar contra el principio de dignidad humana. Un principio esgrimido en los dos fallos de las juezas disidentes que se refieren para ello a diversos artículos de la Constitución vigente en la República Dominicana, la cual considera  a este principio –o a este valor- como el fundamento de todos los derechos fundamentales. Pues bien, si el lector vuelve ahora a leer (quizás ni siquiera haga falta, pues lo recordará) lo que esa ley decía sobre las condiciones de admisión de los jornaleros temporeros en la República Dominicana no tendrá ninguna dificultad para darse cuenta, a sensu contrario, de lo que Kant entendía por respetar la dignidad humana, por reconocer a alguien como persona: tratarle como un fin en sí mismo y no como un simple instrumento al servicio de otros, en este caso, al servicio de las empresas agrícolas. Y ese atentado contra la dignidad se plasma –podríamos decir, normativamente- en el trato discriminatorio que supone incluir en una misma categoría, considerar como iguales a efectos de obtener la ciudadanía dominicana, a grupos de personas que están en condiciones muy distintas; o, mejor dicho, las tres primeras subcategorías de los “extranjeros no inmigrantes” obedecen a un mismo principio (son individuos que no tienen arraigo en el país), mientras que en relación con la cuarta (la de los jornaleros temporeros) la razón para incluirlos ahí es otra muy distinta: son individuos arraigados en el país (hasta el punto de que han podido nacer en él y haber vivido en el mismo durante décadas) pero a los que, simplemente, no se desea reconocer como ciudadanos, como iguales. El propósito de discriminación no podría estar más a las claras.
      Pues bien, si la República Dominicana es un Estado de Derecho, un Estado constitucional, parece obvio que no puede considerarse como Derecho válido de ese Estado a ninguna norma (o interpretación de una norma) que implique un trato discriminatorio e indigno. Dicho si se quiere de manera más técnica: la “regla de reconocimiento” del Derecho dominicano nos dice que es Derecho válido en ese país las normas contenidas en su Constitución (de 2010), las dictadas posteriormente de conformidad con lo ahí establecido, y las existentes con anterioridad, en la medida en que no hayan sido explícitamente derogadas o bien se opongan a lo establecido en la Constitución. Que una ley promulgada durante los ominosos gobiernos de Trujillo (gobernase formalmente él o alguien que obedeciese a sus dictados) y en un momento de auge de las leyes raciales en el mundo contenga elementos contrarios a los más elementales derechos humanos no puede constituir, desde luego, una sorpresa para nadie. Lo que sí resulta chocante es que eso no lo hayan advertido once magistrados de un tribunal constitucional cuyo rol fundamental es precisamente el de velar por la constitucionalidad de las leyes.
     Alguna vez he pensado que ser miembro de un tribunal constitucional supone tener una gran fortuna moral, pues sitúa a la persona que desempeña esa función en una posición privilegiada para hacer justicia. Es por ello triste constatar que once de los trece miembros del Tribunal Constitucional de la República Dominicana han dejado pasar esa oportunidad de actuar no de manera heroica, sino en conformidad con lo que el Derecho y la justicia requeriría. Toda una oportunidad perdida.